Más
de dos millones de iraquíes se encuentran hoy exilados en
Siria e Irán, y muchos más están a la espera de la más
mínima oportunidad para hacer lo mismo; sin contar la larga
lista de personas que ya sustentan un refugio (motivados por
la brutal represión que caracterizó al régimen de Sadam
Hussein), en cualquier otra parte del mundo.
¿Huyen y huyeron de su propio país, de su propia cultura, de
su propia seguridad, sin entender que hubieran podido hacer
algo al respecto?
El efecto de la guerra civil iraquí, alimentada desde hace
varios decenios por una política segregacionista por parte
del régimen de Sadam Hussein, nos muestra lo fácil que es
sembrar odio y lo difícil que es contrarrestarlo.
En nuestra propia casa, desde el inicio del gobierno de Hugo
Rafael Chávez Frías, hemos ido experimentando (sin estar
conscientes de sus graves consecuencias), una política
segregacionista altamente eficiente que ha dividido a
nuestro país en dos bloques antagónicos; los cuales, en aras
del bienestar, deberían más bien haber sido unificados.
Aunque no observemos en Venezuela los mismos problemas
religiosos de Irak (con sus sunitas y chiítas), estamos
viviendo un conflicto de identidad similar que, aunque no
sea religioso, nos divide entre “oligarcas destronados” y
“paupérrimos esperanzados”.
No necesito mencionar los despidos, los desalojos, las
expropiaciones y todo lo demás que conlleva esta sistemática
segregación bolivariana. Ni las reiteradas promesas
inconclusas de este gobierno para con sus pobres. Pero sí
quiero dejar en claro que, extrañamente inconscientes, no
hemos logrado deducir, o visualizar, las desastrosas
consecuencias que esa sistemática segregación nos puede
deparar.
¿Será que podremos encontrarnos en el espejo iraquí
(retrospectivamente)?
Cada día que transcurre se multiplican en nuestro país,
gracias a la praxis discriminatoria del gobierno
bolivariano, antagonismos internos entre vecinos, hermanos,
partidos políticos, credos y razas. Es como una situación de
barbarie que todos sentimos crecer, pero que nadie se atreve
a desarmar.
- ¡Quien se quiera ir, que se vaya…! – ha manifestado
indolentemente nuestro presidente, sin entender que comete
uno de los crímenes más punibles de la historia (cosa que no
le importa, porque con nuestra sumisa venia se cree Dios y
dueño de toda verdad).
Entonces, el dividir para reinar, como han hecho muchos
otros sátrapas (conscientes o inconscientes de su macabro
quehacer), no debería ser algo que pueda pasar
desapercibido; algo que pueda dejar de ser punible por el
solo y simple hecho de incurrir, todos nosotros, en una
liviana incomprensión de sus consecuencias.
Aunque en estos momentos cueste creerlo, de generarse
cualquier conflicto de tipo civil en Venezuela, cosa que es
fácilmente predecible con este efectivo estado totalitario
(y una economía en franca contradicción con sus
necesidades), estaremos entrando, poco a poco, en una
escalada de violencia y represión que, aunque no escapa a
los ojos avizores de nuestros conspicuos historiadores,
seguimos simplemente observando con cierta ingenuidad e
indiferencia deleznando, con esa ingenua actitud, la
potencialidad que ese presunto conflicto sería capaz de
generar.
En el peor de los casos, si Venezuela lograse llegar a la
misma catastrófica situación que Irak vive, ¿A quién
ayudaría Colombia, a quién ayudaría Brasil, a quiénes
ayudarían los Estados Unidos o la Unión Europea?
La necesidad mundial de la energía que genera nuestro
petróleo, las agallas totalitarias de un dictador
irresponsable y el creciente proceso de militarización de
nuestra sociedad conforman una mezcla explosiva difícil de
manejar, cosa que tarde o temprano nos traerá lamentables
consecuencias.
¿Seremos capaces de vernos en ese espejo?
Mejor es que comencemos a ayudarnos nosotros mismos,
reconociéndonos como merecedores de iguales oportunidades;
antes de que sea tarde y nos pase como a Irak, ya que sin
darnos cuenta puede que “el tiempo” (furtivo cómplice de lo
inesperado) nos lleve hasta allá; hasta el dolor
incomprensible, hasta el mismo confín de la irreversibilidad
de una catástrofe.