La
definición del socialismo chavista como una variante de la
estatocracia latinoamericana que puede muy bien precisarse
en el propósito de derivar el poder político del uso y
abuso de los medios, emergió horas después de la intentona
golpista del 4 de febrero del 92, cuando un Chávez
derrotado y en espera de que los vencedores lo aventaran a
la cárcel por 10 o más años, electrizó al país con
aquellos primeros 5 minutos ante las cámaras de televisión
que lo convirtieron durante meses en el dueño y señor de
los horarios estelares.
Y aquí es posible que el teniente coronel se encontrara,
como en otras oportunidades de su carrera, con una
realidad que no estaba buscando, y que desde su mentalidad
cuartelaria, provinciana y ágrafa ni siquiera sospechaba
que existía, como es que, dada la profunda revolución
tecnológica experimentada desde mediados de los 70 en las
comunicaciones a distancia (en todo lo que se da en llamar
TIC o telemática), los medios habían pasado a ser un
contrapoder en capacidad de enfrentar, desafiar, derrotar
y suplantar a los otros poderes.
Imprescindibles si se quería, desde la oposición o desde
el gobierno, arrollar a cualesquiera que se atrevieran a
oponerse al poder por establecer o establecido, como que
de lo que se trataba era de “conectar” con los millones de
receptores pasivos de la televisión y la radio y
ganárselos, motivarlos y movilizarlos para convertirlos en
soldados de la cruzada tras la cual estaba la utopía de
tomar el cielo por asalto.
De ahí que el fracaso político y militar del 4 de febrero
del 92, también puede definirse como el éxito formatriz
del Chávez mediático, como el punto de inflexión que da
lugar a que el tropero de mediana graduación intuya o
comprenda una verdad que se había venido desplegando desde
la guerra de Vietnam: las victorias o derrotas en los
campos de batalla, tenían que empezar siendo victorias o
derrotas en los medios masivos de comunicación.
Y nace así el Chávez estrella de los micrófonos y las
cámaras de televisión, el declarador, opinador, expositor
y cuentacuentos de cuanto entrevistador de radio,
televisión o impresos que se aventura por la cárcel de
Yare, y viola la vigilancia o gana la complicidad de
guardias y directivos, se engolosina oyendo al profeta y
“ángel rebelde” que todavía se muestra reacio a confesarse
populista, tribal, totalitario y antidemocrático.
Un Chávez ávido de conocer y reunirse con José Vicente
Rangel, Alfredo Peña, Napoleón Bravo, Ángela Zago, Ignacio
Quintana, Laura Sánchez, Miguel Salazar, y todos aquellos
comunicadores que por referencia, o experiencia personal,
sentía propicios a simpatizar con sus ideales
redencionistas, con su propuesta política y económica
igualitaria y fundacional.
El segundo golpe de estado en el que Chávez participa, el
del 27 de noviembre del mismo año, trae ya un teniente
coronel que, si bien es marginado por un grupo de
oficiales de la Armada y de la Fuerza Aérea que aspiran,
tanto a derrocar a Carlos Andrés Pérez, como a poner fin a
la influencia del restaurador del golpismo y del Ejército,
tiene ya la suficiente experiencia en el manejo de los
medios como para entender que, desde la cárcel y preso,
puede hacer una jugada que desplace de la pantalla chica y
la radio a sus “imitadores”, y sea él, el golpista
original, el que termine alzándose con los méritos de otra
asonada política y militarmente fracasada, pero
mediáticamente exitosa, exitosísima.
Es así cómo se hace grabar en Yare un video ramplón pero
eficaz (o mejor dicho, eficaz por lo ramplón), ordena a
unos oficiales chavistas infiltrados en el golpe del
contralmirante Gruber que lo trasmitan en el canal 8 en
lugar de uno que a su vez habían grabado los neo golpistas
anunciando el inicio y razones de la operación, y por esa
vía, Chávez, no solo deja otras palabras para la historia
de la cursilería nacional (“el horizonte azul de la
esperanza” decía en un momento), sino que es el único
ganador en la nueva catástrofe del golpismo militar
tardío.
Los dos golpes de estado fallidos, en consecuencia, y su
corolario, los años de Yare, pasan a ser entonces el
aprendizaje que abre el camino para que la pérdida de
poder político real que comporta el haber participado en
dos intentonas golpistas de amateurs, se compense con una
enorme exposición en la televisión, la radio y la prensa,
para que no haya un solo día, una sola hora, un solo
minuto, en que el prisionero no sea noticia.
Estrategia que se despliega sobre todo cuando Chávez,
salido de la cárcel, debe ahora asumir la tarea de
construir un partido o movimiento político y seguir
adelante con el plan: o de conquistar el poder con otro
golpe de estado, o participar en unas elecciones que lo
lleven a buscar el voto de las mayorías para lograr a
través de las urnas, lo que le había sido negado por su
incompetencia como oficial.
Es por eso que cuando Chávez gana las elecciones en
diciembre del 98, su primer gabinete y equipos de gobierno
estaban plagados de comunicadores, periodistas,
reporteros, locutores y anclas del espectro
radioeléctrico, que no estaban ahí porque pertenecieran a
las llamadas fuerzas del Bloque del Cambio, sino por
derecho propio, porque habían hecho méritos específicos
como asesores de campaña, militantes de la revolución, o
“tontos útiles” que desde sus programas o columnas
alimentaban una labor de zapa que más que nunca se
consideraba capital, cardinal y estratégica.
Pacto de diablos al que también se agregan periodistas
cercanos no oficialistas que tenían programas importantes
en canales de televisión y emisoras importantes, políticos
decepcionados de la democracia pero ingenuos (los “tontos
útiles” de toda historia), analistas, historiadores y
ensayistas que mantienen vivas las llamas de la redención
que posteriormente habrían de incendiar la pradera.
Pero esta era justamente la situación que no podía
prosperar, pues es una ley de la telepolítica que
apoyarse, usar y abusar de los medios para tomar el
estado, no quiere decir otra cosa que enfrentarlos y
arrollarlos cuando los medios, en particular o como
sistema, regresen al rol que le es ínsito: comportarse
como contrapoder e instrumento de la sociedad civil y
democrática en su lucha contra la naturaleza del estado,
que, de acuerdo a la definición de la democracia liberal,
no es otra que extralimitarse en el ejercicio del poder.
Frontera que es también la que conduce a unos a la
democracia y a otros a la dictadura, y después de la cual,
solo cabe esperar: o que los medios, apoyando a las
fuerzas democráticas y a la sociedad civil, obliguen al
dictador a respetar la ley y el estado de derecho y
gobierne en defensa y protección de los principios y
garantías constitucionales; o que el dictador se convierta
en un mediófago, en “un ogro misantrópico” (Colette
Capriles dixit), que engulle medio tras medio, se reserva
la tutela y patria potestad de la libertad de expresión y
decide, en base a un canon casuístico, personal y
revolucionario, quién está y quién no está al margen de la
ley.
Pero no se piense que Chávez lleva a cabo la mediofagia
estatal exclusivamente para expulsar a los medios y a los
hacedores de medios de “su” república, pues también, y
paralela y principalmente, pasa el mismo, como jefe y como
estado, a ser el MEDIO, el Gran Medio, el Medio Absoluto y
Total, como que desde ahora, no habrá un solo momento en
la gestión gubernamental que no sea mediatizable, que no
se haga, no para complacer a los beneficiados y usuarios,
sino para que se exponga en las pantallas de televisión,
las ondas de la radio y las primeras páginas de la prensa
como misil o lanzallamas que aplasta adversarios y suma
adeptos.
Es así cómo, para los 26 millones de venezolanos que han
vivido y padecido durante estos 8 años la experiencia de
la revolución bolivariana, la política y la historia
también podrían cifrarse en la liquidación lenta, pero
implacable de los medios privados e independientes, y al
lado, la construcción de un sistema de medios estatal cuyo
sujeto, objeto, ancla y tierra es un “Big Brother” que nos
quiere tanto, que solo nos deja unas pocas horas para la
intimidad de nuestras vidas.
Pero también un Gran Hermano propietario de 350 canales de
televisión, unas 500 emisoras de radio, y miles de
periódicos y revistas con los cuales también se busca
ahogar, por el simple recurso de la cantidad, las voces
que cada día serán más débiles y minoritarias.
Véase si no, el caso de la señal de RCTV, dentro de unos
meses propiedad del Estado, que es como decir de Chávez,
pues a partir de esa fecha él será su única noticia,
concursante, comiquita, receta de cocina, horóscopo y
protagonista de telenovela.
“Y las que faltan” declara el gobernador del Estado
Miranda, Diosdado Cabello, anticipando los tiempos en que
los meses y años podrán señalarse por lo cantidad de
medios caídos.
Y es desde esta perspectiva que puede hablarse de Chávez
como padre y fundador del socialismo mediático o
telesocialismo, ya que Lenin le debía el poder a los
bolcheviques, Mao a los soldados del Ejército Rojo que
formó en la Gran Marcha y las cuevas de Yenán, y Castro a
los guerrilleros de la Sierra Maestra y los mártires de la
lucha urbana cubana; pero el líder bolivariano las perdió
todas en la política y la guerra para anotarse éxitos
portentosos en la televisión, la radio, y los medios
impresos que fueron la causa eficiente de su reconversión,
de jefe político y militar fracasado, en líder máximo de
la revolución venezolana, latinoamericana y mundial.
Y debe ser por eso que el periodista argentino, Andrés
Oppenheimer, lo reconoce también como el fundador de una
corriente ideológica que llama el “narciso-leninismo”, que
lo hace, al parecer, poco propicio a competir con otros
medios que no sean los del propio Chávez.