Corrían
los meses finales de 1812 cuando Napoleón, con una enorme
humillación a cuestas después de la estrepitosa derrota
sufrida, salía de Moscú y emprendía con su diezmado ejército
el camino de regreso a Francia. Para esa época, el zar
Alejandro I, en agradecimiento a Jesucristo, a quien
consideraba el salvador de la patria, pensó en levantar un
gigantesco templo en su honor y ordenó a un grupo de
arquitectos el inicio del proyecto. Casi 50 años duraron los
trabajos a partir de que fueran iniciados en 1830 por
Nicolás I y seguidos por Alejandro II, hasta que finalmente
la gigantesca obra fue bendecida en 1883. Ese orgullo del
arte ruso que maravilló al mundo entero con sus
impresionantes muros de más de 3 metros de grosor y con la
dotación de auténticas joyas artísticas en su interior
sobrevivió apenas hasta 1931, cuando el “genio” destructor
de Stalin decidió que esa rémora del zarismo debía ser
sustituida por una obra que pusiera de relieve el nuevo
espíritu ruso; nada mejor para ello que la construcción del
Palacio de los Sóviets, edificación que dejaría minúsculo al
más alto edificio de la época, el Empire State de Nueva York.
La colosal edificación habría de ser el símbolo de la nueva
Rusia, esa que moldeaba una nueva sociedad y un nuevo ser
distinto del decadente pueblo de occidente. La historia
describe el rotundo fracaso del nuevo proyecto, así que el
sitio donde una vez estuvo el gran Templo de Cristo Salvador
se convirtió, a la vuelta de los años, en el aposento de una
enorme piscina donde los moscovitas muestran su fortaleza
bañándose al aire libre en los más fríos días invernales.
La
historia constituye un buen ejemplo del quehacer cotidiano
de los líderes que dominan todas las ciencias y las artes.
El padrecito Stalin, como le decían, era un verdadero
conocedor de todo. Sabía de historia, de economía, de
poesía, de lingüística y, con la transformación urbana de
Moscú, demostró que también era un arquitecto… pésimo, pero
arquitecto al fin, sin olvidar que también era un aquilatado
experto en sangrientas purgas, característica común -esta
última- a todos aquellos ungidos por los dioses del Olimpo
para transformar sus pueblos y engrandecerlos.
Adicionalmente, estos portentos dejan sus ideas muy bien
documentadas, como para que la Historia y las futuras
generaciones puedan deleitarse con su lectura y análisis.
Así, hoy podemos admirar las genialidades pergeñadas en los
documentos que revelan los pensamientos de Perón, o los del
presidente Mao, de Gadafi, de Idi Amin, de Stroessner, de
Ceaucescu, de Castro o de Mugabi, por sólo mencionar a unos
pocos de esos paladines que han hecho turbar de envidia los
espíritus de Sócrates y Platón.
Un buen
número de estos ungidos comparte otra característica. Al
igual que el padrecito de nuestro ejemplo, siempre tienen en
mente la construcción de una nueva sociedad y de un hombre
nuevo. Si para ello es necesario pasar una aplanadora por
todo aquello que constituya un valioso activo del pasado,
pues no importa su total destrucción. Así como fue reducido
a escombros el Templo de Cristo Salvador para dar lugar al
prometido y nunca construido gran Palacio de los Soviets,
las obras que provienen del pasado no representan nada
importante. Y si lo hacen, carece de importancia su
destrucción, pues sólo lo cimentado por el nuevo régimen
contribuye al nacimiento de la nueva sociedad. Pero no sólo
lo material se desprecia. Igualmente, hasta hay que cambiar
los viejos paradigmas que podrían impedir el alcance de los
nuevos objetivos. Si hay que olvidar la ética, el
profesionalismo, el correcto uso del lenguaje, por sólo
citar algunos valores sociales, pues también se recurre a
ignorarlos. Y si es necesario, también la Historia deberá
sufrir cambios. El líder supremo es el que dictamina cómo
ocurrieron los hechos en el pasado y es el único que
interpreta correctamente las ideas que contribuyeron a la
formación de una conciencia nacional. Al fin y al cabo, el
fin supremo que sólo el líder comprende a plenitud justifica
cualquier barbarie.
No
podía dejar de faltar en este compendio de características
la más recurrente de todas. No puede aceptarse ningún tipo
de disidencia en relación con el rumbo establecido por el
salvador de la patria. Esa desviación debe ser destruida,
aniquilada. Stalin y varios de los ejemplares mencionados
procedían a desaparecerla físicamente. Hoy existen métodos
más refinados. Quien disiente debe ser convertido en un
paria social, en algo inexistente y, si es aún visible, debe
ser despreciado y objeto de represión implacable. No puede
coexistir de ninguna manera con lo que se intenta crear.
En fin,
a estos poderosos nunca les faltaron ideas magistrales para
destruir lo existente, pero sí les escasearon los
fundamentos esenciales en la construcción del nuevo
proyecto. Por ello, cuando surge un iluminado de esos como
salvación para remplazar a regímenes corruptos e
ineficientes, incapaces de solventar graves problemas
colectivos, en la mayoría de los casos -por no afirmar
tajantemente que en todos- tan solo se produce un regreso al
punto de partida. Definitivamente, la destrucción nunca
condujo al surgimiento de algo positivo distinto de lo que
había. Casi siempre se tradujo en algo mucho peor.