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CINCO AÑOS DEL 11-S
El horror. Y un amargo heroísmo
por Mercedes Gallego
domingo, 10 septiembre 2006
 

La foto de Louie Cacchioli, vestido con su uniforme de bombero aún empolvado, fue elegida para ilustrar la invitación de la exposición «Rostros de la Zona Cero» por la dureza de su mirada. Nada en ese gesto áspero permitía adivinar que Cacchioli terminaría retirándose del cuerpo, un año después, incapaz de remontar las secuelas emocionales del 11-S. Todavía hoy, cinco años más tarde, sigue recibiendo terapia psicológica.
«No hay un día en el que no piense en mis compañeros y en lo que pasó», relata el bombero retirado. «Sufría el síndrome de culpabilidad del superviviente. Racionalmente sabía que no era culpa mía, pero no podía dejar de preguntarme porqué yo sí pude salir y ellos, no». Caccioli acababa de evacuar a medio centenar de oficinistas a través de la escalera de emergencias de la Torre 1. Estaba cogiendo aliento cuando el edificio se le vino encima. En los días posteriores los niños le saludaban por la calle con algarabía y los hombres le daban las gracias por su heroicidad, pero él no podía dejar de pensar en los 343 bomberos que nunca salieron con vida de las Torres Gemelas.
Con dedicación obsesiva se enfrascó durante mes y medio en buscar sus cuerpos entre los escombros, pero sólo encontró un brazo, una pierna o un reloj. Cada uno de esos macabros hallazgos podía sumir a cualquiera en la desesperación, pero Cacchioli los atesoraba como la prueba de su cordura. «No se encontró ningún cuerpo. ¿Dónde están? ¿Se han evaporado? ¿A dónde se fueron?». No lo pregunta con tristeza sino con rabia.
El profesor de psiquiatría Luis Rojas Marcos, entonces presidente del Sistema de Salud y Hospitales Públicos de Nueva York, apunta a esa ausencia de cadáveres como una de las causas del trauma colectivo que dejó el 11-S. El 40% de los 2.773 muertos nunca ha aparecido. «Salieron esa mañana de sus casas y se desvanecieron para siempre», resume. Pero «los seres humanos necesitamos enterrar a nuestros muertos, saber cómo murieron, si estaban solos, si sufrieron». Su obsesión por encontrar aunque sólo fuese una pulsera que entregar a cada familia, y la ira que aún desprende contra los funcionarios del gobierno «que no hicieron su trabajo y permitieron que esos atentados ocurriesen» también distanció a Cacchioli de su propia familia. La terapia matrimonial salvó ese matrimonio, en el que hasta los hijos acabaron en el diván.
El matrimonio de Benny Hom aún agoniza, cinco años después. Irónicamente, el 11-S es también la fecha de su aniversario de boda, y aquella noche de 2001 había planeado una cena romántica con su esposa. «Para mi mujer ha sido insoportable que esa tragedia coincidiese con nuestro aniversario, lo ha arruinado para siempre». Hom cree que no ha sufrido ningún trauma, pero admite que su esposa le acusa de haber cambiado, de ser más callado y distante. «Atribuye los problemas de nuestro matrimonio a lo que pasó entonces».
De aquél día recuerda a uno de sus compañeros vagando en medio de la nube de polvo, abrazado a una pierna. «Intenté que se sentase pero él seguía diciendo: “No, es que tengo sólo una pierna”». De todas las visiones que tuvo que soportar aquél día, la que más le traumatiza es la última que cuenta en voz baja, como si temiese que alguien más se enterase. Recuerda a su amigo Dave en la puerta de cristales que unía las dos torres. «Vente conmigo», le aconsejaba éste. «No puedo, tengo a esos dos...», se excusaba recordando a los dos aprendices que dependían de su radio. Su amigo, con el que ingresó en el cuerpo para cumplir la promesa infantil de hacerse bomberos, le insistía. Entonces alguien gritó «¡Se cae la torre!» Benny tiró al suelo la bombona de oxígeno y corrió tanto como pudo. Dave se quedó dentro. Durante meses escarbó entre los escombros con la esperanza de encontrarle. «Nunca sacamos a nadie con cabeza», recuerda con calma. «Un día nos sentamos con esa pala tan ridícula que nos habían dado y dijimos: “Esto es absurdo, aquí no hay nadie”. Ese mismo día empezamos a tirar de lo que parecía un cable de teléfono y resultó una espina dorsal. Nos dimos cuenta por el olor. Era de un bombero, porque encontramos la chaqueta».
Los hallazgos humanos estaban «premiados» con el resto del día libre. «Te decían: vete de aquí, date una vuelta, vete a casa con tu mujer. Como no sabía qué hacer, me fui a comer al bar que estaba abierto en Broadway . Me dijeron que allí los bomberos no hacían cola. Me sirvieron langosta con patatas fritas y una jarra enorme de cerveza. A mi alrededor la gente se reía y gritaba con el partido de fútbol. Imagínate qué cambio. No pude soportarlo. Me bebí la cerveza y me fui sin comer».
Al hablar de heroísmo en el 11-S, los bomberos comparten la foto con la Policía de Nueva York y la de Port Authority. Esta última se llevó la gloria de Hollywood, que los inmortalizado en la película World Trade Center. Ya traspasado el umbral del alma, Hom confiesa que los suyos no se llevaban bien con la Policía. «Ellos sólo perdieron a 23; nosotros, a 343. Cada vez que encontrábamos un resto humano tocábamos un himno y guardábamos un minuto de silencio. Ellos venían a mirar si era uno de los suyos, y si no era así se marchaban sin quitarse ni el sombrero». El rencor anidó entre los héroes. «Cada vez que íbamos al hotel donde habían instalado butacas reclinables para que descansáramos estaban todas ocupadas por policías. Les mirábamos los zapatos y siempre los tenían limpios».
Ben insiste en que no ha sufrido ningún trauma, en que «el tiempo lo cura todo». Al final de la conversación repite en un susurro lo que le dijo el psicoterapeuta en la única sesión a la que asistió. «Pensarás en esta noche cada día por el resto de tu vida», le advirtió. «Y es verdad», reconoce al fin.

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  Artículo publicado en el diario ABC

 
 
 
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