Cuando Alemania
y luego -por la absoluta incapacidad de comprender la
verdadera naturaleza de ese régimen- el resto de Europa
agonizaban bajo el yugo nazi-fascista, una voz llena de
coraje y de verdad se alzó para denunciar la barbarie a todo
riesgo. La del obispo de Münster, Clemens August von Galen,
hoy beato de la Iglesia Católica. La gente padecía lo
indecible y el terror iba minando la capacidad de reacción.
Pero, en el momento en que hacía más falta, sacudía como un
huracán la denuncia de ese pastor, quien tuvo la valentía de
pronunciar abiertamente lo que la población pensaba, pero
nadie se atrevía a decir en voz alta.
El obispo Galen
se convirtió en un punto de referencia y en un modelo ideal
de lo que significa el coraje de la fe en tiempos de
persecución y logró darle un empujón de ánimo a la
resistencia. Clemens von Galen era un hombre de la
resistencia que había comprendido a cabalidad que ella es
“religiosa y moral en su sustancia, pero también política en
sus consecuencias y efectos”. El predicaba para combatir lo
que consideraba la más amarga experiencia de su tiempo: el
constatar que su pueblo había perdido el sentido del
derecho. Desde el púlpito suscitaba gratitud y veneración,
entre católicos y no católicos. Atacaba desde “la adoración
de la raza” hasta la “locura homicida” ante la cual
exclamaba: “Con gente como esa, con quienes pisan orgullosos
nuestras vidas, ya no puede haber comunidad de pueblo”. La
Gestapo no le perdía pie ni pisada, lo acusaban de llevar
adelante una labor “disgregadora”; Goebbels calificaba la
batalla del obispo por la justicia y la dignidad del hombre
como “el ataque frontal más fuerte desencadenado contra
el nazismo en todos los años de su existencia”; con
fuerza y seguridad, las frases salían como truenos de su
boca desenmascarando a los criminales del régimen. Se
convirtió en “el opositor más obstinado al anticristiano
programa nacionalsocialista”.
La SS lo llamaba
“cerdo” y pedía que fuera ahorcado. Lo acusaban de
“mentalidad nociva para el Estado y alta traición”, lo cual
equivalía a una condena a muerte. Fueron arrestados,
asesinados o recluidos en campos de concentración cientos de
sacerdotes y laicos, pero al obispo no lo tocaron. Hasta la
locura nazi sufría de súbitos ataques de sensatez: matarlo
habría significado crear un mártir de alto rango. Hitler no
necesitaba un choque abierto con la Iglesia en tiempos de
guerra. Ante las espeluznantes amenazas, sus colaboradores
le preguntaron qué debían hacer si era arrestado. “Nada”,
contestó. “Las fuerzas diabólicas se han puesto a trabajar,
pero las puertas del infierno no prevalecerán…” No es
necesario aclarar, a estas alturas, qué fue lo que
prevaleció tras aquella enconada batalla entre el Bien y el
Mal.
El centro y cima
de la predicación del obispo Galen era: “¡Hacerse
duros! ¡Permanecer firmes! En este momento no somos martillo
sino yunque…Extraños y traidores martillean sobre
nosotros…No es necesario que el yunque devuelva el golpe,
¡tampoco lo puede hacer! Sólo debe permanecer firme, duro.
Si es suficientemente resistente, firme y duro, entonces,
normalmente, el yunque dura más que el martillo…”
Esa comparación del yunque y el martillo se convirtió en el
emblema de la resistencia al régimen. Hay que recapitular
sobre estos personajes y su lucha, entender qué los
fortaleció, qué fue lo que los ayudó, qué convicciones los
mantuvieron en combate. Es sencillo hacer la conversión a
nuestra realidad: ser yunque significa resistir, desconocer,
desobedecer, en criollo, no dejarse, no desfallecer. Todo
para quebrar la fibra del poder arbitrario con el cual “es
imposible comulgar”.
mackyar@gmail.com