El
art. 59 de la Constitución Nacional vigente establece que el
Estado garantizará la libertad de religión y de culto. Eso
está escrito allí, no sólo porque es un derecho, ni siquiera
porque responde a una legítima aspiración de los venezolanos
como es la de creer en lo que nos parezca creer y
profesarlo, sino porque en nuestra tradición se encuentra la
impronta de la tolerancia social en un país donde hemos
sabido respetarnos, donde nuestras creencias y hasta
nuestros mitos han sabido coexistir, desarrollarse y
fenecer, si ese fuera el caso, sin que ello jamás haya
causado los traumas que otros pueblos han sufrido y
arrastrado por generaciones. En estas tierras han podido
vivir juntos seres humanos que nunca pudieron hacerlo en
otros lugares. Por estos lares siempre hubo espacio para
todos y ninguna organización religiosa surgía para combatir
a otra, antes bien, su aparición en escena reafirmaba esa
presencia de la diversidad, aún cuando la religión de
práctica mayoritaria fuera la católica.
Pero sucede que hoy tenemos un gobierno que desea cambiarnos
la sangre y precipitarnos en la vorágine de cuanto conflicto
pulule cerca o lejos de nuestras fronteras. Esta intención
tiene su expresión doméstica en la manera flagrante como se
ha pretendido dividir a los venezolanos, sin escatimar en
gastos, para crear parapetos que clonen gremios, sindicatos,
asociaciones y federaciones con el único propósito
divisionista en unos casos y segregacionista en todos.
Faltaba intentarlo en el campo de lo religioso y también
allí se abalanzaron sobre la presa. Como no existe manera de
disipar las razonables dudas, pues resulta inevitable pensar
que se sacaron una iglesia de la manga destinada a la nada
sencilla tarea de socavar la institucionalidad católica.
No es nuevo ni tampoco original. De la misma manera que cada
autócrata apunta a cambiar las reglas de juego para
mantenerse en el poder, el de turno, en el tope de lo
impúdico, cree poder abollar el reino que no es de este
mundo y con ello atornillarse a un asiento que cruje con
estruendo. Es el error de cálculo que todos los de su género
cometen: abrir frentes por doquier, haciendo de la exclusión
la soga con que ellos mismos se apretarán el cuello. Un caos
que termina devorándolos.
Sin embargo, hay cuestiones que subyacen y que esta
intentona permitirá ventilar. Por ejemplo, la libertad
religiosa no se circunscribe al culto. Debemos calibrar en
toda su significación ese concepto para asignarle su justo
valor. No se trata sólo de poder entrar en una capilla y
rezar, o realizar liturgias y ritos sin restricciones. Se
trata fundamentalmente de poder ser, actuar, de poder
expresar y manifestar nuestros pareceres en tanto que
católicos o cualquier otro credo sin ser denigrados, ni
humillados, ni sometidos al escarnio público. Es como vender
por libertad de expresión esta vigencia tutelada de
concesiones de operación radioeléctricas, que pueden ser
arrebatadas de un zarpazo que, en nuestros tiempos, ataca
bajo la forma de vencimiento de contratos. Así como la
libertad de expresión es algo más que salir al aire, la
libertad religiosa implica una serie de umbrales que el
poder no debe traspasar, so pena de violar abiertamente la
Constitución venezolana. No es posible la coexistencia de
ninguna libertad con espadas de Damocles que penden fuera de
la ley.
Se trata, además, de que no es lícito ni tolerable que el
poder, desde su descomunal ventajismo, le invente una
pretendida competencia religiosa a quienes no quieran
canjear sus creencias por ese nuevo culto a la personalidad,
al socialismo del siglo XXI y a todo el atraso y la pobreza
que esos caballos de Troya transportan. Eso, por sólo
introducir los reparos, incumple con el principal postulado
de amor por los pobres que es la base del compromiso
cristiano. Bombear iglesias de la noche a la mañana es muy
sencillo si el móvil es político y el dinero del Estado, lo
cual parece ser bastante excluyente y nada religioso.
Hay más. El Convenio vigente firmado entre el Estado
venezolano y la Santa Sede en 1964, deja claro que “el
Estado Venezolano considera a la Católica, Apostólica y
Romana” como la religión de la gran mayoría de los
venezolanos, lo que debe haber inspirado el reconocimiento,
en su art. IV, a la Iglesia Católica en la República de
Venezuela como persona jurídica de carácter público. El
hecho de inscribir como católica a una iglesia paralela,
reformada o por reformar, pone en juego la credibilidad de
ese compromiso internacional que obliga al gobierno
venezolano, atenta contra el espíritu de ese convenio de
“modus vivendi” y violenta y perjudica la identidad de toda
una comunidad. Otra modalidad de atentar contra la libertad
religiosa, consagrada en nuestra bolivariana y republicana
constitución.
No se está descubriendo el agua tibia con este acto de
hostilidad desde las barandas del poder, otro más de los que
estamos habituados a sufrir en nuestros atribulados días.
Pero la sentencia Evangélica es clara: “Edificaré mi Iglesia
y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella”.
Aquí pretenden que demos a Dios lo que Chávez diga que es de
Dios. Mal negocio…hasta para Chávez.
mackyar@gmail.com