Si
hay que guiarse por el discurso que masculló Chávez el
viernes en la noche en el mitin de cierre de su campaña en
la avenida Bolívar, debemos convenir entonces que, no solo
no reconocerá un triunfo eventual de la oposición, sino
que está dispuesto a convertir su derrota en victoria a
través del fraude y la violencia extrema.
Escenario, que no es que no estaba en los pronósticos de
analistas, expertos, encuestólogos y parasicólogos, sino
que por la oportunidad y el dramatismo con que se anunció,
tomó el perfil de credibilidad que debe atribuírsele a
quien hace tiempo da síntomas de un mesianismo desbordado,
religioso, sin cura y cada vez más rayano con los
desvaríos alucinógenos, la logoadicción y la locura.
De ahí que conociendo que se trata de una enfermedad
contagiosa que pasa rápidamente del perímetro personal al
colectivo, y que no seríamos la primera ni la última
sociedad en ser arrastrada a un holocausto por la sola
decisión de un demente, me he dado en formularme algunas
preguntas que deseo compartir con mis lectores:
¿Cuenta Chávez todavía con los recursos políticos y
militares para llevar adelante un cambio brutal de
estrategia que implicaría, tanto la adopción de una
economía de guerra, como la instauración de un clima de
confrontación civil que harían absolutamente inviables, no
solo el proyecto de socialismo de siglo XXI que con tanta
alharaca promueve por el mundo, sino igualmente la
posibilidad de que pueda permanecer, no digo años, sino
meses en el poder?
¿No está claro que en el tema concreto de la reforma
constitucional perdió la mayoría que hasta ahora lo había
secundado en su aventura nacionalista y populista, que la
FAN está dividida no en dos sino en varios toletes, que la
“vanguardia” de la revolución, el PSUV, sigue empollando y
no termina de salir del cascarón para respaldarlo y
acompañarlo en su llamado a la dictadura totalitaria y
vitalicia, y que, con lo que realmente cuenta es con una
casta de burócratas y nuevorricos que se han enriquecido
escandalosamente, que ya colocó en resguardo sus activos
líquidos en el exterior y no dudaría en abandonarlo en
cuanto sienta que ya la revolución no es la cueva de Alí
Baba que tan eficiente ha contribuido a su salud
capitalista, financiera y seudoempresarial?
Y en cuanto al exterior: ¿No concluyó Chávez en un
militarejo descapitalizado, sin el respaldo, simpatía,
afecto, y beneficio de la duda que tantos puntos le
granjeó en sus primeros años de gobierno, devenido ahora
en un diccionario ambulante de palabras y frases gruesas,
subidas de color, de las que llaman “coloradas”, de origen
sainetero y burdelero y cuya única eficacia es desatar
olas de asombro y repudio mientras se oyen, ganar
titulares en los medios mientras se recuerdan y obligar a
los socios a portarse bien si no quieren que el malhablado
les quite los envíos de petróleo o les nacionalice los
bancos?
¿No tiene ya enfrente a la Unión Europea como consecuencia
de su refriega con el monarca español, Juan Carlos de
Borbón, y a más de la mitad de América latina por sus
guerras verbales recientes contra los presidentes de Chile
y Colombia, y menos recientes, contra los de México y
Perú, y a los Estados Unidos de Norteamérica, que, como es
consenso de analistas políticos, sociólogos e
historiadores, al igual que Dios, “tarda, pero no olvida”.
La prensa internacional ¿ya no dejó de ver a Chávez como
un Robin Hood de los trópicos, bien intencionado en sus
propuestas de llevarle bienestar, justicia e igualdad a
los más pobres para percibirlo como el militar
latinoamericano de siempre, hambriento de poder aun a
costa de hacerse pasar como revolucionario, y decidido a
convertir a Venezuela en su hacienda, ahogando los últimos
espacios que quedan para el ejercicio de las libertades
ciudadanas y eregirse en el primer dictador totalitario
del siglo XXI continental y mundial?
Preguntas cuyas respuestas no me llevan sino a concluir
que, de ser ciertas las amenazas proferidas por Chávez en
su perorata del viernes contra el mundo en general y
Venezuela en particular, no es para otra cosa que para
imponerle a los venezolanos una dictadura de tipo
asiático, como las que mantienen en Myammar los llamados
generales innominados y en Corea del Norte, el príncipe
heredero de Kim Il Sung, Kim Jong-il, famosas, no solo por
sus intentos de reducir a la oposición a sangre y fuego,
sino igualmente por el increíble desprecio con que toman
las protestas de la comunidad internacional.
Sobreviviendo, por tanto, a causa del terror que aplican y
promueven, o por la dependencia de algunos países o
sectores sociales del suministro de una droga adictiva que
el subsuelo del país del dictador produce en abundancia y
de manera relativamente fácil y que en el caso de Myanmar
es el opio, y en de la Venezuela de Chávez, el petróleo.
En definitiva, todo lo que configura un “Estado Forajido”,
que son excrecencias históricas más toleradas de lo que se
piensa, y que no obstante el daño que provocan y los
rechazos que los rodean y acosan, pueden durar decenas, y
hasta veintenas de años.
No será, sin embargo, el caso del “Estado Forajido” que
Chávez anunció el viernes como consecuencia de su
desconocimiento del resultado electoral de hoy domingo,
pues habría que anotar que, a la desventaja intrínseca que
representa el estar enclavado en un costado próximo al
corazón del mundo occidental, se agrega el tratarse de un
país monoproductor de petróleo, vulnerable a las
dificultades que le acarrearían comportarse como un pirata
al margen de la ley y normativa internacionales.
Pero lo peor sería que con el retroceso a su nuevo status,
Chávez no podrá evitar una lluvia de sanciones políticas y
económicas que rápidamente lo dejarían sin reservas en
monedas fuertes que son el elemento motriz para conservar
la vigencia del proyecto internacional que es tan caro a
toda revolución y muy en especial a la que el teniente
coronel se empeña en llamar “bolivariana”.
O sea, que un aterrizaje forzoso en el infierno de la
soledad y el aislamiento, una caída en el submundo donde
los “por qué no te callas” no serán eventuales sino
habituales y las acusaciones de “expansionismo y apoyo al
terrorismo” el fruto, no de malentendidos efímeros, sino
la consecuencia de políticas permanentes y asfixiantes en
el acoso de una hostilidad internacional que será tan
severa y paralizante como la nacional.
De modo que al asumir la responsabilidad de mapearle a
Chávez los riesgos a que se somete si las bravatas que
soltó el viernes no eran un recurso electoral para tratar
de salvarse, o amortiguar, una derrota que estaban
anunciando los números de todas las encuestas y sondeos,
sino su intento de ir a una “solución final”, también
pensamos que alertamos a la oposición democrática sobre
los retos que se le plantean y que no pueden ser otros que
no cejar en su empeño de descoyuntar la autocracia y estar
rápidamente dispuesta, no solo para insistir en las vías
legales para lograr su objetivo, sino en cualquier otra
que permita enfrentar a un gobierno cuya decisión última
parece ser recurrir a la violencia extrema con tal de
mantenerse en el poder.
Dilema que nos lleva, es cierto, al peor escenario de los
avisorables para el “Día D” del referendo, pero igualmente
al único que le permitiría al pueblo venezolano despertar
de la peor pesadilla experimentada en los casi 200 años de
historia republicana.
Un tragedia atroz, inmerecida, absurda, pero que no está
en nuestras opciones rechazar sin costos, tal le sucede al
que se arriesga a la mordida de una serpiente con veneno
altamente tóxico, el cual no puede aspirar a curarse con
oraciones, sino con la ingestión de un antídoto, o la
amputación del miembro envenenado.
Cualquiera que vio y oyó a Chávez en el mitin de cierre de
su campaña el viernes en la avenida Bolívar sabe que no
estoy exagerando y que, como es usual en el terremoto
psicológico que desploma a todo el que presiente que el
final no está lejos, una explosión de ira que amenaza
transfigurarse en incontrolables hechos de sangre sería la
consecuencia lógica de quien, como el Hitler de la
conmovedora película de Oliver Hirschbiegel y Bruno Ganz,
no acepta que su fin es único, solo, intransferible, sino
que pretende arrastrar a la muerte a quienes lo acompañan,
a quienes lo adversan y a todo un país.
Claro que los discursos no son los hombres, y en
situaciones de quiebra generalizada pueden tomarse como
los simuladores que vadean lo que se ha tornado inapelable
e ineluctable, convirtiéndose en oportunidades para
rectificar y optar entre desaparecer razonablemente o
bufonescamente.
Ojalá sea lo primero.