Parece
cosa de brujería, pero en dos semanas a la revolución se
le cayeron el pelo y los dientes, le salieron arrugas y
jorobas, aumentó 30 kilos, tiene síntomas alarmantes de
mal de Parkinson y ahora es una anciana tembleque que no
se atreve a cruzar la calle a menos que manos piadosas la
ayuden a evitar el tráfico y advertir los semáforos.
Envejecimiento prematuro que es más aparente que real, ya
que si hace tiempo hubiéramos notamos que padecía de
sordera crónica, que repetía como lora cuentos y fábulas
oídos en su más lejana infancia dicen algunos que en Cuba
y otros en Rusia y China; pero sobre todo, que desde que
tuvo uso de razón se enamoró locamente de un viejo verde
de 80 años que en ningún sentido podía satisfacerla,
habríamos convenido que nunca había sido joven, que era un
paquete de esos con que engañan en algunas islas del
Caribe a turistas de la tercera edad, y que más temprano
que tarde vendría un vientecillo, una frase, una minucia
que la pondría en evidencia …y en su sitio.
Pero los petrodólares lo pueden todo y no puede negarse
que contando en sus chequeras con todo lo que una mujer
madura puede desear para continuar siendo atractiva, pues
Doña Revolución la dio por coleccionar amantes, tuvo a sus
pies empresarios, banqueros, poetas, cineastas,
presidentes, jefes de estados, príncipes, reyes y
emperadores en lo que no era otra cosa que un vulgar y
escandaloso “acoso sexual” que se simulaba en hoteles 5
estrellas, torres de petróleo, limusinas, tanqueros,
aviones privados, refinerías y bombas de gasolina.
Digamos que países y pueblos enteros se le rindieron,
cardenales y obispos, sindicatos y corporaciones, escuelas
de samba y equipos de deportivos, partidos políticos y
gobiernos, revoluciones y universidades, porque es que era
muy fácil guiñarle el ojo, insinuarle que había
disposición para ir a los papeles, para que Doña
Revolución se derritiera y empezara a repartir.
Y cómo no iba a ser así, si el amor de su vida, su
príncipe azul, su alma gemela y complemento divino padecía
de 80 años, estaba un día enfermo y otro también, tenía
que hablarle por señas por que ya no le salía la voz y se
dormía a toda hora con la duda de si volvería a despertar.
Pero nada que intimidara a la futura viuda, que en honor a
su amado decidió hacer una réplica del país donde había
nacido, crecido, vivido, gobernado y fenecido, un país con
un solo periódico, una sola radio y una sola televisión,
sin libertad sindical ni autonomía universitaria, sin
militares apolíticos ni ciudadanos libres, sin propiedad
privada, ni libertad de reunión y de movimiento.
Eso sí, con muchas cárceles, muchos cuerpos policiales, un
presidente vitalicio y una futura sucesión dinástica donde
todo quedaría en familia.
Y en esto andaba Doña Revolución cuando despertó una
mañana oyendo una tormenta de gritos, de voces, brazos y
puños airados que jamás había escuchado, o bien porque la
sordera no la dejaba, o porque nunca se habían atrevido a
gritar.
Y según trataba de entenderlos, comprendía que se
expresaban en un lenguaje que no era para señoras de la
tercera edad, para las que, como ella, jamás había sido
joven, ya que se la pasaba tratando de hacer realidad un
pasado aprisionado en el tiempo, de cuentos y fábulas que
había oído en su más lejana infancia y solo podía regresar
por la vía del esperpento, el adefesio y la caricatura.
Tiempo entonces de mirarse al espejo y reconocer que su
tiempo había pasado, de encontrarse en una novela de Oscar
Wilde, “El retrato de Dorian Gray”, o en un cuento de
Rómulo Gallegos, El Crepúsculo del Diablo, donde un
paisano se disfraza de diablo en el carnaval y aterroriza
a los viandantes simulando que venía del mismo averno.
Pero pasa el tiempo y con él, el atraso, llegan los
tranvías, los teléfonos y la luz eléctrica y los
transeúntes descubren que no puede haber diablos y nuestro
disfrazado desaparece acosado por una poblada que no puede
perdonarle su estafa e impostura.
Situación extrema que no tiene por que ser el caso de Doña
Revolución, si es que va al geriatra y aprende a
comportarse de acuerdo a su edad.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |