Es
una imagen manida, que reaparece sin excusas cuando otro
grupo de seres humanos que disfruta de una situación
especialmente deleitosa, se niega aceptar la aproximación
de una tragedia que arruinará la fiesta y cambiará para
siempre sus vidas.
De ahí que resulte imposible no asociarla a los minutos
finales en el salón de baile del Titanic después que el
trasatlántico chocó con el iceberg, comenzaba a filtrar
aguas hacia la segunda y tercera clases, pero sin que ello
preocupara a los happy-few que en la primera bailaban a
los acordes de una rumbosa orquesta, brindaban con
champagne y descorchaban otras inolvidables horas.
Y de pronto el estrépito, la oleada invasiva, la furia
helada e incontenible arrasando con mesas, sillas,
manteles, platería, copas, botellas, violines, partituras,
atriles, ceniceros, cocteleras, y con quienes hasta
segundos antes no habían tenido ojos ni oídos para sentir
lo que ocurría a su alrededor.
De lo que siguió apenas se tienen unas pocas fotografías
tomadas por los marineros de un barco, el Carpathia, que
llegó horas después a rescatar a los náufragos de las
turbulencias del Atlántico; y de unas decenas de pies de
película rodadas cuando los sobrevivientes recalaron a
respirar aire tibio a Nueva York, reencontrarse con la
realidad y contar la primera tragedia en ser reseñada casi
en vivo y directo y vías microondas de la humanidad.
Con tal golpe de efecto que se cuentan por cientos de
miles los materiales que se han escrito, filmado y radiado
para reproducirla, y es un éxito de taquilla cada vez que
un cineasta inteligente como James Cameron logra un buen
casting y lleva a las pantallas la tragedia siempre
revivida, reciclada, revisitada, y nunca aburrida.
Y muy sugestiva, terrible y obsesivamente sugestiva, como
que una y otra vez rondó por mi cabeza según me sumergía
en las fiestas de la Navidad y el Año Nuevo venezolano,
con plazas, calles, ríos, quebradas, casas y edificios
vibrantes de luces, discotecas cuyos sones y algarabías
competían con los motores de los carros último modelo,
bares, pubs y restaurantes a reventar, y una sensación de
goce último y total que es quizá, a efectos
antropológicos, la nota realmente trascendente del
fenómeno.
Porque era que desde la noche del 3 de diciembre, y más
específicamente, desde el 17, podía decirse que la
sociedad venezolana había chocado con un iceberg, y no era
para que se suspendieran las fiestas, las luces, los
bailes, y los brindis, pero si para que una o varias voces
responsables alertaran a los viajeros sobre el naufragio.
Todo lo contrario, a diferencia del capitán, Edward Smith,
y del segundo de abordo, William Murdoch, que a pesar de
haber cometido errores e imprevisiones que seguramente
contribuyeron al desastre, no abandonaron el mando ni a
sus pasajeros, los tripulantes de la oposición venezolana
estaban lejos, muy lejos, algunos vacacionando por las
siempre atractivas playas y ciudades del Caribe, y otros
confundidos con las luces, fiestas y brindis que podían
recordar también a las bengalas con que la super nave, a
punto de hundirse, clamaba por ayuda.
Y con ellos, con los tripulantes, el resto del liderazgo
político y empresarial, definitivamente sordo ciego a la
colisión y posterior inundación, como si las músicas y
ritmos, el tintineo de copas y joyas, las órdenes a
mesoneros y barmans, fueran lo suficientemente dulces y
confortantes para abrigar de cualquier amenaza.
Desde luego que es una exageración comparar minuto a
minuto el naufragio de un trasatlántico con el naufragio
de un país, sobre todo si los reducimos a escalas del
número de víctimas y de duración de las fases en el
tiempo, y dado que en los casos que nos ocupan, las dos
horas y media durante las cuales se hundió el Titanic, en
términos de una sociedad pueden contarse en meses y hasta
años.
Pero ¿serán suficientes para que nuestro capitán Smith, su
segundo al mando, Murdoch, y demás miembros de la
tripulación, dirigentes como Borges, Blyde, Barboza,
Ocariz, Marquina, etc, reaccionen? ¿No se hará necesario
relevarlos en medio del desastre? ¿No tienen que darle una
explicación a los 26 millones de venezolanos de por qué
algunos, muy connotados, no estaban en el país cuando en
diciembre pasado Chávez dijo sus discursos en el Panteón
Nacional, y en la Escuela Militar, y ni siquiera en enero
cuando anunció la tragedia del inicio del socialismo del
siglo XXI, y otros, en vez de estar unidos, quieren
llevarnos a los pasajeros a otra división?
Son respuestas que dejo a los lectores, y a quienes
habiendo tenido el respaldo de 6 millones de sufragantes
en las elecciones pasadas, ahora corren el riesgo de
quedarse sin el apoyo de uno solo.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |