Pienso
que si hay alguna razón para que el recién reelecto presidente
de Brasil, Luiz
Inacio Lula da Silva, merezca un sitial en la historia
del siglo XXI, es por percibir que la era de la revoluciones ha
terminado, que el socialismo pasa a ser capitalismo pero con
vocación social y que ningún cambio social es posible si la
lucha de las mayorías contra la pobreza, la desigualdad y las
injusticias no van pareja al establecimiento de una sociedad
democrática, libre, plural y anclada en la defensa de los
derechos humanos.
Fue una lección
que sin duda aprendió de la caída del muro de Berlín, el colapso
del imperio soviético y el desplome del socialismo real que
tatuaron en la práctica de los revolucionarios sinceramente
preocupados por mejorar la suerte de los menos favorecidos, que
no era una sociedad sometida al imperio de caudillos ebrios de
poder y poseídos de exultación carismática, la más apta para
hacer realidad la aspiración de un mundo de bienestar, igualdad
y justicia, pero en democracia, libertad y estado de derecho.
Todo lo contrario
a lo sucedido en la URSS, China Comunista, Europa del Este,
Vietnam, Cuba y Corea del Norte, en los países del sistema del
jefe, partido y pensamiento ÚNICOS, en lo que también se
llamó y llama totalitarismo, donde solo se oyen las voces de
mando, las que llamaban a la división, la guerra y la violencia,
las que proclaman que primero es la separación, la segregación y
la discriminación, y después la liberación.
En otras
palabras, con todo lo que tenía que romper el obrero
metalúrgico brasileño, Luiz
Inacio Lula da Silva, nacido a la
política en la lucha contra los dictadores militares de los 70 y
los 80, quienes a su manera también quisieron hacer un país de
jefe, partido y pensamiento únicos, y de ciudadanos sin rostros,
nombres, ni derechos.
Para demostrarlo,
los muertos, presos, exilados, perseguidos y torturados que fue
el saldo de los años de las dictaduras militares.
De modo que no
era mucho lo que necesitaba Lula para darse cuenta de las
equivalencias entre el socialismo real y las dictaduras
militares de derecha también reales, muy reales, ya que
resultaban, si no idénticas, muy parecidas en el afán de mandar,
guerrear, dividir, atropellar y reprimir.
De ahí que no sea
exagerado afirmar que los 4 años que acaba de pasar Lula en la
presidencia de Brasil, y cuyos resultados le garantizaron la
reelección, fueron para gritar que no cree más en antiguallas
revolucionarias y socialistas, que prefiere un gobierno normal,
tranquilo, eficiente, y pacífico y que trabaje por la unión y la
reconciliación de todos, que uno pendenciero, incompetente,
violento y empeñado en promover el odio, caos y la inestabilidad
dizque como la “vía rápida” para promover la revolución.
Lula, en efecto,
trabajó desde la presidencia para que los empresarios
brasileños aumentaran su productividad, accedieran a la última
tecnología, ampliaran sus mercados y profundizaran una política
de exportación que hacen de Brasil la tercera economía del
continente americano y la séptima del mundo.
Y todo sin
satanizar las ganancias, sin estar restringiendo la esfera de
influencia del sector privado, sin promover invasiones de
tierras, ocupaciones y tomas de fábricas y que para “salvarlas”
de la “quiebra” y la “voracidad” de los hombres de negocios.
En cuanto a los
sectores de menores recursos, trabajadores, campesinos y clases
medias, Lula comenzó por controlar y reducir la inflación,
mejorar las oportunidades de empleo, e impulsar un programa de
políticas sociales que rápidamente ha incidido en cambios
sustanciales a favor de los pobres del campo y la ciudad que han
visto mejoras notables en su calidad de vida.
De ahí que no
puede extrañar que al lado de México, Perú y Chile, Brasil sea
el otro país de América latina que está reduciendo la pobreza.
Y con la pobreza,
las opciones a favor de la violencia, la conflictividad, la
confrontación, y la guerra civil y de todas las tensiones que
agitaban los revolucionarios de antes y de ahora para hacer
posible la tan sangrienta, como inútil revolución.
Por eso el
gobierno de Lula es una apuesta contra la revolución y por la
democracia, para que los pobres y las clases medias no terminen
convirtiéndose en pasto de dictadores y élites arrogantes y
mesiánicas que alegan que la esclavitud es el precio a pagar por
la liberación.