Es
algo más que un deseo decir que frente al Chávez que
reconoció la madrugada del lunes que su propuesta de
reforma constitucional había sufrido una derrota clara e
irreversible, solo queda un camino: optar por un modelo
civilizado de socialismo, de contenido democrático y
humano, dinamizado con estricto apego a la ley, y donde la
urgente necesidad de que Venezuela acometa las tareas para
convertirse en un país justo e igualitario, sea imposible
si no se sacrifican las libertades ciudadanas, el respeto
a los derechos humanos como valor absoluto y no relativo
de las contingencias políticas, se colectivice la economía
y el estado pase a ser el centro del que parten los hilos
para controlar, desde las asuntos más nimios, hasta los
más transcendentes de la sociedad.
Plataforma, que no es que no se hubiese implementado,
desarrollado y profundizado durante los 8 años de la era
chavista, sino que estaba mediatizada por disposiciones y
artículos del pacto constitucional vigente, la
Constitución del 99 que también llaman “bolivariana”,
donde el centralismo, el militarismo, el estatismo y el
ultranacionalismo coexistían con principios que protegían
las garantías ciudadanas, el estado de derecho, la
pluralidad y la diversidad.
Digamos que la reforma fue una intentona por barrer con
los últimos vestigios democráticos de un pacto
constitucional que, si bien ya acusaba los rasgos
autocráticos de su promotor y factor, no llegaba a las
aberraciones del modelo totalitario que terminó siendo el
norte y objetivo central del teniente coronel.
Por eso su derrota no llegó por la vía de los votos de una
oposición cansada, escéptica y que había caído en la
trampa, típicamente fascistoide, de devaluar y no
concederle ninguna eficacia al voto.
No era, por cierto, la experiencia del llamado pueblo
chavista, el cual le debía toda “su” ilusión de poder al
voto, y pensaba, con justa razón, que era la herramienta
adecuada para derrotar a la constitución totalitaria de
nuevo cuño y de socialismo del siglo XXI.
Es, por lo menos, lo que revelan las actas de totalización
de los votos, las cuales permiten conocer que, con una
abstención del 45 por ciento que razonablemente puede
atribuirse de por mitad al chavismo y al antichavismo,
deja una participación del 55 por ciento de electores que,
divididos de nuevo por 2, le asignan un 23 por ciento a la
oposición (NO) y 22, 50 por ciento al gobierno (SI).
De modo que lo que llega alcanzar el chavismo es el apoyo
del 22,50 por ciento de los que participaron (un 55 por
ciento), que confrontado con el 23 por ciento de los que
votaron por el NO, y el 45 por ciento de los que se
abstuvieron, le propina un fulminante derechazo al mentón
del 68 por ciento de rechazo.
Y por esa vía arribamos a la conclusión epicéntrica del
evento que terminó en la madrugada del lunes: Chávez no
fue derrotado por la oposición que con toda justicia ha
sido ubicada en la clase media y fue un componente
importante en el total de la abstención, sino por sectores
del pueblo chavista que le han dicho adiós al comandante
en jefe, están ubicados mayoritariamente en las barriadas
populares de Caracas y del interior y pasa ahora a ser un
componente clave, sino esencial, de la nueva oposición.
La cual seguramente va ser absorbida, o va absorber al
sector tradicional de la oposición, en una dinámica en la
cual una y otra resultaran renovadas, transformadas y
redivivas.
Situadas frente al caudillo redentor que tendrá la opción
de arrollarlas y volver la página hasta donde la dejó en
la madrugada del lunes, o ser arrolladas por ellas.
No será en días, ni semanas, pero sí en un mes de la
primera mitad del próximo año en que la Venezuela que
Chávez creó pueda decirle que ya no lo necesita.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |