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Los cuervos de Rangel
por Manuel Malaver  
miércoles, 20 diciembre 2006



       El signo más desconcertante de las revoluciones que se perpetraron durante el siglo XX, y por extensión, de la que aquí se ha dado en llamar “bolivariana”, es sin duda el proceso mediante el cual un grupo de hombres y mujeres que irrumpieron en la política con la pretensión de ejecutar la rebeldía extrema, la de derrocar el sistema de gobierno imperante, terminaron, después de lograrlo, convertidos en un atajo sumiso, impotente, doblegado y devoto de un jefe afortunado que la usa y abusa en la idea de amasar su poder, su inmenso e incontrolado poder.

        Y sin detenerse a respetar su condición ni derechos humanos, sin tomar en cuenta los méritos que un día acumularon para contribuir a que  fueran, no objetos sino sujetos de la historia, haciendo posible el resultado atroz por el cual, ya no son más nombres, sino números en la mano de hierro del autócrata.

        O sea, que es todo lo contrario, pues mientras mayor es el aporte de los números en el establecimiento del nuevo orden de cosas, entonces más incentivan el desprecio del caudillo castrador, que no pierde oportunidad de ningunearlos, vilipendiarlos y deshacerse de ellos.

        Eso por lo menos es lo que cuenta los historiadores que hurgan en los días de Stalin, Mao, Kim Il Sung, Caucescu, Pol Pot y Castro, y novelistas, periodistas, sociólogos y antropólogos que se acercaron, olfatearon o rondaron al lado de los jefes de que habla Regis Débray en “Alabados sean nuestros señores”, y salieron con alguna estima para analizarlos, diagnosticarlos y exorcizarlos.

        Intermediación que no ha sido necesaria en la Venezuela bolivariana, ya que contando con la primera revolución de la época de las Tecnologías de la Información y la Comunicación, TIC; pero sobre todo, teniendo a mano una versión del jefe especialmente apta para maltratar, insultar y humillar a sus segundones, entonces hemos seguido en vivo y directo, y sin que nadie nos lo estuviera escribiendo, el fenómeno que graficó magistralmente Arthur Koestler en “El Cero y el Infinito”.

        Fue el  domingo pasado, el 17 de diciembre, un poco después mediodía y cuando el gobierno se preparaba  a conmemorar el 176 de la muerte del Libertador, Simón Bolívar.

        Un acto que tradicionalmente se celebra en el Panteón Nacional y debe comenzar antes de la una de la tarde, de tal manera que haya tiempo de hacer un minuto de silencio a la 1 y 7 minutos, hora en que expiró el Padre Fundador.

        Pero el presidente Chávez llegó tarde, por lo menos con 15 minutos de atraso, el embajador de Bolivia también y el acto con toda su solemnidad progresó hacia una anarquía lamentable que literalmente dejó a todo el mundo sin saber qué hacer, qué decir, ni dónde ubicarse.

        O lo que es lo mismo, una falla en el protocolo que no es extraña en este ni en otro gobierno, que debió corregirse sobre la marcha y simularse en lo posible para beneficio del buen nombre del país, del gobierno y del acto mismo.

        El caudillo Hugo Chávez, sin embargo, no lo vio así, y en el mismo duelo que normalmente es motivo para la reflexión, la oración y la unión la tomó contra el vicepresidente, José Vicente Rangel, y el ministro del Interior y Justicia, Jesse Chacón que fueron insultados en cadena de radio y televisión y tratados como números  ineficientes, indisciplinados, contumaces, y conminados a dejar la administración.

        En fin, toda una catarata de impropiedades, desafueros y atentados contra la educación y el buen trato que se debe a todo ciudadano, que en otro país provocaría una crisis con renuncias de los funcionarios maltratados e investigaciones del poder legislativo y judicial con miras a poner en claro por qué el jefe del poder ejecutivo perdió lo estribos y expuso al desprecio público a dos de sus funcionarios más cercanos, pero que en la Venezuela del pensamiento único, del partido único y del jefe único se asume con la rutina del terror, con el silencio del miedo que cunde en el reino donde  Ubú Rey es amo y señor de todo cuanto respira a su alrededor.

        Uno de los momentos más tristes y desolados de un país que una vez ejemplarizó en el ejercicio de  la libertad y la democracia en el continente y hoy retrocede estupefacto viendo como es remitido al nivel de una república bananera.
 

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  Artículo publicado en el vespertino El Mundo.

 
 

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