De
los peligros que acechan a Hugo Chávez a días de comenzar
su segundo período presidencial, ninguno tan devastador y
terminal como el que el
filósofo francés, Jean-Francois
Revel, llamaba “la tentación
totalitaria”.
Síndrome
que ataca con especial énfasis a líderes con aguda
debilidad por el personalismo y la concentración de poder,
y aptos para todo, menos para llevar adelante una obra de
gobierno eficiente que contribuya a mejorar la suerte de
los que menos tienen.
Hugo Chávez
tiene a este respecto la más descollante historia clínica
de la América latina contemporánea y quien sabe si de todo
el mundo occidental, pues si bien hay pacientes que pueden
ser objetos del mismo diagnóstico, como son los
presidentes de Argentina, Néstor
Kirchner, de Bolivia, Evo Morales, de Nicaragua,
Daniel Ortega y de Ecuador, Rafael Correa, ninguno
logra, sin embargo, presentar un cuadro sintomático tan
avanzado y alarmante.
El
venezolano tiene en efecto 8 años, no luchando, sino
habituándose a la enfermedad, sintiéndose a veces
tentado, ya de ser el nuevo Fidel Castro, ya de replicar a
Mao Tse
Tung, ya de reclamar la
herencia que dejó Perón en Buenos Aires un día de julio de
1974, pero controlado a duras penas con una dosis que
incluye vigilancia de la comunidad internacional, lucha
de la oposición y la sociedad civil venezolanas por la
defensa de la democracia, y la reacción tibia, pero
disuasiva de algunos de sus parciales para que no
ejecute el golpe final.
Anticuerpos
que no le han impedido, sin embargo, que después del hoy
moribundo presidente de Cuba, Chávez sea el jefe de estado
de América latina que ha logrado una mayor concentración
de poder, con los poderes públicos (CNE, Legislativo y
Judicial) reducidos a apéndices del Ejecutivo, un
ejército que se comporta como su guardia pretoriana, una
industria petrolera que actúa cual taquilla donde el
caudillo se provee de recursos para llevar adelante sus
funambulescos planes revolucionarios, y una ofensiva en
el campo de las políticas sociales y del clientelismo
político que procura que más y más organizaciones e
individuos sean simplemente piezas de la estructura del
gobierno.
De modo que
solo en áreas como las libertades de expresión, sindical,
religiosa, universitaria, cultural y deportiva podría
decirse que se ha detenido el avance del virus
totalitario, si bien puede vislumbrarse que dado el cúmulo
de poder con que sale el enfermo de las recientes
elecciones, no es imposible que estas zonas pasen también
a ser contaminadas.
Una prueba
de ello es la prisa que se ha tomado Chávez en estos días
decembrinos cuando todo el
mundo esperaba que los dedicase al descanso, la
meditación, la oración y la paz navideña, en declarar la
emergencia para la creación de un partido único,
envenenándole las hallacas a aliados como los secretarios
generales de Podemos y el PPT, Ismael García y José
Albornoz que ya se sentían corregentes del nuevo período
presidencial.
Y vaya si
habían ganado puntos para aspirar a tal fantasía, Albornoz
haciéndole el trabajo sucio al oficialismo como fue la
persecución que hace unos meses emprendió contra la
directora de SÚMATE, María Corina Machado, aparte de las
que antes había perpetrado contra Patricia Poleo,
Ibéyise Pacheco y
Marianella Salazar ( ejemplos
no de su fanatismo revolucionario, sino de su misoginia);
y García, tragándose el burro muerto de salir a apoyar
políticas que en el fondo no compartía, pero que juzgaba
indispensables para hacerse presentable a los ojos del
chavismo.
Pero
contribuyendo con sus organizaciones a que el presidente
aumentará su volumen electoral en 2 millones de votos, que
por más que diga Chávez “son míos, porque votaron por mí”,
yo sostendría que tal afirmación por lo menos es a medias,
porque había un partido que si era de Chávez (que también
desaparecerá en enero) y por el cual no votaron.
De modo que
se trata de un maltrato incalificable contra dos aliados,
que tendrán que escoger entre dos muertes: o pasarse a la
oposición porque ya no son necesarios, o integrarse al
nuevo partido, PSUV, donde desaparecerán como briznas
aplastados por los jefes originales de la revolución.
Gentes de
malas pulgas, impacientes e incapaces, como buenos
exmilitares, de conocer y
tratar las complejidades de la política, tales Francisco
Ameliach, Pedro Carreño,
Diosdado Cabello y
Jesse Chacón que jamás le han
perdonado a García y Albornoz haberse embarcado tarde, muy
tarde, en el autobús de la revolución.
Pero la
tentación totalitaria también podría esconderse tras la
renuencia de Hugo Chávez a sentarse a discutir una zona de
distensión con la oposición, un espacio en el cual, más
allá de la fuerza electoral de unos y otros, se piense en
normalizar las relaciones entre el gobierno y la oposición
(o las oposiciones) para que unos gobiernen y otros
critiquen.
En este
orden de ideas habría que estar pendientes de la reacción
de Chávez al reciente documento que le acaba de enviar la
Conferencia Episcopal Venezolana, CEV, y en el cual, si
bien lo felicita por el triunfo electoral del 3 de
diciembre, lo conmina a que como mayoría respete a las
minorías y se comprometa agenciar un
modus vivendi
democrático con ellas.
Acuerdo
macro que debe contemplar una discusión tendente aprobar
una amnistía para todos los presos políticos, respetar en
todos sus términos la libertad de expresión, y crear
mecanismos para que ni los derechos humanos, ni las
libertades, ni la constitución, ni el estado derecho
puedan ser violentados a nombre del exclusivismo, ni la
retaliación política.
En
conjunto, una receta clásica, si se quiere casera y
tradicional, pero de repente la menos ensayada para curar
la peste por la que Venezuela pasaría a ser la más nueva
de las repúblicas bananeras, y actuar en beneficios de
todos, como que recuperaría la paz que el país perdió
durante los últimos 8 años.
Claro que
tratándose de un paciente cuyo mal pareciera estar en un
estado avanzado, no nos hacemos ilusiones en cuanto a la
posibilidad de que Chávez la acepte y se la autoaplique,
pero Raúl Castro dijo recientemente que Cuba no se negaba,
sino que deseaba, sentarse a negociar con los Estados, Evo
Morales acaba de llegar a un arreglo con los departamentos
bolivianos que aspiran a que la constituyente les respete
sus autonomías, y Rafael Correa, su otro aliado en
Sudamérica, estuvo a mediados de semana en Caracas
guardando distancias con cualquier prédica incendiaria y
tumultuaria.
De su lado,
el recién electo presidente de Nicaragua, Daniel Ortega,
ha dicho en diferentes escenarios y oportunidades que no
aspira a repetir ni en los más remoto la experiencia del
Frente Sandinista de
Liberación Nacional, y que su finalidad en el gobierno es
respetar la democracia, las buenas relaciones con todos
los países, y llevar adelante el Acuerdo de Libre
Comercio, CAFTA, que conjuntamente con otros países
centroamericanos, firmó el anterior gobierno nicaragüense
con los Estados Unidos.
O sea, que
hay esperanzas, si vamos a guiarnos por la forma como
están respondiendo al tratamiento otros líderes
latinoamericanos que alguna vez estuvieron contaminados
por el virus de la tentación totalitaria, o de los que
dieron síntomas que podrán haberlo contraído.
Claro,
habría que esperar a diagnosticar si las tendencias de
Chávez
son tan incurables como destructivas, y están en lo que se
conoce clínicamente como fase
terminal.