No es
ingenua la afirmación de Hugo Chávez, en torno a que “ser
rico es malo”. Procura con su sentencia, enviar el mensaje
de que la contraria también es válida; es decir, que “ser
pobre es bueno”. De manera que, siendo pobre la inmensa
mayoría del pueblo venezolano, y considerándose como
requisito indispensable para la construcción del socialismo,
la existencia de grandes masas de depauperadas (Giordani,
dixit); es menester –entonces- asegurarse de que el grueso
de la población se mantenga en esa condición, para
justificar por siempre la vigencia de la revolución
socialista.
Tampoco
es inocente la oferta opositora de continuar “las misiones”,
en caso de acceder al poder, y aún cuando se señale que
serán mejoradas y dispuestas para servir a todos, sin
distingos de ninguna especie. Hay en ese ofrecimiento, una
indiscutible carga de engaño. En uno y otro caso, se intenta
traficar con la ignorancia y el hambre de las grandes y
empobrecidas mayorías nacionales. El interés manifiesto es
el de la manipulación, para hacerlas pasto fácil de la
demagogia y de los prometimientos populistas.
En el
caso de Chávez, es colosal su cinismo y grotesca su
inmoralidad. Con su postura deleznable, deja muy mal parados
a quienes -estúpida o interesadamente- le reconocen una
supuesta sensibilidad social y un humanismo sobrecogedor. El
vástago de Hugo de los Reyes Chávez, Señor Feudal de
Barinas, y de la amantísima Doña Elena Chávez y Frías,
Duquesa de Sabaneta; debe conocer por experiencia propia lo
que se sufre por ser hijo de ricos; y debe sentir también,
el sustrato de maldad que conlleva descender de tan poderosa
prosapia, que ha logrado multiplicar su ya de por si inmensa
fortuna, en estos años estelares del progreso nacional.
En
cuanto a las huestes opositoras, constituye una monumental
idiotez; y una grave y censurable irresponsabilidad,
pretender ser una alternativa política seria, creíble y
consistente, cuando se le ofrece al pueblo llano y
menesteroso, la misma medicina que le suministra Chávez,
pero que éste hace en empaque original, con una apreciable
sobredosis y con una indiscutible e inocultable efectividad.
El
discurso, la estrategia y la acción de los políticos
venezolanos, y en general de los políticos de América Latina
y de otras latitudes tercermundistas, se enmarca dentro del
propósito de agradar a los pobres para traficar con su
miseria. Al margen de que el grueso de esa dirigencia sabe
que no es factible concretar sus promesas; se esmeran en
adular a los pobres, diciéndoles lo que quieren escuchar, y
subestimándolos al no hablarles con la honestidad que se
requiere, para reclamarles compromiso y disposición para
asumir los valores del estudio, del trabajo y del ahorro,
que son las únicas palancas, con las que pueden superar su
tragedia particular.
Las más
de las veces, ese liderazgo político sólo promueve el
facilismo, el asistencialismo, la comodidad, el limosnerismo
y el inmediatismo, que sólo conducen a la indigna situación
de parias. Claro está, lo que se busca es condimentar una
presa fácil que sea la delicia de gritones impostores, de
corruptos y de retrasados morales, que imbuídos de cartillas
ideológicas de corte igualitarista, sólo procuran su
adhesión para sobre los jirones de su indigencia intelectual
y estomacal, construir sus estructuras hegemónicas de poder.
Ser
pobre, no sólo es malo, sino que conlleva a una trágica
situación de dependencia. De manera que, cuando los
filibusteros de la política ensalzan y adulan a los
menesterosos, lo hacen a conciencia de su debilidad para
discernir con propiedad y autonomía. Hay quienes justifican
este comportamiento, aduciendo que no son –precisamente-
“gente acomodada”, quienes conforman las grandes mayorías
nacionales. De manera, que si queremos acceder al poder
apuntalados en el apoyo popular, es preciso -entonces-
enarbolar banderas, dibujar ilusiones y articular señuelos,
que estimulen y enamoren a estos sectores depauperados.
Tal
comportamiento de por si censurable, no constituiría -sin
embargo- deleznable crimen , si luego de conquistar las
posiciones de poder , se dedicaran –con disposición y
realismo- a hacer todo lo posible, y más allá de lo que la
dinámica del poder les permita, a reivindicar a estas masas
necesitadas. Porque no hacerlo, y además cobijarse bajo la
continuidad de esas falencias para consolidar logros
políticos y perpetuarse en el poder, si constituye grotesco,
repudiable y horrendo crimen, que evidencia la catadura
moral de quienes así se conducen.
Es un hecho incontestable, el persistente maridaje entre
pobreza material e ignorancia. Las más de las veces, la
pobreza es producto de la ignorancia; y en no pocos casos,
también la ignorancia es, consecuencia de la pobreza. Pero
ello no implica determinismo alguno. Se puede ser
materialmente pobre, pero tener un grado de conciencia y de
discernimiento apreciable. Como también, se pueden tener “
sus maneras” –como dicen en mi pueblo, para hablar de los
que tienen riquezas materiales- y ser una absoluta y
soberbia nulidad.
Así las
cosas, observo que no ha habido momento más propicio en
Venezuela para asumir el discurso y enarbolar las banderas
de la derecha política. Por supuesto, hablo de la Derecha
Democrática, que cree en las libertades civiles manifestadas
en la libre expresión del pensamiento y de la opinión, y en
la libertad de asumir o no, cualquier credo religioso. Hablo
de la Derecha Democrática que cree y promueve las libertades
políticas asentadas en el derecho a escoger libremente, de
manera efectiva y transparente, y a través de la institución
democrática del sufragio, a nuestros gobernantes, y en la
posibilidad de controlar el desempeño de estos gobernantes,
productos de la soberanía popular.
Y
fundamentalmente hablo, de la Derecha Democrática que cree y
promueve las libertades económicas encarnadas en el derecho
a la propiedad privada, la libre iniciativa de los
particulares, la libre empresa, y en el capitalismo como
único sistema económico capaz de producir la riqueza, los
puestos de trabajo y el progreso, que rescate de la pobreza
a inmensas capas poblacionales. En definitiva, hablo de una
ideología que promueva la democracia, la libertad, el
pluralismo y la preeminencia del individuo sobre el estado.
Esto,
por supuesto, demanda una retórica y una conducta que
expresen claramente y con contundencia los postulados de
esta corriente de pensamiento ideológico. Todos los sectores
de la vida nacional –y especialmente los más depauperados-
deben ser norte de nuestra prédica diferenciadora. Los
riesgos que conllevan, el decir otro discurso y promover
otras salidas distintas a las ya consuetudinariamente
fracasadas -pero imbuídas de ese arrullador y pernicioso
igualitarismo socialistoide- debemos correrlos, para
construir y organizar embriones de este nuevo pensar y
accionar político.
Y más
allá de las incomprensiones de los mismos sectores
empobrecidos, y de las satanizaciones que -con toda
seguridad- nos harán quienes usufructúan su indigencia, es
menester asumir este reto. No es fácil ni será pronta la
cosecha de esta tarea transformadora. Pero hay que asumirla
a conciencia, y a propósito de esta coyuntura inmejorable
para mostrar nuestras diferenciaciones.
Ser
rico no es malo. Más aún, es muy meritorio serlo, si nuestra
riqueza es el fruto de nuestro trabajo honesto,
emprendimiento audaz y dedicación exclusiva, a las tareas de
la producción económica. Y ser pobre no es, ni puede ser
bueno. Una vida signada por carencias de elementos primarios
para una subsistencia decente, no puede comportar ninguna
situación plausible y deseable. Peor aún y sobremanera,
cuando no hacemos nada para superar nuestra tragedia
particular, esperando que sean otros quienes hagan lo que
nos corresponde hacer a nosotros.
Esto
debemos repetirlo y repetirlo. Y además debemos señalarle a
esas masas populares, que su condición de pobreza es –en
gran medida- producto de su irreponsabilidad, de su
inmediatismo, de su facilismo y de su falta de compromiso
par autogestionar su futuro. La adulación a los pobres, no
es lo conducente en esta hora y lugar, ni comporta ninguna
innovación política. Ya eso lo han hecho otros, y de manera
inmoral. Más bien, debemos hablarle descarnadamente de la
responsabilidad indiscutible que tienen en la insurgencia y
consolidación de sus miserias materiales. Convocarlos con
claridad y coraje a asumir sus propias responsabilidades;
hablarles y recriminarles -aún con la dureza que comporta el
decir verdades insolentes- es tarea indispensable, para
poder construir una sociedad pujante, independiente,
laboriosa y progresista.
El
propósito de sustituir a Chávez no puede imponernos -a
quienes creemos en la necesidad de transformar
verdaderamente a la sociedad venezolana- un discurso
timorato y calculador. Porque en nuestro caso, el objetivo
no puede ser solamente sustituir a Chávez y a la patota
militar-cívica que actualmente sojuzga a Venezuela. El fin
tiene que ser, relevar a Chávez y a quienes ayer y hoy, han
impuesto las fracasadas prácticas socialistoides, que no
constituyen remedio alguno para superar la pobreza.
Umberto
Eco -desde su perspectiva- acaba de afirmar, que el problema
de Italia no es Berlusconi, sino los italianos. Nosotros
podemos decir –sin temor a equívocos, y parafraseando al
laureado intelectual italiano- que el problema de Venezuela
no es Chávez, sino los venezolanos.
Por
supuesto, son responsables en gran medida -de esta
lamentable situación del país- muchos papanatas, bucaneros,
medianías y pillastres que hacen –salvando las necesarias
excepciones- de elites del poder y del saber. Pero son
fundamentalmente responsables de este drama, quienes se
dejan utilizar y no hacen nada –o hacen muy poco- para
superar su tragedia particular. Trabajar dignamente,
esforzarse por salir de abajo por mérito propio, estudiar y
educarse para afrontar los obstáculos en este mundo
competitivo, y participar activamente en nuestro destino de
pueblo, deben ser las vertientes de un discurso que les
reclame a los sectores populares, mayores responsabilidades
para contribuir al progreso y desarrollo de nuestro país.
Adularlos para utilizarlos, y luego hundirlos en su miseria,
es definitivamente inmoral.