Eso que
comenzó como un movimiento democrático en contra de un
régimen autoritario y represivo, como lo fue en Irán el del
Sha Mohammad Reza Pahlevi, ya muestra todos los indicios de
haber degenerado en tiranía de los ayatolás en sustitución
de la del Sha.
En
efecto, lo que calificara Ryszard Kapuscinski como “la
última gran revolución de masas del siglo XX” y que
concluyera con el derrocamiento del Sha y le proyectara al
mundo un esperanzador horizonte de democracia y libertad,
devino en un régimen totalitario más, común y corriente, que
ya asesta el zarpazo definitivo para liquidar de una vez por
todas cualquier vestigio de disidencia y oposición. La
simple proclamación de los resultados de las elecciones que
se llevaron a cabo la semana pasada, donde se adjudica la
victoria al actual mandatario, ha desatado una ola de
protestas y manifestaciones como no se habían visto en el
país en los últimos treinta años. Pese a la prohibición
oficial, centenares de miles de iraníes se lanzaron a la
calle el pasado lunes, en abierto desafío a la represión
gubernamental. Para algunos observadores, la situación
actual en Irán es similar a la de la revolución de 1979, e
incluso, como lo destaca un periodista iraní en
declaraciones ofrecidas a la BBC de Londres, “las consignas
que se escuchan en las calles reclamando libertad y justicia
recuerdan el clamor de aquellos días.” De acuerdo con las
informaciones que han trascendido, el núcleo opositor más
importante al régimen de Ahmadineyad está constituido por
las generaciones más jóvenes y por las mujeres. Estos grupos
parecen no estar satisfechos con la revolución que hicieron
sus padres y claman por su propia revolución. Ya parecieran
estar hartos de un debate que los ayatolás intentan mantener
vigente después de 1.800 años: si el poder emana de Dios o
del pueblo, cuando todo ello les importa poco y lo que
buscan es alcanzar la modernidad y una vida libre y digna.
Pero en realidad, lo que está en juego en el tablero
político iraní es la disputa por el poder entre los ayatolás.
La
división más profunda se presenta entre el líder supremo, el
ayatolá Jamenei, y el segundo hombre más importante de Irán,
el ayatolá Rafsanyaní, quien apoyó abiertamente la
candidatura de Musaví, el candidato perdedor según los
resultados oficiales emitidos por el llamado Consejo de
Guardianes. En realidad, no puede hablarse de Musaví como un
revolucionario que cambiaría radicalmente la conducción del
Estado. No se trata de que las diferencias entre los
ayatolás supongan transformaciones profundas según sea una u
otra la tendencia que domine el escenario político. Es una
lucha más por el poder, de esas que se libran cotidianamente
en todos los rincones del planeta, pero en ésta existe un
ingrediente que los líderes no van a poder ignorar: los
iraníes están en la calle y, por los hechos ocurridos hasta
ahora, estimo que van a seguir en ella hasta alcanzar sus
objetivos de justicia y libertad. Para el momento de
escribir esta nota, siete personas han muerto en medio de la
represión ejercida contra las manifestaciones, pero
continúan en las calles, y ya no sólo de la capital sino
también en el interior del país. Los seguidores de
Ahmadineyad, a su vez, también se han desplegado a
manifestar su apoyo al régimen, por lo que la situación se
hace cada vez más tensa. Los opositores son reprimidos por
la policía y por las llamadas fuerzas Basij, una suerte de
milicia de “voluntarios” que respaldan al presidente y que
patrullan la capital en motos, armados con palos y pistolas,
agrediendo abiertamente a todo aquél que manifieste algún
rasgo de disidencia.
Curioso
comportamiento, pero, ciertamente, ya común en regímenes con
características similares. Pero independientemente del
veredicto final que dicte en los próximos días el Consejo de
Guardianes, el que, seguramente, como cualquier consejo
electoral que se respete, favorecerá al régimen, la semilla
de la rebeldía está sembrada en suelo iraní y a la larga
nadie podrá impedir que germine. El señor Ahmadineyad podrá
hacer uso de todo el poder represivo que tiene a su
disposición, pero esa misma represión aumentará el caudal de
las fuerzas opositoras y terminará como la historia enseña
que los tiranuelos terminan siempre. Esa división,
aparentemente irreconciliable, que ha provocado en el país,
terminará por hacerle sucumbir. Tarde o temprano, pero así
ocurrirá. Y pensar que todavía en el mundo hay quienes no
aprenden las lecciones que la historia proporciona.