La verdad es que
aunque me sentí alarmado y hasta ofendido cuando a
mediados de abril del 2004 leí en “The
New York
Times” un artículo del periodista,
Larry Rohter, donde
afirmaba “que los errores cometidos por Lula en público
podrían deberse a su gusto por la cerveza, el
whisky o la cachaza”, ahora,
casi 3 años después, y vistas las imprudencias verbales
del presidente brasileño durante las últimas semanas y
meses, me pregunto si no fui injusto con
Rohter y debí tomar en serio
un señalamiento que, si bien no tiene porque generar
ningún tipo de sanción legal ni moral, si tiene
consecuencias para la salud política y mental de Brasil y
de América latina.
Me acuerdo que en esos días el
gobierno brasileño tuvo una reacción desproporcionada,
furiosa y agresiva contra Rohter,
que se le acusó de “mentiroso y ofensivo”, se le retiró
el visado y conminó al diario neoyorquino a relevarlo de
la corresponsalía, presión que de todas maneras quedó sin
efecto cuando la administración
trabalhista lo expulsó aplicándole el artículo 26
de la Ley 2.685 sobre residencia de extranjeros en el
territorio nacional.
Pero que atribuí más a la
gazmoñería y talante antidemocrático previsible en
cualquier gobierno latinoamericano, sea de izquierda,
derecha o centro, a que el periodista estuviera poniendo
el dedo en la llaga, revelando un secreto explosivo por lo
oficioso, o, si se quiere ser más preciso, nombrando la
soga en casa del ahorcado.
Por tanto, saltándole los
tapones a un líder que por estar en la presidencia de un
país con 150 millones de habitantes, la tercera economía
del continente, y un tercio de su población en situación
de pobreza crítica, no es que no pueda tomarse sus tragos
de vez en cuando, comportarse, digamos, como un bebedor
social, pero nunca abusando de los tragos, entregándosele
como un hábito y mucho menos como una adicción.
Y es que esta última sospecha
es la que está emergiendo de los hechos y palabras de
Lula, de los incidentes en que repetidas veces se ha visto
envuelto en los meses de noviembre y diciembre, según los
medios de comunicación masiva nos traen un presidente
brasileño que día a día se revela, más como un pendenciero
y mal hablado, que como un jefe de Estado.
Fíjense, por ejemplo, lo que
informaba el jueves el diario “Folha
de Sao Paulo” sobre una reciente reunión de Lula con
representantes de movimientos sociales de esa ciudad y en
la que, sin que viniera a cuento, ni nadie se lo tuviera
preguntando, afirmó que su homólogo, el presidente de
Perú, Alan García, “es un
ejemplo de político con propuestas estrafalarias”.
Es bueno recordar que García,
hace menos de un mes estuvo de visita oficial en Brasil,
firmó importantes acuerdos con su par brasileño,
consolidó las relaciones entre ambos países, y recibió de
parte de Lula, “no propuestas estrafalarias”, sino de
afecto, amistad y hermandad eternas.
Lo que más me inclina, sin
embargo, a seguir la pista de que el alcohol pudo dejar
su nota en la reunión de Lula con los promotores sociales,
es que al hacer su imprudente afirmación, les pidió
encarecidamente a los asistentes “no repetir mis palabras,
pues podrían desatar una crisis diplomática innecesaria”.
Pero la pista me conduce a
otra reunión reciente de Lula donde el exceso de alcohol
le dictó al parecer otro sartal de extravagancias, que
todavía ruedan por medios brasileños e internacionales y
han sido la gota que rebasa los vasos de los litros de
cerveza, whisky, y cachaza
que, según el periodista, Larry
Rokter, son la inspiración
mayor de la política brasileña actual.
De todas maneras ¿por qué no
pensar que siguiendo aquella máxima latina que prescribe
“in vino veritas” (“en el vino está la verdad”), el Lula
real, el que dice lo que de verdad es, y lo que de verdad
piensa, es éste que pasado de tragos, y colocado sobre los
miedos políticos, partidistas e ideológicos, suelta estos
eruptos, estos hipos mentales,
que es cierto que después del mareo de la ebriedad y la
resaca pueden ser desmentidos, pero siempre para ser
clonados, copiados y repetidos tan pronto se ofrece la
primera oportunidad.
A este respecto pienso que
ningún ejemplo mejor para ilustrar mi afirmación que el
acto celebrado el martes pasado en Sao Paulo con motivo de
la distinción de “Brasileño del Año” que otorgó a Lula la
revista “Istoé”.
Bueno, el salón estaba repleto
de empresarios, periodistas, profesionales y políticos
paulistas, y otra vez sin que viniera a cuento, ni nadie
se lo estuviera preguntando, el recién reelecto líder
trabalhista, se soltó:
“Las cosas evolucionan de
acuerdo con la cantidad de cabellos blancos y la
responsabilidad que uno tiene” comenzó. “Si uno conoce un
izquierdista muy viejo, es porque debe estar en problemas.
La gente se transforma en el camino del medio. Aquel
precisa ser seguido por la sociedad. Quien va más a la
derecha, va quedando más de centro…Quien está más de
izquierda, va quedando más socialdemócrata, menos de
izquierda”.
Difícil ponderar el revuelo,
el escándalo y la estupefacción que generaron estas
palabras dentro y fuera de Brasil, en la izquierda y en la
derecha, entre quienes dicen que unos tragos más.
unos tragos menos, no tumban
gobierno, y quienes sostienen que empinar el codo más
allá de lo permisible puedo arruinar la mejor gestión
gubernamental.
Porque es que este mismo Lula
que afirma que está muy viejo para ser de izquierda, y que
sus 60 años lo han conducido a la socialdemocracia, es el
mismo que fuera de Brasil apoya a “revolucionarios” de la
peor especie, a fanáticos del tipo de la izquierda
religiosa y borbónica (la que no aprende, ni olvida), a
enemigos de la libertad, la democracia y la economía
abierta que fuerzan a sus países a que se sometan, a punta
de arbitrariedades y violaciones de los derechos humanos,
a las primeras dictaduras del siglo XXI.
Y todo con el silencio
inconmensurable de Lula y su administración.
O sea, que el
extornero y
exizquierdista, allá dentro,
en Brasil, dice que es socialdemócrata, y que se necesita
tener un tornillo suelto para tener 60 años y ser de
izquierda, pero afuera y cuando visita países extranjeros,
y sobre todo cuando se reúne con sus aliados de la
izquierda religiosa que martirizan a sus países, entonces
toma la espada y el fusil, se disfraza de guerrillero, y
grita a todo vozarrón que el único camino es el de Castro,
Chávez, Correa y Morales.
Una prueba del juego de este “Míster
Jekyll y
mister Hide”
socialdemócrata, paulista y sambista,
la vivimos los venezolanos una semana antes del fin de la
reciente campaña electoral, cuando invitado al sur de
Venezuela, al Estado Bolívar, a inaugurar el segundo
puente sobre el río Orinoco que acababa de construir la
transnacional brasileña Oderbrecht,
Lula, un día después de la inauguración, en una rueda de
prensa conjunta con Chávez, se largo otra vez de
improviso, y sin que nadie se lo estuviera preguntando, a
gritar que Chávez ganaría las elecciones, y que a los
venezolanos no les quedaba más remedio que calarse al
heredero de Castro otros seis años.
Intromisión descarada y
abusiva que el gobierno de Lula y las instituciones
brasileñas no le habrían permitido a ningún extranjero y
mucho menos en la campaña electoral que acababa de
terminar con la reelección de Lula para un segundo mandato
presidencial.
Y que los venezolanos habíamos
admirado y elogiado como muestra de una campaña electoral
democrática, honesta y transparente, en la cual el
gobierno actuó sin ventajas, abusos, ni triquiñuelas para
vencer a sus adversarios.
Pero que no fue honrada por
Lula en Venezuela, ya que el socialdemócrata de Brasil,
pero izquierdista furioso y extremo en el Caribe, Ecuador
y Bolivia, no tuvo empacho en salir a avalar a un Chávez
que había realizado la campaña electoral más tramposa y
trucada de la historia de Venezuela.
Y ahí es donde se hizo a
correr el rumor que en otro momento habría rechazado
indignado, pero que dado lo que hemos visto en los últimos
meses y semanas debo empezar a dudar y hasta creer, y es
que la noche antes del regreso y después de la
inauguración del puente, Lula, su comitiva y sus
anfitriones venezolanos se retiraron a libar durante toda
la noche botellas tras botellas de Buchanan, Etiqueta
Negra, Chivas Regal y Royal
Saltute, marcas de escocés
con más de 25 años de añejamiento que son los que
preferentemente escancian los revolucionarios venezolanos
que se preparan conducir al país hacia “el Socialismo del
Siglo XXI”.
Ya se sabe que quien dice
venezolano petrolero dice también escocés del más rancio
abolengo y de la más honda solera, y que los
revolucionarios socialistas y bolivarianos que hasta hace
poco se preparaban a derrotar a los Estados Unidos en una
fantasmagórica guerra asimétrica, no son la excepción.
Como tampoco lo son los
izquierdistas y revolucionarios de México, Nicaragua,
Ecuador, Brasil, Uruguay y Argentina, que si bien no
tienen los petrodólares para sumergirse en la veritas de
la aqua
vitae que fabricó por primera vez el fraile de las
tierras altas de Escocia, John
Corr, (cuenta la tradición que
copiando una receta de San Patricio), si beben sus
whyskis nacionales y
regionales que si no deleitan tanto, tienen la ventaja de
que emborrachan a los tomadores rápidamente, los duermen y
les ahorra hablar tonterías.
No es el caso de Lula que,
seguramente que proveído por sus amigos los petroleros
venezolanos (como en tantas otras cosas) en tantas marcas
deliciosas, sofisticadas e históricas, se regodea en
degustaciones, catas y paladeos que le van nublando la
mente, pero no al extremo de que de pronto no se
transfigure en Míster
Hide.