No
pasó mucho tiempo de aquel “Con mi whisky no te metas” con
que cierta élite opositora advirtió que Chávez venía con
la idea de someterla a una dieta de “jugo y guarapo de
papelón”, para que otra élite, “la chavista”, se
enfrentara al asceta y mendicante teniente coronel con el
grito de: “Con mi Hummer no te metas”.
Incidente que es fundamental para entender cómo mientras
la revolución le arrebataba sencillos gustos a la minoría
desalojada del poder, le creaba escandalosos privilegios a
la que ascendía, ahora sí para demostrar que venía en
ánimos de establecerse, consolidarse y perpetuarse.
Lo digo porque no es lo mismo proveerse de media docena de
cajas de Buchanan 18 durante un año (que es lo máximo que
un mortal con su familia y amigos pueden consumir en 365
días) y cuyo costo no alcanza los 15 millones de
bolívares, que pasar a ser propietario de una poderosa
máquina de guerra de fabricación gringa, de lujo y alta
cilindrada, bautizada en la Primera Guerra del Golfo y
cuyo costo se eleva a los 300 millones de bolívares.
Pero muy del gusto de la vanguardia revolucionaria,
militarista y socialista siglo XXI, pues, aparte de
mantenerla en la ilusión de que está en plena guerra,
arrollando, destruyendo y pulverizando enemigos, no la
aleja de la pantallería, distancia y nuevorriquismo que es
el sello del rentismo petrolero venezolano de todos los
tiempos y repúblicas.
Siempre he dicho que jamás he visto una cara de felicidad
más realizada que la de un venezolano cuando le entregan
un carro nuevo, le dan la llave, sale a dar el paseo de
prueba, y le grita al primer amigo o vecino que se le
atraviesa: “¿Qué tal?”.
Estado beatífico que ni remotamente se compara con el del
revolucionario bolivariano y socialista siglo XXI que
recibe su primera Hummer, le da el vistazo inicial de
propietario, le pasa la mano por la carrocería, el
tablero, los cauchos, habla con ella, la acaricia, le
susurra algo al oído y después la ve estacionada frente a
sus oficinas en Fuerte Tiuna, ministerio, gobernación,
alcaldía, instituto autónomo, empresa del estado, o
sencillamente en el garaje de su casa.
Pero sobre todo, fisgoneada por curiosos, envidiosos y
escuálidos que no pueden entender que de las propias
entrañas (más bien bolsillos) de la revolución que vino a
salvar a los pobres de Venezuela y el mundo, a crear la
igualdad, la justicia y el bien absolutos, haya salido tal
magia, tal poema de ingeniería y aerodinámica automotriz.
Fabricada en los talleres más agresivos del imperio, de
aquellos donde también se laminizan tanquetas,
patrulleras, avionetas y helicópteros ligeros que cumplen
un papel auxiliar insustituible en las guerras que Estados
Unidos apoya o lleva a cabo en el mundo para meter en
cintura enemigos abiertos o embozados.
Y creo yo que debió ser pensando en todo esto que el
presidente Chávez decidió declarar la única guerra que de
verdad tiene posibilidad de emprender durante los años que
le restan de mandato, la guerra contra el whisky y las
camionetas Hummer, dirigiendo su poderío militar, a los
Kalashnikov, los aviones Sukhoi, los helicópteros MIR y
los submarinos 600, no a las playas de Estados Unidos
donde aguarda la guerra asimétrica o de cuarta generación,
sino a las playas de Margarita y La Guaira que es por
donde llegan y distribuyen a todo el país las reservas de
aquavitae y los pecaminosos rústicos.
A este respecto le recomiendo al jefe de estado que se
meta un puñal sobre la Ley Seca que se implementó en USA
(otra vez los gringos) durante los años 20 del siglo
pasado para acabar con el consumo de alcohol, y en cuando
a vehículos, creo que lo talibanes arrasaron en Afganistán
con todo bicho de ruedas en la idea de volver a los
tiempos del Profeta en que se andaba en camellos.
En todo caso, una guerra descabellada, imprudentísima,
puritanísima, ya que si a los revolucionarios bolivarianos
y socialistas les quitan sus Hummer, a los opositores el
whisky y a los pobres la leche, la carne, el azúcar, el
maíz y el trigo que ya no encuentran por ninguna parte,
entonces puede apostarse que los días de Chávez y su
revolución están contados.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |