El
Papa León XIII consideraba al comunismo un “virus mortal,
que serpentea por las más íntimas entrañas de la sociedad
humana y la conduce al peligro extremo de la ruina”. Nada ha
sido más grave para los países que entrar en él y nada ha
sido más difícil que salir de él.
En el año 1960, el Arzobispado de Santiago de Cuba, para la
fiesta de “Cristo Rey”, hizo circular un documento donde
denunciaba la falaz habilidad y la poderosa tentación que
presentaba el comunismo como recurso aparentemente poderoso
para muchos amargados y descentrados, de escaso lastre
espiritual; también para muchos incautos, cargados de
ilusiones, que caben de sobra en cerebros vacíos de valores
sustanciales. “El comunismo entra con preferencia
–alertaban- en las mentes de los que son pobres de todo: en
particular en las de aquellos que, en medio de tanta
pobreza, están extenuados por el rudo y continuo bregar de
la vida”.
Los católicos de Cuba no estuvieron al rompe contra la
revolución. De hecho, la ayudaron enormemente. Teniendo en
cuenta que la dictadura de Batista representó el estertor de
un modelo político que ya no daba para más, Fidel Castro y
su revolución se presentaban como una alternativa para dar
respuesta a las grandes transformaciones sociales que la
Cuba de entonces necesitaba; pero les resultaba imposible
querer ni apoyar al comunismo materialista y totalitario en
que pronto derivó ese proyecto, porque era la negación más
rotunda de los ideales por los que lucharon y murieron
tantos cubanos.
El “virus” entra sin tocar la puerta, como algo
imperceptible cuya respiración se siente cuando ya está a la
altura del hombro. Al comienzo de la aventura, Fidel Castro
sostenía el carácter no comunista del Gobierno; pero luego
se supo que en los textos de adoctrinamiento revolucionario
se enfocaban diversos problemas históricos y filosóficos con
un criterio meramente marxista. Una campaña antirreligiosa
reptaba por los intersticios del andamiaje fidelista. Se
injuriaba y calumniaba a Obispos y prestigiosa instituciones
católicas; agentes provocadores interrumpían frecuentemente
los actos religiosos; destacados voceros del gobierno
declaraban públicamente que ser contrario al comunismo
equivalía a ser contrarrevolucionario; se llegó a detener
sacerdotes por leer en sus púlpitos los documentos del
Episcopado y el lenguaje se tornó virulento contra los
“colegios de privilegiados”; la Universidad católica, en La
Habana de nombre “Villanueva”, se rebautizó despectivamente
como “una Universidad de Yanquilandia” y se acusó a la
Iglesia cubana, públicamente, de estar a las órdenes de
fuerzas internacionales o potencias extranjeras.
Los Obispos cubanos, en carta abierta al Primer Ministro
Fidel Castro (diciembre-1960), valientemente escribieron:
“Cuando se nos atacó personalmente a nosotros pudimos callar
porque, si como hombres teníamos el derecho a exigir una
reparación, como obispos teníamos el deber de perdonar. Pero
cuando se lastima y hiere a nuestros hijos espirituales, no
actuaríamos como legítimos pastores de la grey que nos ha
sido confiada si no saliéramos en defensa de sus derechos y
de su honra”.
Las lecciones están allí y son para aprenderlas: es sencillo
desatar el caos y muy rentable generar pobreza. El resultado
es que merma la capacidad de respuesta ante los abusos de un
régimen. Las carencias cansan, desgastan, frustran. Es
extenuante vivir en escacez. Una cosa es aspirar a cambios y
otra es confiárselos al encantador de serpientes. Y sobre
todo, no pensemos que todo este desbarajuste se debe tan
sólo a la incompetencia. Cincuenta años después puede morir
el agente del virus, pero no la cepa.
mackyar@gmail.com