La
tendencia segregacionista de la sociedad venezolana no es
nueva, simplemente se ha hecho más evidente a causa de su
multiplicación durante la V República.
Sin embargo, no es totalmente cierto que el pueblo
venezolano sea clasista, en el sentido tradicional
sociológico, sino que más bien padece de una lamentable
ignorancia sobre su propia identidad social; y no menos
perjudicial, padece también de una recalcitrante actitud de
facilismo patológico que lo obliga a la inmediatez.
El progresivo desbalance social que tradicionalmente ha
vivido el país durante las últimas décadas ha logrando
degradar nuestros últimos resquicios de solidaridad y nos ha
encaminado, peligrosamente, hacia una vigorización de la
agresividad social.
En Venezuela, cosa triste e inaceptable, todos sabíamos,
tácitamente, que nuestro entorno social andaba mal. Sin
embargo, nunca tomamos medidas preventivas que funcionaran a
largo plazo. Hoy, recordando los pecados del pasado y
exacerbando el dañino patrón de la retaliación, los
parcialmente reivindicados del apartheid de ayer no ven otra
salida sino la de pagar con la misma moneda con que fueron
pagados. Y los nuevos segregados, las victimas del apartheid
actual, adolecen de un sustento moral para subsanar el mismo
mal que otrora miraran con ingenua indiferencia.
Sencillamente, vivimos enceguecidos por las culpas de ayer y
de hoy, cosa que entorpece la necesidad de trascender
nuestra vernaculísima y tradicional actitud de revanchismo
perpetuo.
Hablamos de diálogo y reconciliación, de inclusión y
solidaridad social, sin lograr concretar estrategias
pragmáticas plausibles, y seguimos corriendo el mismo
peligro de embelezarnos con elocuencias manipuladoras de
nuestra verdadera identidad.
De hecho, no entendemos nuestro dilema de manera cabal sino
de manera superficial. Nadie se atreve a plantear,
seriamente, que en Venezuela no existen chavistas ni existen
escuálidos, sino simplemente venezolanos que reiteradamente
han sido manipulados por élites cargadas en mayor o menor
grado de retóricas populistas narcóticas; élites que, ajenas
al sentimiento de abnegación que es necesario para liderar,
nunca entendieron la importante necesidad de velar,
eficiente y casi religiosamente, por el bienestar de sus
vecinos (fueran estos quienes fueran).
La no inclusión, sin lugar a dudas, es la nefasta carcoma
que terminó de liquidar nuestro mal llamado bienestar
social. Pero la supuesta inclusión por lástima, a través del
clientelismo político (tanto ahora, como antes o después),
aunque se extienda a todos los excluidos del momento, no
hará sino acrecentar aún más la condición de “excluidos” de
quienes reciben las dádivas; abonando, más bien, un
facilismo soporífero que peligrosamente degenera las fuerzas
que promueven la verdadera superación individual.
Nuestro actual malestar, sanamente creado por la vitalidad
que generan los procesos de introspección (que
reiteradamente se alimentan de sufrimientos concretos)
debería lograr trasvasarnos positivamente hacia el cambio de
actitud que necesitamos para lograr el esperado bienestar.
Sin lugar a dudas, este nefasto experimento bolivariano,
vestido del más asqueroso clientelismo político, va llegando
a su fin, dejándonos absolutamente solos ante un vacío que,
aunque incita a la creatividad, será difícil de manejar si
no logramos desenmascarar nuestra simulada identidad social.
A pesar de que la sociedad venezolana en general (cosa
positiva) ha logrado trascender algunas de las barreras
antes imposibles de trascender, entre otras cosas la de
reconocer abiertamente el abismo sociocultural que divide a
nuestra sociedad, deberemos ahora asumir, con extrema
seriedad y eficiencia, la inherente responsabilidad que
dicha trascendencia plantea: o sea, la inclusión integral
(techo, salud, trabajo, educación) de todos los sectores
segregados.
¿Lograremos con ello que no sólo desaparezca esta quimérica
V República sino también nuestra añeja e irresponsable
actitud de no querer reconocer la negativa tendencia a la
segregación que nos caracteriza?