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Chávez: De la indiferencia a las lágrimas
por Manuel Malaver  
domingo, 14 enero 2007



Creo que buena parte del estupor que dejó en el país y en el continente los discursos de Chávez estrenándose como profeta armado restaurador del socialismo del siglo XX, no proviene tanto del miedo que tal atropello contra natura pueda provocar, como del hecho insólito de que en la primera década de la nueva centuria un caudillo patético por su vesania e irresponsabilidad piense que tal esperpento tiene alguna viabilidad.

Y es aquí donde Chávez tiene asegurado un lugar en la historia como auténtica curiosidad psíquica, ya que difícilmente puede rastrearse en los 5 mil años de curso y decurso de la humanidad, otro personaje que tan consciente y arrogantemente actúe para perjudicarse a sí mismo y a quienes dice favorecer.

Los millones de pobres y desamparados de Venezuela verán, en efecto, cómo en la mediación de pocos años, no solo los pocos bienes materiales que lograron juntar durante décadas de trabajo y sacrificios les serán reducidos rápida e implacablemente a la nada, sino que su propia dignidad humana pasará a ser una mercancía a tasar en el mercado donde el caudillo redentor y salvacionista comprará apoyos y lealtades por una sobrevivencia cada día más precaria y lamentable.

En cuanto a Chávez mismo, ya lo veremos pasar de un caudillo tropical, desequilibrado y procaz, pero bien intencionado, inofensivo y hasta simpático, a un chafarote con ridículos delirios de grandeza y cuyo diagnóstico médico habla otra vez de una mente inmadura empeñada en retrotraer el tiempo y la historia poniéndoles la camisa de fuerza de un sistema político, económico y social cuya capacidad para generar miseria solo se compara a la esclavitud.

Y de manera tan poco original y creativa, como que su proyecto revolucionario no es más que un engrudo o sancocho de todas la recetas utópicas que se intentaron cocinar con resultados indigeribles y vomitivos por lo menos en los últimos 80 años y en 46 países, y cuyas secuelas operan de manera tan devastadoras que quienes las sufrieron, aun de lejos, no quieren ni repetirlas, recordarlas, ni mencionarlas.

Implementado, además, con los peores métodos del peor capitalismo, pues en esencia se trata de utilizar los jugosos recursos de la factura petrolera venezolana para comprar apoyos y respaldos de dentro y fuera del país, de modo que ya no quedan gobiernos ni individuos de los que se acercan a celebrar al jeque dadivoso y dador, que no salga con la cartera bien proveída.

Lo vimos hace dos días en Managua en la toma de posesión de Daniel Ortega, donde este exsocialista, exrrevolucionario y exantiimperialista que proclamó en cuanto fue electo su adhesión al ALCA, la economía de mercado y la reconciliación con los Estados Unidos, no tuvo empacho en suscribirse igualmente al proyecto de Chávez -un delirio que llaman el ALBA-, pero mientras éste declaraba que casas, refinerías y petróleo eran la recompensa por tan taimada deserción.

Pero antes sucedió con Brasil y Argentina, los dos gigantes sudamericanos en problemas de equilibrio macroeconómico en razón de la incapacidad de sus actuales líderes para desprenderse del autoritarismo populista, pero prestos a beneficiarse con el manirrotismo del hermano petrolero rico y generoso que ha tirado cerca de 12 millones de dólares en compra de bonos chatarra de la deuda argentina y de contratos a empresas mixtas brasileñas cuyos principales accionistas, los estados de uno y otro país, tratan a Chávez con el lema de: “el cliente siempre tiene razón”.

Eso a escala internacional, porque en lo nacional también vimos en diciembre pasado una operación de gran aliento y de excelente uso de los petrodólares venezolanos para que más y más votantes, llegados en su mayoría de los sectores más pobres, pero también de la clase media, y de grupos empresariales, financieros y tecnocráticos, corrieran a sufragar por el caudillo redentor, porque lo importante no es detenerse en miedos lejanos, si lo que hay ahora es una sociedad de bienestar, con altísimos niveles de consumo y un acceso irrestricto a cuanto disfrute material creó el Señor en este valle de lágrimas.

Es así como los índices de venta al menudeo que registraron comerciantes, importadores, contrabandistas, y trabajadores informales en diciembre pasado, se colocaron entre los más altos de la historia económica de Venezuela y de cualquier otro país de América latina, con una fiebre consumista que aún se siente en calles, mercados y centros comerciales de Caracas y ciudades de interior.

O sea, que se trata de la primera revolución en la historia impuesta a realazo limpio, con la persuasión de que si me apoyas te doy petróleo gratis, o te lo vendo barato, te inscribo en las misiones y tienes tu 15 y último, y si no, retrátate en el espejo de Miguel Insulza, monseñor Luckert, Alán García, y todos los que de antes y de ahora tuvieron la osadía de desafiar la arrogancia del saudismo petrolero y tropical.

Porque se trata, además, de una revolución sin héroes, mitos ni leyendas; sin historietas que graficar sobre la rendición de enemigos poderosísimos que cayeron ante la magia de capitanes de la espada y la pluma del rango de David, César, Napoleón, Bolívar, Troski, Mao y Guevara; sin frases de gigantes ante un tropel de enanos en fuga; sin estrategias tomadas a medianoche y como inspiradas por el dios de las batallas que hacen de preludio a la toma de ciudades a caballo y entre multitudes que aplauden en tal estado de frenesí y adoración que rayan en el espasmo.

No, hablamos de algo más vulgar y corriente, de la implementación de una cadena de golpecillos de estado de técnica lamentable y resultados falaces, que, no obstante, dan ingreso a un asalto al poder, vía electoral, y todo porque la casta sacerdotal guardiana del templo de la democracia había decidido jubilarse y retirarse a disfrutar los dividendos de otra bonanza petrolera.

Pero por eso mismo un proceso en estado y espera de la oportunidad que permita troquelar héroes y leyendas, no importa si se forjan en escenarios propios o extraños, en países de América, Asia y África, con tal que el comandante en jefe pueda retratarse con la doble canana de Pancho Villa, mientras proclama en frases altisonantes y actos públicos que él también tuvo sus batallas de Mogadiscio y de Cuito Canavale.

De modo que no fue el caudillo redentor y profeta armado quien terminó de hacer el trabajo de la toma del poder, sino una traílla de lobos viejos y desdentados, pero terribles y diabólicos de los dos bandos que, unos por la jubilación, y otros por los emolumentos, corrieron a entregar a la nueva élite una presa esquilmada de la cual siempre se piensa, sin razón, que no le queda gota que ordeñar.

En definitiva, una revolución cuya génesis es la negación de toda revolución y que solo a punta de gritos y no de hechos pasados y presentes, intenta establecerse como realidad, viabilidad y posibilidad.

De ahí que sea también el fenómeno político con un uso más abusivo y repulsivo de los medios de comunicación de masas, con una escala de penetración en calles, casas, escuelas, cuarteles, hospitales, selvas, llanos, desiertos, montes y sabanas que deja pálidos a los que se intentaron en tiempos de Stalin, Hitler, Mussolini, Mao y Castro.

Una cruzada para imponerse con la violencia del ruido que fue experimentada por primera vez por las tropas norteamericanas que invadieron Panamá en 1989, pero que después ha sido de uso corriente entre los pichones de dictadores que han tratado de ponerle la bota a sus países en las últimas dos décadas.

Gente del tipo Slobodan Milosevic, Saddam Hussein, Alberto Fujimori, Charles Taylor y Mengistu Haile Mariam.

 
 

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