Revisando la historia
uno consigue cosas muy curiosas. A causa de una célebre
película, se conoce mucho acerca del último emperador de
China. Pero en el año 211 AC mandaba el primero de ellos.
Llegó al trono después de mil y una batallas. Tuvo tanto
poder que se dió el lujo de asesinar a 450 intelectuales.
Esos intelectuales osaron advertirle acerca del gran
peligro: a medida que su poder era mayor, más tenue era su
dominio. Eran sabios.
Pero él vivía bajo los efectos
barbitúricos del poder absoluto. Tenía su reino pero no
controlaba su mente. Desconfiaba de todos. Llegó a
desconfiar hasta de los eunucos. Terminó de la manera más
terrible como puede llegar el fin a un gobernante,
paranoico, convencido de que el mundo de los espíritus
estaba en su contra. Es el triste e inexorable destino de
los que pactan con la dimensión de lo maléfico. Su drama:
ciertamente pueden hacer mucho daño, pero en el momento
menos pensado, todo ese daño infligido a otros, se vuelve
en su contra... en esta vida.
El primer emperador no
necesitó enmendar nada. Su voluntad era la ley. Quienes
con él gobernaban se beneficiaban de ese privilegio y su
rutina era simple: asentir o callar. El emperador era un
barbitúrico que los mantenía alejados de la realidad. Una
realidad que se los tragaría a todos como dragón
enfurecido, sin distinguir quién era el emperador o quién
un subordinado.
Una noche apareció, jadeante y
sudoroso, un soldado de la guardia imperial en palacio y
se presentó ante el emperador. Traía un extraño disco en
sus manos. El emperador palideció. "Dónde lo
encontraste?", increpó. El soldado, desencajado,
respondió: "En el río, majestad". Ese soldado que portaba
el símbolo de su desgracia no fue, sin embargo, tocado.
Los chinos sabían que ese disco había sido ofrendado a los
dioses el día en que el emperador asumió y la devolución
que hizo el río era un signo inequívoco de que el respaldo
divino había terminado. No hacían falta consultas ni
opiniones. No era necesario que los asesores hablaran con
la verdad. El miedo recorrió como flecha el espinazo del
emperador.
El autócrata quería gobernar
para siempre, pero los dioses tenían otros planes y el
pueblo se alió con los dioses. Los intelectuales trataron
de alertarlo. La magnitud de su poder se reflejaba en un
hecho singular: estando muchos intelectuales en su contra,
condenando íntimamente sus procederes, aún intentaban
salvarlo con sus campanadas. Sin indiscreciones, sin
manifestar su desacuerdo a voces, sin salir a la calle
a soliviantar a las gentes. Sólo con prudentes argumentos
en la intimidad de conversaciones de bajo tono. Pero él
estaba bajo los efectos del poder barbitúrico y esa
enajenación lo llevó a vociferar contra los sabios, enviar
por ellos, encarcelarlos y finalmente asesinarlos en masa.
Su entorno más íntimo tampoco
estaba seguro. Un día, el emperador estaba fuera de sí. Se
produjo un alzamiento que sofocó rápidamente. No tenía a
quien culpar porque los había ejecutado a todos.
Entonces desenfundó su espada y la dejó caer con furia
sobre su ministro del interior. Todos se miraban aterrados
pero ninguno osaba contrariarlo. Poco a poco fueron
cayendo uno a uno víctimas de aquella mente perdida. Los
que sobrevivieron lo hicieron para ver cómo la complicidad
con el poder pervertido les pasaba factura. Era tarde para
demoler el pedestal. Otros enmendaron la plana.
Este no es un cuento chino. Es
historia de China. La historia de cómo el poder
barbitúrico genera su propia enmienda.
mackyar@gmail.com