Creo
que buena parte del estupor que dejó en el país y en el
continente los discursos de Chávez estrenándose como
profeta armado restaurador del socialismo del siglo XX, no
proviene tanto del miedo que tal atropello contra natura
pueda provocar, como del hecho insólito de que en la
primera década de la nueva centuria un caudillo patético
por su vesania e irresponsabilidad piense que tal
esperpento tiene alguna viabilidad.
Y es aquí donde Chávez tiene asegurado un lugar en la
historia como auténtica curiosidad psíquica, ya que
difícilmente puede rastrearse en los 5 mil años de curso y
decurso de la humanidad, otro personaje que tan consciente
y arrogantemente actúe para perjudicarse a sí mismo y a
quienes dice favorecer.
Los millones de pobres y desamparados de Venezuela verán,
en efecto, cómo en la mediación de pocos años, no solo los
pocos bienes materiales que lograron juntar durante
décadas de trabajo y sacrificios les serán reducidos
rápida e implacablemente a la nada, sino que su propia
dignidad humana pasará a ser una mercancía a tasar en el
mercado donde el caudillo redentor y salvacionista
comprará apoyos y lealtades por una sobrevivencia cada día
más precaria y lamentable.
En cuanto a Chávez mismo, ya lo veremos pasar de un
caudillo tropical, desequilibrado y procaz, pero bien
intencionado, inofensivo y hasta simpático, a un chafarote
con ridículos delirios de grandeza y cuyo diagnóstico
médico habla otra vez de una mente inmadura empeñada en
retrotraer el tiempo y la historia poniéndoles la camisa
de fuerza de un sistema político, económico y social cuya
capacidad para generar miseria solo se compara a la
esclavitud.
Y de manera tan poco original y creativa, como que su
proyecto revolucionario no es más que un engrudo o
sancocho de todas la recetas utópicas que se intentaron
cocinar con resultados indigeribles y vomitivos por lo
menos en los últimos 80 años y en 46 países, y cuyas
secuelas operan de manera tan devastadoras que quienes las
sufrieron, aun de lejos, no quieren ni repetirlas,
recordarlas, ni mencionarlas.
Implementado, además, con los peores métodos del peor
capitalismo, pues en esencia se trata de utilizar los
jugosos recursos de la factura petrolera venezolana para
comprar apoyos y respaldos de dentro y fuera del país, de
modo que ya no quedan gobiernos ni individuos de los que
se acercan a celebrar al jeque dadivoso y dador, que no
salga con la cartera bien proveída.
Lo vimos hace dos días en Managua en la toma de posesión
de Daniel Ortega, donde este exsocialista,
exrrevolucionario y exantiimperialista que proclamó en
cuanto fue electo su adhesión al ALCA, la economía de
mercado y la reconciliación con los Estados Unidos, no
tuvo empacho en suscribirse igualmente al proyecto de
Chávez -un delirio que llaman el ALBA-, pero mientras éste
declaraba que casas, refinerías y petróleo eran la
recompensa por tan taimada deserción.
Pero antes sucedió con Brasil y Argentina, los dos
gigantes sudamericanos en problemas de equilibrio
macroeconómico en razón de la incapacidad de sus actuales
líderes para desprenderse del autoritarismo populista,
pero prestos a beneficiarse con el manirrotismo del
hermano petrolero rico y generoso que ha tirado cerca de
12 millones de dólares en compra de bonos chatarra de la
deuda argentina y de contratos a empresas mixtas
brasileñas cuyos principales accionistas, los estados de
uno y otro país, tratan a Chávez con el lema de: “el
cliente siempre tiene razón”.
Eso a escala internacional, porque en lo nacional también
vimos en diciembre pasado una operación de gran aliento y
de excelente uso de los petrodólares venezolanos para que
más y más votantes, llegados en su mayoría de los sectores
más pobres, pero también de la clase media, y de grupos
empresariales, financieros y tecnocráticos, corrieran a
sufragar por el caudillo redentor, porque lo importante no
es detenerse en miedos lejanos, si lo que hay ahora es una
sociedad de bienestar, con altísimos niveles de consumo y
un acceso irrestricto a cuanto disfrute material creó el
Señor en este valle de lágrimas.
Es así como los índices de venta al menudeo que
registraron comerciantes, importadores, contrabandistas, y
trabajadores informales en diciembre pasado, se colocaron
entre los más altos de la historia económica de Venezuela
y de cualquier otro país de América latina, con una fiebre
consumista que aún se siente en calles, mercados y centros
comerciales de Caracas y ciudades de interior.
O sea, que se trata de la primera revolución en la
historia impuesta a realazo limpio, con la persuasión de
que si me apoyas te doy petróleo gratis, o te lo vendo
barato, te inscribo en las misiones y tienes tu 15 y
último, y si no, retrátate en el espejo de Miguel Insulza,
monseñor Luckert, Alán García, y todos los que de antes y
de ahora tuvieron la osadía de desafiar la arrogancia del
saudismo petrolero y tropical.
Porque se trata, además, de una revolución sin héroes,
mitos ni leyendas; sin historietas que graficar sobre la
rendición de enemigos poderosísimos que cayeron ante la
magia de capitanes de la espada y la pluma del rango de
David, César, Napoleón, Bolívar, Troski, Mao y Guevara;
sin frases de gigantes ante un tropel de enanos en fuga;
sin estrategias tomadas a medianoche y como inspiradas por
el dios de las batallas que hacen de preludio a la toma de
ciudades a caballo y entre multitudes que aplauden en tal
estado de frenesí y adoración que rayan en el espasmo.
No, hablamos de algo más vulgar y corriente, de la
implementación de una cadena de golpecillos de estado de
técnica lamentable y resultados falaces, que, no obstante,
dan ingreso a un asalto al poder, vía electoral, y todo
porque la casta sacerdotal guardiana del templo de la
democracia había decidido jubilarse y retirarse a
disfrutar los dividendos de otra bonanza petrolera.
Pero por eso mismo un proceso en estado y espera de la
oportunidad que permita troquelar héroes y leyendas, no
importa si se forjan en escenarios propios o extraños, en
países de América, Asia y África, con tal que el
comandante en jefe pueda retratarse con la doble canana de
Pancho Villa, mientras proclama en frases altisonantes y
actos públicos que él también tuvo sus batallas de
Mogadiscio y de Cuito Canavale.
De modo que no fue el caudillo redentor y profeta armado
quien terminó de hacer el trabajo de la toma del poder,
sino una traílla de lobos viejos y desdentados, pero
terribles y diabólicos de los dos bandos que, unos por la
jubilación, y otros por los emolumentos, corrieron a
entregar a la nueva élite una presa esquilmada de la cual
siempre se piensa, sin razón, que no le queda gota que
ordeñar.
En definitiva, una revolución cuya génesis es la negación
de toda revolución y que solo a punta de gritos y no de
hechos pasados y presentes, intenta establecerse como
realidad, viabilidad y posibilidad.
De ahí que sea también el fenómeno político con un uso más
abusivo y repulsivo de los medios de comunicación de
masas, con una escala de penetración en calles, casas,
escuelas, cuarteles, hospitales, selvas, llanos,
desiertos, montes y sabanas que deja pálidos a los que se
intentaron en tiempos de Stalin, Hitler, Mussolini, Mao y
Castro.
Una cruzada para imponerse con la violencia del ruido que
fue experimentada por primera vez por las tropas
norteamericanas que invadieron Panamá en 1989, pero que
después ha sido de uso corriente entre los pichones de
dictadores que han tratado de ponerle la bota a sus países
en las últimas dos décadas.
Gente del tipo Slobodan Milosevic, Saddam Hussein, Alberto
Fujimori, Charles Taylor y Mengistu Haile Mariam.