Fueron
dos las reuniones donde el parlamentario, mayor retirado y
chavista originario, Francisco Ameliach, fue sentado en el
banquillo de los acusados, sometido a interrogatorios y
conminado a retractarse de las declaraciones que había
dado una semana antes cuestionando la existencia del PSUV
y criticando los artículos de la reforma constitucional
que ideologizan a la FAN y borran del mapa a la Guardia
Nacional.
Dos herejías que apuntan, primero, al corazón del consenso
partidista y gubernamental que busca imponerles
fraudulentamente a los venezolanos un sistema político,
económico y social que no se ha debatido, consultado, ni
comparten; y segundo, a una supuesta unidad castrense que
le permitiría a Chávez disponer de las armas si es que,
como proclama a diario, tiene que imponerse por la fuerza.
Y detrás de las cuales es razonable suponer que están el
general de 3 soles y ex ministro de la Defensa, Raúl
Baduel, pues recogen algunas de las ideas del discurso que
pronunció en julio pasado con motivo de su pase a retiro
en el patio de honor de la Academia Militar; el
defenestrado pero todavía aspirante a regresar al tiempo
en que la revolución podía tomarse como un movimiento de
cambios rechazado pero tolerado, exvicepresidente, José
Vicente Rangel; y diputados, y gobernadores y alcaldes
confundidos y desconcertados por el rumbo que tomó desde
diciembre el proceso que alguna vez se presentó como
democrático, participativo, humanista, plural e
igualitario.
Sacudido el primero por los capítulos de la reforma que
convierten a la FAN en el partido en armas del presidente
y los grupos que lo apoyan, por la cubanización que se
impone con rigor y retaliación en cuarteles e
instalaciones militares, y la superposición de la milicia
a los 4 componentes regulares de la FAN que pasarían a ser
complementarios y subordinados; y los segundos, por la
amenaza de que al emerger Chávez como el monarca absoluto
de un estado cuya constitución “legaliza” su dominio sobre
la vida y hacienda de los venezolanos, es inevitable que
una ola de purgas y confiscaciones se pondrían a la orden
del día.
Y con ellos los que no aparecen, o simulan ser neutrales o
indiferentes, pero que son tan, o más activos que los
alzados, oficiales activos y retirados, comandantes de
unidades y personal de tropa, convencidos de que la guerra
contra Chávez, no solo no termina, sino que apenas
comienza.
De modo que razón de sobra tiene “el líder máximo de la
revolución continental y mundial” al concluir que, en el
caso de Ameliach, no se trata de la disidencia de un
individuo que aspira a plantear y discutir sus puntos de
vista, a convencer o a que lo convenzan, a promover su
causa y exponerla en un cierto clima de distensión y
legalidad, sino de la punta de lanza de todo un
movimiento, de toda una facción protestataria y disidente
que se prepara a enfrentar con todo a la ofensiva
anticonstitucional, dictatorial, dinástica y totalitaria.
De ahí que a punto de ser acorralado, y con el fantasma
del 11 de abril del 2002 calándole los huesos y los
nervios, Chávez reaccionara de la única manera que conoce
y domina un militar marxistizado para quien la política es
cuestión de órdenes del día y celdas de castigo, juicios
sumarios y paredones de fusilamiento, pasando rápidamente
a confrontar, descalificar y devaluar a Ameliach como paso
previo a convocarle un Tribunal Disciplinario o Concejo de
Guerra cuya sentencia ya estaba redactada, lacrada y
guardada en la guerrera del caudillo.
Resuelta e instrumentada, puesto que, aparte de
militarista, el chavismo es también el último retoño de
las revoluciones marxistas que colapsaron en las últimas
décadas del siglo XX y dejaron tan buenas y eficaces
lecciones en cuanto al tema de cómo acosar, quebrar,
anular y destruir al enemigo, haciéndole perder vida,
libertad y honra, empujándolo a la muerte política, el
exilio, la cárcel o el patíbulo, pero no sin antes darle
vivas a la maquinaria, al proceso y los verdugos que lo
aniquilaron.
Hablamos por supuesto del mecanismo de la “Confesión” que
estrenó, institucionalizó y standarizó Stalin durante los
años 30 en la Unión Soviética y mediante la cual un
militante revolucionario sospechoso de dudar, renegar o
conspirar contra la verdad revelada que era en aquel caso
la dogmática marxista encarnada en la dictadura stalinista,
era sometido a presiones, maltratos, torturas y forzado a
confesar crímenes que no había cometido.
Autoinculpación que se justificaba con la fórmula, según
la cual, era preferible estar equivocado en el partido y
la revolución, a tener la razón en las filas de los
capitalistas, de los burgueses y la contrarrevolución.
Pero no antes de exponerlos al desprecio público, de
hacerles confesar crímenes y pecados imposibles haber
pasado por su mente, de pedir perdón y proclamar de la
manera más estentórea y vociferante su fidelidad al Único,
al Comandante en Jefe, al Caudillo, al Padrecito.
Tal cual hizo el mayor retirado, Ameliach, en una rueda de
prensa el miércoles pasado, y donde, después de renegar de
las opiniones que sostenía desde hacía meses, “confesó”
haber pecado contra Chávez y la revolución, pidió perdón,
se arrodilló y puso la cabeza para que el Comandante en
Jefe haga con él lo que le venga en gana.
Desde luego que no estoy haciendo un símil fácil entre la
situación de Ameliach y la de los Juicios de Moscú, las
reeducaciones de la Revolución Cultural China, y las
confesiones de Heberto Padilla y el general, Arnaldo
Ochoa, en la Cuba castrista, pero si llamando la atención
de que Venezuela podría estarse aproximando al tiempo en
que para ser “inocente” hay que arrodillarse, pedirle
perdón y jurarle fidelidad a Chávez.
Como lo entendió el tropel de asambleístas que firmó una
carta al Líder Supremo apoyando los señalamientos de
Ameliach, y los cuales, extremaron el miedo, la sumisión y
la obsecuencia, no solo negándole cualquier respaldo y
solidaridad al mayor retirado, sino jurando que tal carta
no había existido.
“Si Chávez dice que la carta existió, existió; y si dice
que no existió, no existió” dijo un diputado Hernández en
el colmo de la genuflexión, y tratando de limpiarse de una
mancha, un pecado, una falta cuyo castigo podía estar
suspendido, pero no purgado.
Porque es que en el mecanismo de la Confesión, un pecado
siempre es un pecado, y por más que el pecador se
arrepienta, cargará de por vida la cruz de la sospecha, la
letra escarlata de los renegados, el signo de la rebelión
que lo incapacita para figurar a la diestra del Dios
Padre.
Lo cual no hace sino colocarnos en la dinámica de los
perseguidos y los perseguidores, de los cazados y los
cazadores como que, después de Ameliach, el país pasa a
constituirse en un tribunal de inquisidores cuyo rol será
descubrir, denunciar, acusar e instruir los procesos de
quienes se aparten de la ortodoxia y de la adoración a Su
Majestad, Hugo I.
Por último, no quiero terminar sin compartir una frase que
puede leerse en el capítulo “El estalinismo y el síndrome
de la herejía” del clásico “El siglo soviético” del
historiador polaco, Moshe Lewin:
“La caza del hereje está en el centro de la estrategia
estalinista y de la construcción del culto a la
personalidad. En efecto, lo que justifica el empleo del
término «culto», tal como lo entienden los católicos o los
ortodoxos, no es tanto la atribución de cualidades
sobrehumanas al dirigente supremo, como el hecho de que el
ejercicio de este culto reposa sobre una verdadera
tecnología de la caza del hereje, las más de las veces
creado artificialmente. Como si, privado de este arco de
bóveda, el sistema no pudiese existir. De hecho, la
persecución de los herejes ha constituido la estrategia
psicológica y política óptima para justificar el terror en
masa. En otras palabras, el terror no era una respuesta a
la existencia de herejes; éstos eran inventados para
legitimar el terror, del que tenía necesidad Stalin”.