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El Día-D de Chávez y la oposición
por Manuel Malaver  
domingo, 2 diciembre 2007


Si hay que guiarse por el discurso que masculló Chávez el viernes en la noche en el mitin de cierre de su campaña en la avenida Bolívar, debemos convenir entonces que, no solo no reconocerá un triunfo eventual de la oposición, sino que está dispuesto a convertir su derrota en victoria a través del fraude y la violencia extrema.

Escenario, que no es que no estaba en los pronósticos de analistas, expertos, encuestólogos y parasicólogos, sino que por la oportunidad y el dramatismo con que se anunció, tomó el perfil de credibilidad que debe atribuírsele a quien hace tiempo da síntomas de un mesianismo desbordado, religioso, sin cura y cada vez más rayano con los desvaríos alucinógenos, la logoadicción y la locura.

De ahí que conociendo que se trata de una enfermedad contagiosa que pasa rápidamente del perímetro personal al colectivo, y que no seríamos la primera ni la última sociedad en ser arrastrada a un holocausto por la sola decisión de un demente, me he dado en formularme algunas preguntas que deseo compartir con mis lectores:

¿Cuenta Chávez todavía con los recursos políticos y militares para llevar adelante un cambio brutal de estrategia que implicaría, tanto la adopción de una economía de guerra, como la instauración de un clima de confrontación civil que harían absolutamente inviables, no solo el proyecto de socialismo de siglo XXI que con tanta alharaca promueve por el mundo, sino igualmente la posibilidad de que pueda permanecer, no digo años, sino meses en el poder?

¿No está claro que en el tema concreto de la reforma constitucional perdió la mayoría que hasta ahora lo había secundado en su aventura nacionalista y populista, que la FAN está dividida no en dos sino en varios toletes, que la “vanguardia” de la revolución, el PSUV, sigue empollando y no termina de salir del cascarón para respaldarlo y acompañarlo en su llamado a la dictadura totalitaria y vitalicia, y que, con lo que realmente cuenta es con una casta de burócratas y nuevorricos que se han enriquecido escandalosamente, que ya colocó en resguardo sus activos líquidos en el exterior y no dudaría en abandonarlo en cuanto sienta que ya la revolución no es la cueva de Alí Baba que tan eficiente ha contribuido a su salud capitalista, financiera y seudoempresarial?

Y en cuanto al exterior: ¿No concluyó Chávez en un militarejo descapitalizado, sin el respaldo, simpatía, afecto, y beneficio de la duda que tantos puntos le granjeó en sus primeros años de gobierno, devenido ahora en un diccionario ambulante de palabras y frases gruesas, subidas de color, de las que llaman “coloradas”, de origen sainetero y burdelero y cuya única eficacia es desatar olas de asombro y repudio mientras se oyen, ganar titulares en los medios mientras se recuerdan y obligar a los socios a portarse bien si no quieren que el malhablado les quite los envíos de petróleo o les nacionalice los bancos?

¿No tiene ya enfrente a la Unión Europea como consecuencia de su refriega con el monarca español, Juan Carlos de Borbón, y a más de la mitad de América latina por sus guerras verbales recientes contra los presidentes de Chile y Colombia, y menos recientes, contra los de México y Perú, y a los Estados Unidos de Norteamérica, que, como es consenso de analistas políticos, sociólogos e historiadores, al igual que Dios, “tarda, pero no olvida”.

La prensa internacional ¿ya no dejó de ver a Chávez como un Robin Hood de los trópicos, bien intencionado en sus propuestas de llevarle bienestar, justicia e igualdad a los más pobres para percibirlo como el militar latinoamericano de siempre, hambriento de poder aun a costa de hacerse pasar como revolucionario, y decidido a convertir a Venezuela en su hacienda, ahogando los últimos espacios que quedan para el ejercicio de las libertades ciudadanas y eregirse en el primer dictador totalitario del siglo XXI continental y mundial?

Preguntas cuyas respuestas no me llevan sino a concluir que, de ser ciertas las amenazas proferidas por Chávez en su perorata del viernes contra el mundo en general y Venezuela en particular, no es para otra cosa que para imponerle a los venezolanos una dictadura de tipo asiático, como las que mantienen en Myammar los llamados generales innominados y en Corea del Norte, el príncipe heredero de Kim Il Sung, Kim Jong-il, famosas, no solo por sus intentos de reducir a la oposición a sangre y fuego, sino igualmente por el increíble desprecio con que toman las protestas de la comunidad internacional.

Sobreviviendo, por tanto, a causa del terror que aplican y promueven, o por la dependencia de algunos países o sectores sociales del suministro de una droga adictiva que el subsuelo del país del dictador produce en abundancia y de manera relativamente fácil y que en el caso de Myanmar es el opio, y en de la Venezuela de Chávez, el petróleo.

En definitiva, todo lo que configura un “Estado Forajido”, que son excrecencias históricas más toleradas de lo que se piensa, y que no obstante el daño que provocan y los rechazos que los rodean y acosan, pueden durar decenas, y hasta veintenas de años.

No será, sin embargo, el caso del “Estado Forajido” que Chávez anunció el viernes como consecuencia de su desconocimiento del resultado electoral de hoy domingo, pues habría que anotar que, a la desventaja intrínseca que representa el estar enclavado en un costado próximo al corazón del mundo occidental, se agrega el tratarse de un país monoproductor de petróleo, vulnerable a las dificultades que le acarrearían comportarse como un pirata al margen de la ley y normativa internacionales.

Pero lo peor sería que con el retroceso a su nuevo status, Chávez no podrá evitar una lluvia de sanciones políticas y económicas que rápidamente lo dejarían sin reservas en monedas fuertes que son el elemento motriz para conservar la vigencia del proyecto internacional que es tan caro a toda revolución y muy en especial a la que el teniente coronel se empeña en llamar “bolivariana”.

O sea, que un aterrizaje forzoso en el infierno de la soledad y el aislamiento, una caída en el submundo donde los “por qué no te callas” no serán eventuales sino habituales y las acusaciones de “expansionismo y apoyo al terrorismo” el fruto, no de malentendidos efímeros, sino la consecuencia de políticas permanentes y asfixiantes en el acoso de una hostilidad internacional que será tan severa y paralizante como la nacional.

De modo que al asumir la responsabilidad de mapearle a Chávez los riesgos a que se somete si las bravatas que soltó el viernes no eran un recurso electoral para tratar de salvarse, o amortiguar, una derrota que estaban anunciando los números de todas las encuestas y sondeos, sino su intento de ir a una “solución final”, también pensamos que alertamos a la oposición democrática sobre los retos que se le plantean y que no pueden ser otros que no cejar en su empeño de descoyuntar la autocracia y estar rápidamente dispuesta, no solo para insistir en las vías legales para lograr su objetivo, sino en cualquier otra que permita enfrentar a un gobierno cuya decisión última parece ser recurrir a la violencia extrema con tal de mantenerse en el poder.

Dilema que nos lleva, es cierto, al peor escenario de los avisorables para el “Día D” del referendo, pero igualmente al único que le permitiría al pueblo venezolano despertar de la peor pesadilla experimentada en los casi 200 años de historia republicana.

Un tragedia atroz, inmerecida, absurda, pero que no está en nuestras opciones rechazar sin costos, tal le sucede al que se arriesga a la mordida de una serpiente con veneno altamente tóxico, el cual no puede aspirar a curarse con oraciones, sino con la ingestión de un antídoto, o la amputación del miembro envenenado.

Cualquiera que vio y oyó a Chávez en el mitin de cierre de su campaña el viernes en la avenida Bolívar sabe que no estoy exagerando y que, como es usual en el terremoto psicológico que desploma a todo el que presiente que el final no está lejos, una explosión de ira que amenaza transfigurarse en incontrolables hechos de sangre sería la consecuencia lógica de quien, como el Hitler de la conmovedora película de Oliver Hirschbiegel y Bruno Ganz, no acepta que su fin es único, solo, intransferible, sino que pretende arrastrar a la muerte a quienes lo acompañan, a quienes lo adversan y a todo un país.

Claro que los discursos no son los hombres, y en situaciones de quiebra generalizada pueden tomarse como los simuladores que vadean lo que se ha tornado inapelable e ineluctable, convirtiéndose en oportunidades para rectificar y optar entre desaparecer razonablemente o bufonescamente.

Ojalá sea lo primero.

 

 
 

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