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Entre pobreza y pobreza
por Liko Pérez
jueves, 5 junio 2008


Cada día se oyen más críticas a la debacle que vive la oposición en Venezuela. En realidad, no sólo son críticas o quejas infundadas sino que más bien forman parte de un proceso de introspección que poco a poco nos va revelando una escondida y poco halagadora verdad; mostrándonos, cada vez con más claridad, que nuestra realidad no sólo se encuentra y se desprende de lo que pasa ahora sino más bien de lo que pasó con anterioridad.

Me cuesta trabajo pensar que aún queden dudas en cuanto al origen de nuestro mal, ya que por más que se quiera disfrazar, Chávez no es sino una repotenciación de lo peor de la cuarta república. Sin embargo, al contrario de lo que hoy resta de aquélla, disfruta éste de la ventaja de encontrarse “aparentemente” deslastrado de todo el mal que hizo posible la existencia de su nefasto movimiento bolivariano.

Aunque la enfermedad heredada se apresta hacia su tercera crisis (ya que la primera fue la traición a la justicia democrática y la segunda la que hizo posible la instauración del chavo-populismo), percibimos con poca preocupación (al notar de nuestras circunstancias actuales) la devastadora metástasis que se nos avecina: nada más y nada menos que el establecimiento de un embrutecedor fascismo que, con ayuda extranjera, rebasa la capacidad de asombro de nuestra sociedad.

Ahora bien, el pueblo, ese conglomerado tan difícil de definir, al margen de las ilusas definiciones del actual discurrir político nacional (tanto por parte de la oposición como por parte del oficialismo), sabe lo que es la libertad; me refiero, más que nada, al enraizado libre albedrío que parece haber caracterizado nuestra vernácula manera de discurrir y que hace oposición tácita, tanto a la misma oposición como al hipotético oficialismo popular.

Mi análisis, tristemente, se centra en las sutiles diferencias que puedan existir entre “hambre con libertad” o “medio hambre sin libertad”.

Desafortunadamente (y digo “desafortunadamente” por lo del hambre secular), toda mi reflexión tiene que ver con el cómo vivíamos antes y el cómo vivimos ahora (al margen del estigma de la pobreza); ya que dicha comparación nos puede ayudar, si actuamos pragmáticamente, a poder entender nuestros errores sociales y comprender cómo podríamos subsanarlos para lograr un futuro mejor.

Sin entrar en profundidades, y más bien a manera subjetiva, me atrevo a asegurar que antes, aunque también existía una población marginalizada no reconocida (o sin identidad aparente), al mismo tiempo existían algunos derechos jurídicos y democráticos; sobre todo, derechos asequibles para una gran mayoría de la población (posiblemente esa que formó parte de la desmantelada clase media de hoy).

Gobernar demagógicamente para los pobres ha sido, desde el plan de emergencia de Larrazábal en 1958, siguiendo por la pretendida tarjeta Mi Negra de Rosales y hasta las dadivosas misiones de los bolivarianos de hoy, simplemente una manera de explotar, capitalizar, “clientelizar” y usufructuar una miseria social que no hemos querido extirpar: hablo de la pobreza de los sin pan, de los sin techo, de los sin trabajo, de los sin moral, educación y buenas costumbres; de los que antes no existían pero que tampoco lograrán existir a menos que logren seguir existiendo como un virtual concepto retórico de fácil manipulación.

Contradictoriamente, el capital más productivo de Venezuela es quizás su pobreza; cosa de la que todos, a empellones, se quieren adueñar. Cosa que de paso crea aceptables aquiescencias a aquellos que al hacerla suya la enarbolan como única causa de nuestra enfermedad. Olvidando que tras de ella (tras la pobreza), también existe un mar de posibilidades que desborda ampliamente los míseros anhelos de aquéllos que pretenden disfrazarla de eterna desesperanza no circunstancial.

Sin la incentivación de la riqueza (o la ampliación hacia una clase media mayoritaria), la pobreza seguirá reinando disfrazada de “excusa de la piedad” (que es lo que provee de diáfanos dividendos a los mercaderes del sufrimiento y la iniquidad).

Ser rico es malo, insiste el plutócrata desde su cómodo sitial. Ser pobre es bueno, aseveran “piadosamente” los que componen el séquito que se nutre de la pobreza de los demás (sean éstos de antes, de ahora o de después).

Esa es nuestra triste realidad.


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