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El mito de la destrucción creadora
por Luis Beltrán Petrosini
miércoles, 29 julio 2009


Corrían los meses finales de 1812 cuando Napoleón, con una enorme humillación a cuestas después de la estrepitosa derrota sufrida, salía de Moscú y emprendía con su diezmado ejército el camino de regreso a Francia. Para esa época, el zar Alejandro I, en agradecimiento a Jesucristo, a quien consideraba el salvador de la patria, pensó en levantar un gigantesco templo en su honor y ordenó a un grupo de arquitectos el inicio del proyecto. Casi 50 años duraron los trabajos a partir de que fueran iniciados en 1830 por Nicolás I y seguidos por Alejandro II, hasta que finalmente la gigantesca obra fue bendecida en 1883. Ese orgullo del arte ruso que maravilló al mundo entero con sus impresionantes muros de más de 3 metros de grosor y con la dotación de auténticas joyas artísticas en su interior sobrevivió apenas hasta 1931, cuando el “genio” destructor de Stalin decidió que esa rémora del zarismo debía ser sustituida por una obra que pusiera de relieve el nuevo espíritu ruso; nada mejor para ello que la construcción del Palacio de los Sóviets, edificación que dejaría minúsculo al más alto edificio de la época, el Empire State de Nueva York. La colosal edificación habría de ser el símbolo de la nueva Rusia, esa que moldeaba una nueva sociedad y un nuevo ser distinto del decadente pueblo de occidente. La historia describe el rotundo fracaso del nuevo proyecto, así que el sitio donde una vez estuvo el gran Templo de Cristo Salvador se convirtió, a la vuelta de los años, en el aposento de una enorme piscina donde los moscovitas muestran su fortaleza bañándose al aire libre en los más fríos días invernales.

La historia constituye un buen ejemplo del quehacer cotidiano de los líderes que dominan todas las ciencias y las artes. El padrecito Stalin, como le decían, era un verdadero conocedor de todo. Sabía de historia, de economía, de poesía, de lingüística y, con la transformación urbana de Moscú, demostró que también era un arquitecto… pésimo, pero arquitecto al fin, sin olvidar que también era un aquilatado experto en sangrientas purgas, característica común -esta última- a todos aquellos ungidos por los dioses del Olimpo para transformar sus pueblos y engrandecerlos. Adicionalmente, estos portentos dejan sus ideas muy bien documentadas, como para que la Historia y las futuras generaciones puedan deleitarse con su lectura y análisis. Así, hoy podemos admirar las genialidades pergeñadas en los documentos que revelan los pensamientos de Perón, o los del presidente Mao, de Gadafi, de Idi Amin, de Stroessner, de Ceaucescu, de Castro o de Mugabi, por sólo mencionar a unos pocos de esos paladines que han hecho turbar de envidia los espíritus de Sócrates y Platón.

Un buen número de estos ungidos comparte otra característica. Al igual que el padrecito de nuestro ejemplo, siempre tienen en mente la construcción de una nueva sociedad y de un hombre nuevo. Si para ello es necesario pasar una aplanadora por todo aquello que constituya un valioso activo del pasado, pues no importa su total destrucción. Así como fue reducido a escombros el Templo de Cristo Salvador para dar lugar al prometido y nunca construido gran Palacio de los Soviets, las obras que provienen del pasado no representan nada importante. Y si lo hacen, carece de importancia su destrucción, pues sólo lo cimentado por el nuevo régimen contribuye al nacimiento de la nueva sociedad. Pero no sólo lo material se desprecia. Igualmente, hasta hay que cambiar los viejos paradigmas que podrían impedir el alcance de los nuevos objetivos. Si hay que olvidar la ética, el profesionalismo, el correcto uso del lenguaje, por sólo citar algunos valores sociales, pues también se recurre a ignorarlos. Y si es necesario, también la Historia deberá sufrir cambios. El líder supremo es el que dictamina cómo ocurrieron los hechos en el pasado y es el único que interpreta correctamente las ideas que contribuyeron a la formación de una conciencia nacional. Al fin y al cabo, el fin supremo que sólo el líder comprende a plenitud justifica cualquier barbarie.

No podía dejar de faltar en este compendio de características la más recurrente de todas. No puede aceptarse ningún tipo de disidencia en relación con el rumbo establecido por el salvador de la patria. Esa desviación debe ser destruida, aniquilada. Stalin y varios de los ejemplares mencionados procedían a desaparecerla físicamente. Hoy existen métodos más refinados. Quien disiente debe ser convertido en un paria social, en algo inexistente y, si es aún visible, debe ser despreciado y objeto de represión implacable. No puede coexistir de ninguna manera con lo que se intenta crear.

En fin, a estos poderosos nunca les faltaron ideas magistrales para destruir lo existente, pero sí les escasearon los fundamentos esenciales en la construcción del nuevo proyecto. Por ello, cuando surge un iluminado de esos como salvación para remplazar a regímenes corruptos e ineficientes, incapaces de solventar graves problemas colectivos, en la mayoría de los casos -por no afirmar tajantemente que en todos- tan solo se produce un regreso al punto de partida. Definitivamente, la destrucción nunca condujo al surgimiento de algo positivo distinto de lo que había. Casi siempre se tradujo en algo mucho peor.


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