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Los peligros de cierto barbitúrico
por Macky Arenas
domingo, 18 enero 2009


Revisando la historia uno consigue cosas muy curiosas. A causa de una célebre película, se conoce mucho acerca del último emperador de China. Pero en el año 211 AC mandaba  el primero de ellos. Llegó al trono después de mil y una batallas. Tuvo tanto poder que se dió el lujo de asesinar a 450 intelectuales. Esos intelectuales osaron advertirle acerca del gran peligro: a medida que su poder era mayor, más tenue era su dominio. Eran sabios.
 
Pero él vivía bajo los efectos barbitúricos del poder absoluto. Tenía su reino pero no controlaba su mente. Desconfiaba de todos. Llegó a desconfiar hasta de los eunucos. Terminó de la manera más terrible como puede llegar el fin a un gobernante, paranoico, convencido de que el mundo de los espíritus estaba en su contra. Es el triste e inexorable destino de los que pactan con la dimensión de lo maléfico. Su drama: ciertamente pueden hacer mucho daño, pero en el momento menos pensado, todo ese daño infligido a otros, se vuelve en su contra... en esta vida.
 
El primer emperador no necesitó enmendar nada. Su voluntad era la ley. Quienes con él gobernaban se beneficiaban de ese privilegio y su rutina era simple: asentir o callar. El emperador era un barbitúrico que los mantenía alejados de la realidad.  Una realidad que se los tragaría a todos como dragón enfurecido, sin distinguir quién era el emperador o quién un subordinado.
 
Una noche apareció, jadeante y sudoroso, un soldado de la guardia imperial en palacio y se presentó ante el emperador. Traía un extraño disco en sus manos. El emperador palideció. "Dónde lo encontraste?", increpó. El soldado, desencajado, respondió: "En el río, majestad". Ese soldado que portaba el símbolo de su desgracia no fue, sin embargo, tocado. Los chinos sabían que ese disco había sido ofrendado a los dioses el día en que el emperador asumió y la devolución que hizo el río era un signo inequívoco de que el respaldo divino  había terminado. No hacían falta consultas ni opiniones. No era necesario que los asesores hablaran con la verdad. El miedo recorrió como flecha el espinazo del emperador.
 
El autócrata quería gobernar para siempre, pero los dioses tenían otros planes y el pueblo se alió con los dioses. Los intelectuales trataron de alertarlo. La magnitud de su poder se reflejaba en un hecho singular: estando muchos intelectuales en su contra, condenando íntimamente sus procederes, aún intentaban salvarlo con sus campanadas. Sin indiscreciones, sin manifestar su desacuerdo a voces, sin salir a la calle a soliviantar a las gentes. Sólo con prudentes argumentos en la intimidad de conversaciones de bajo tono. Pero él estaba bajo los efectos del poder barbitúrico y esa enajenación lo llevó a vociferar contra los sabios, enviar por ellos, encarcelarlos y finalmente asesinarlos en masa.
 
Su entorno más íntimo tampoco estaba seguro. Un día, el emperador estaba fuera de sí. Se produjo un alzamiento que sofocó rápidamente. No tenía a quien culpar porque los había ejecutado  a todos. Entonces desenfundó su espada y la dejó caer con furia sobre su ministro del interior. Todos se miraban aterrados pero ninguno osaba contrariarlo. Poco a poco fueron cayendo uno a uno víctimas de aquella mente perdida. Los que sobrevivieron lo hicieron para ver cómo la complicidad con el poder pervertido les pasaba factura. Era tarde para demoler el pedestal. Otros enmendaron la plana.
 
Este no es un cuento chino. Es historia de China. La historia de cómo el poder barbitúrico genera su propia enmienda.

mackyar@gmail.com


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