Lo
único bueno que Chávez está haciendo (sin darse cuenta) con
la exhumación del manoseado halo sagrado de Bolívar, es
devolvernos su simple y digna condición profana.
Bolívar era laico, secular, seglar, lego, mundano, carnal,
temporal, civil y militar. Y en ningún momento pudo haber
sospechado que la historia le arrebataría su verdadera
identidad profana para convertirla, fabulosamente, en todo
lo contrario: en un icono mágico profundamente divorciado de
su pragmático discurrir.
Las razones del presidente están posiblemente relacionadas
con la necesidad de “impactar” (violar, hollar, manchar,
mancillar, mofarse, envilecer, degradar, corromper,
quebrantar), en aras de alcanzar o hacer suyas las victorias
de Bolívar. En consecuencia, le trastoca la imagen sagrada
para convertirla de nuevo en la de un mortal de carne y
hueso. De esta manera, Bolívar aparece más vulgar y cercano,
mientras que él, que ha de tocar sus huesos, presume
investirse de la identidad mítica del Libertador.
En realidad, lo que está haciendo “el vengador” de los
supuestos asesinos del Libertador, es matar de nuevo a
Bolívar, única sombra que enturbia su “gloriosa” vanidad.
La excesiva actitud narcisista del Presidente no sólo lo va
arrastrando al suicidio de su propio yo sino que, mucho
peor, nos arrastra a todos los que seguimos aceptándolo como
parte de nuestra realidad.
Si bien es cierto que desmitificar al Libertador es una
necesidad para lograr trascender su fabulada identidad y
recuperar su lucidez pragmática, no es saludable el hacerlo
desde una plataforma más mítica que el propio mal.
Evidentemente, no nos gobierna (como pretende) la
reencarnación de Bolívar, sino un orate embrollón de carne y
hueso que más que tras las rejas, debería estar entre las
cuatro paredes de un bien vigilado sanatorio mental.