Estoy
persuadida de no exagerar cuando afirmo que Rafael Arévalo
González y Alberto Ravell están entre los venezolanos que
han sufrido presidios más prolongados y, lo que es más
importante, fueron intelectuales que en lugar de incubar
odios o alucinar con venganzas, se dedicaron a ennoblecer el
amor hacia su tierra y su gente. Víctimas de la
arbitrariedad y el rencor de los tiranos de turno, lograron
mantener invariable su dignidad, aún sepultados en lúgubres
celdas a donde iban a parar sin fórmula de juicio, sin
delito y sin defensa. Eran presos políticos. Su cautiverio
era el castigo por ser libres.
Arévalo González rechazó las tentadoras ofertas de Gómez
para trocar su “Pregonero” en una publicación genuflexa. El
premio a la autocensura era convertirse en millonario de la
noche a la mañana y gozar de privilegios inimaginables.
Adiós a las cárceles, a las penurias y a las zozobras. Pero
él, recio y magnífico, respondió a la barbarie hecha poder:
“ Si cien veces se me presentara la misma coyuntura, otras
tantas la rechazaría (…) No quiero que mis hijos se
avergüencen del pan que se llevan a la boca. Quiero tener la
frente siempre alta y recta la columna vertebral”.
Ravell, en carta a su madre fechada en el exilio en México
el 7 de febrero de 1924, entre una cárcel y otra, escribe:
“Yo me sentiría desgraciado, enfermo del peor de los males,
el día en que tuviese que cambiar de vida, de ideales, de
género de lucha. Sentiría algo así como un desgarramiento al
enterrar mis ideales, esos por los cuales me hice sordo a la
voz de la fortuna y cerré los ojos ante la tentación de la
vida buena”.
En esos dos estandartes del civismo apuntalamos hoy nuestro
homenaje y acompañamiento a los presos políticos que
permanecen en las cárceles venezolanas sin tribunal, sin
juicio y sin delito. Su encierro es producto de la
manipulación política, del resentimiento revolucionario y
del rastacuerismo judicial. Todos vimos a los pistoleros de
Puente Llaguno, pero los comisarios están presos. No hay
pruebas contra quienes los acompañan en el tristemente
célebre Helicoide, pero allí vegetan, unos con y otros sin
condena sin que se tenga noticia de qué hace la diferencia.
El general Felipe Rodríguez fungió de improvisado cirujano
hace apenas unos días, al retirar los puntos de la herida
del recién operado Iván Simonovis, porque no se le autorizó
el traslado a una clínica. La “falta” del capitán Gevauer
fue haber obedecido órdenes superiores durante aquellos días
de abril, días que el entonces desencajado y aterrado
presidente Chávez no quiere recordar pero tampoco puede
olvidar; la de Francisco Usón, el haber explicado cómo
funciona un lanzallamas. Es más larga de lo que se cree la
lista de venezolanos privados de su libertad por causa de la
revancha roja.
mackyar@gmail.com