La tragedia de los pueblos bien
podría medirse por la capacidad de ponerse a tiempo las
pilas…o no. El pueblo alemán tuvo una oportunidad cuando
Hitler avisó que acabaría con la democracia “con las armas
de la democracia”. Se hacía evidente la hoja de vida de sus
más cercanos colaboradores: Goering, un exdrogadicto;
Goebbles, un resentido; Hess, un pillo de esquina. Todos,
desadaptados y depravados, gente fracasada, frustrada y
resentida, como el jefe. De no ser por la locura de aquellos
tiempos, jamás habrían llegado a otro lugar que no fuera la
cárcel. Pero nadie veía, ni oía, ni creía. Se entregaron a
un gangster, de esos que piensan que las ideas son
peligrosas en la cabeza del pueblo y pronto comenzó a quemar
libros en piras públicas.
Tal vez una de las representaciones más patéticas de aquél
escenario fatídico fue la figura caricaturesca Chamberlain,
el flemático Canciller inglés que resumió para la historia
la falta de pilas de Francia y Gran Bretaña. Les costaría
caro en pérdida de vidas y en humillación para las que
preservaron. La estupidez llegó a entregar Checoslovaquia y
permitir que arrasaran con Polonia, entre otras concesiones,
lo que los zampó directo, ya asolada Europa, a la guerra más
cruenta de la historia. Y eso que “no querían guerra”.
Peleaban contra un ejército suicida cuyo jefe, desde su bien
acomodado puesto en Berlín, les ordenaba resistir hasta el
último hombre…o suicidarse, sin saber que esa “solución
final” terminaría siendo la suya, una vez que su totalitaria
cabezota comenzó a entender que aquello de
“nacionalsocialismo o muerte” lo aplastaba contra la pared,
en desesperada lucha por su propia vida. Era una catástrofe
que se llevaba a todos los hombres del jefe, en ese remolino
diabólico que ellos mismos echaron a andar poco más de una
década atrás, pensando que duraría un siglo. Con eso
arengaba Hitler a sus hombres para que no se rindieran y
ellos le creían, tal vez porque jamás, a pesar de su
descomunal poderío bélico, fueron otra cosa distinta a los
“camisas pardas”, los círculos violentos que germinaron la
desmoralización y devastación de la población civil en
Alemania.
Todavía, al escapar Hitler de un atentado con bomba
ejecutado por sus propios oficiales, hartos de tanto odio y
de tanto desvarío arbitrario, pensaron que aquello era un
buen augurio. Mussolini, quien se contaba entre los que
hicieron público su regocijo, colgaría un año después de sus
tobillos por las calles de Milán. A Hitler también le
quedaba un año porque el destino de los tiranos suele
conducirlos de la mano al infierno. Vivía entre colapso y
colapso nervioso. No obstante, de espaldas a la realidad,
celebró con pompa su 55 cumpleaños. Su última acción
soberana fue poner un revolver en su boca y halar del
gatillo.
Lo que los aliados encontraron como sello de ese período es
inenarrable, tanto, que aún se cuenta y se muestra y hay
quienes no creen. La razón por la cual se llegó hasta allí
fue la falta de pilas que se traduce en falta de reacción y
de respuesta. Sonará simple, pero es cierto que el lobo
mostró los dientes, que “el imperio” de aquél momento se
comportó como caperucita y que millares de seres humanos
pagaron terriblemente el sometimiento y la inacción, lo que
hoy los politólogos llamarían el “wait and see” (esperar y
ver).
mackyar@gmail.com