El
signo más desconcertante de las revoluciones que se
perpetraron durante el siglo XX, y por extensión, de la
que aquí se ha dado en llamar “bolivariana”, es sin duda
el proceso mediante el cual un grupo de hombres y mujeres
que irrumpieron en la política con la pretensión de
ejecutar la rebeldía extrema, la de derrocar el sistema de
gobierno imperante, terminaron, después de lograrlo,
convertidos en un atajo sumiso, impotente, doblegado y
devoto de un jefe afortunado que la usa y abusa en la idea
de amasar su poder, su inmenso e incontrolado poder.
Y
sin detenerse a respetar su condición ni derechos humanos,
sin tomar en cuenta los méritos que un día acumularon para
contribuir a que fueran, no objetos sino sujetos de la
historia, haciendo posible el resultado atroz por el cual,
ya no son más nombres, sino números en la mano de hierro
del autócrata.
O
sea, que es todo lo contrario, pues mientras mayor es el
aporte de los números en el establecimiento del nuevo
orden de cosas, entonces más incentivan el desprecio del
caudillo castrador, que no pierde oportunidad de
ningunearlos, vilipendiarlos y deshacerse de ellos.
Eso por lo menos es lo que cuenta los historiadores que
hurgan en los días de Stalin,
Mao, Kim
Il Sung,
Caucescu,
Pol Pot y Castro, y
novelistas, periodistas, sociólogos y antropólogos que se
acercaron, olfatearon o rondaron al lado de los jefes de
que habla Regis Débray en
“Alabados sean nuestros señores”, y salieron con alguna
estima para analizarlos, diagnosticarlos y exorcizarlos.
Intermediación que no ha sido necesaria en la Venezuela
bolivariana, ya que contando con la primera revolución de
la época de las Tecnologías de la Información y la
Comunicación, TIC; pero sobre todo, teniendo a mano una
versión del jefe especialmente apta para maltratar,
insultar y humillar a sus segundones, entonces hemos
seguido en vivo y directo, y sin que nadie nos lo
estuviera escribiendo, el fenómeno que graficó
magistralmente Arthur
Koestler en “El Cero y el
Infinito”.
Fue el domingo pasado, el 17 de diciembre, un poco
después mediodía y cuando el gobierno se preparaba a
conmemorar el 176 de la muerte del Libertador, Simón
Bolívar.
Un acto que tradicionalmente se celebra en el Panteón
Nacional y debe comenzar antes de la una de la tarde, de
tal manera que haya tiempo de hacer un minuto de silencio
a la 1 y 7 minutos, hora en que expiró el Padre Fundador.
Pero el presidente Chávez llegó tarde, por lo menos con 15
minutos de atraso, el embajador de Bolivia también y el
acto con toda su solemnidad progresó hacia una anarquía
lamentable que literalmente dejó a todo el mundo sin saber
qué hacer, qué decir, ni dónde ubicarse.
O
lo que es lo mismo, una falla en el protocolo que no es
extraña en este ni en otro gobierno, que debió corregirse
sobre la marcha y simularse en lo posible para beneficio
del buen nombre del país, del gobierno y del acto mismo.
El caudillo Hugo Chávez, sin embargo, no lo vio así, y en
el mismo duelo que normalmente es motivo para la
reflexión, la oración y la unión la tomó contra el
vicepresidente, José Vicente Rangel,
y el ministro del Interior y Justicia,
Jesse Chacón que fueron
insultados en cadena de radio y televisión y tratados como
números ineficientes, indisciplinados,
contumaces, y conminados a
dejar la administración.
En fin, toda una catarata de impropiedades, desafueros y
atentados contra la educación y el buen trato que se debe
a todo ciudadano, que en otro país provocaría una crisis
con renuncias de los funcionarios maltratados e
investigaciones del poder legislativo y judicial con miras
a poner en claro por qué el jefe del poder ejecutivo
perdió lo estribos y expuso al desprecio público a dos de
sus funcionarios más cercanos, pero que en la Venezuela
del pensamiento único, del partido único y del jefe único
se asume con la rutina del terror, con el silencio del
miedo que cunde en el reino donde
Ubú Rey es amo y señor de todo cuanto respira a su
alrededor.
Uno de los momentos más tristes y desolados de un país que
una vez ejemplarizó en el ejercicio de la libertad y la
democracia en el continente y hoy retrocede
estupefacto viendo como es
remitido al nivel de una república bananera.
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Artículo
publicado en el vespertino
El Mundo. |