Cada
día se oyen más críticas a la debacle que vive la oposición
en Venezuela. En realidad, no sólo son críticas o quejas
infundadas sino que más bien forman parte de un proceso de
introspección que poco a poco nos va revelando una escondida
y poco halagadora verdad; mostrándonos, cada vez con más
claridad, que nuestra realidad no sólo se encuentra y se
desprende de lo que pasa ahora sino más bien de lo que pasó
con anterioridad.
Me cuesta trabajo pensar que aún queden dudas en cuanto al
origen de nuestro mal, ya que por más que se quiera
disfrazar, Chávez no es sino una repotenciación de lo peor
de la cuarta república. Sin embargo, al contrario de lo que
hoy resta de aquélla, disfruta éste de la ventaja de
encontrarse “aparentemente” deslastrado de todo el mal que
hizo posible la existencia de su nefasto movimiento
bolivariano.
Aunque la enfermedad heredada se apresta hacia su tercera
crisis (ya que la primera fue la traición a la justicia
democrática y la segunda la que hizo posible la instauración
del chavo-populismo), percibimos con poca preocupación (al
notar de nuestras circunstancias actuales) la devastadora
metástasis que se nos avecina: nada más y nada menos que el
establecimiento de un embrutecedor fascismo que, con ayuda
extranjera, rebasa la capacidad de asombro de nuestra
sociedad.
Ahora bien, el pueblo, ese conglomerado tan difícil de
definir, al margen de las ilusas definiciones del actual
discurrir político nacional (tanto por parte de la oposición
como por parte del oficialismo), sabe lo que es la libertad;
me refiero, más que nada, al enraizado libre albedrío que
parece haber caracterizado nuestra vernácula manera de
discurrir y que hace oposición tácita, tanto a la misma
oposición como al hipotético oficialismo popular.
Mi análisis, tristemente, se centra en las sutiles
diferencias que puedan existir entre “hambre con libertad” o
“medio hambre sin libertad”.
Desafortunadamente (y digo “desafortunadamente” por lo del
hambre secular), toda mi reflexión tiene que ver con el cómo
vivíamos antes y el cómo vivimos ahora (al margen del
estigma de la pobreza); ya que dicha comparación nos puede
ayudar, si actuamos pragmáticamente, a poder entender
nuestros errores sociales y comprender cómo podríamos
subsanarlos para lograr un futuro mejor.
Sin entrar en profundidades, y más bien a manera subjetiva,
me atrevo a asegurar que antes, aunque también existía una
población marginalizada no reconocida (o sin identidad
aparente), al mismo tiempo existían algunos derechos
jurídicos y democráticos; sobre todo, derechos asequibles
para una gran mayoría de la población (posiblemente esa que
formó parte de la desmantelada clase media de hoy).
Gobernar demagógicamente para los pobres ha sido, desde el
plan de emergencia de Larrazábal en 1958, siguiendo por la
pretendida tarjeta Mi Negra de Rosales y hasta las dadivosas
misiones de los bolivarianos de hoy, simplemente una manera
de explotar, capitalizar, “clientelizar” y usufructuar una
miseria social que no hemos querido extirpar: hablo de la
pobreza de los sin pan, de los sin techo, de los sin
trabajo, de los sin moral, educación y buenas costumbres; de
los que antes no existían pero que tampoco lograrán existir
a menos que logren seguir existiendo como un virtual
concepto retórico de fácil manipulación.
Contradictoriamente, el capital más productivo de Venezuela
es quizás su pobreza; cosa de la que todos, a empellones, se
quieren adueñar. Cosa que de paso crea aceptables
aquiescencias a aquellos que al hacerla suya la enarbolan
como única causa de nuestra enfermedad. Olvidando que tras
de ella (tras la pobreza), también existe un mar de
posibilidades que desborda ampliamente los míseros anhelos
de aquéllos que pretenden disfrazarla de eterna desesperanza
no circunstancial.
Sin la incentivación de la riqueza (o la ampliación hacia
una clase media mayoritaria), la pobreza seguirá reinando
disfrazada de “excusa de la piedad” (que es lo que provee de
diáfanos dividendos a los mercaderes del sufrimiento y la
iniquidad).
Ser rico es malo, insiste el plutócrata desde su cómodo
sitial. Ser pobre es bueno, aseveran “piadosamente” los que
componen el séquito que se nutre de la pobreza de los demás
(sean éstos de antes, de ahora o de después).
Esa es nuestra triste realidad.