No hay
pruebas evidentes, o las que han presentado los voceros
oficiales son excepcionalmente ridículas, como para inferir
que pongan en peligro la estabilidad del gobierno, mediante
la consumación de un golpe de Estado militar o cívico
militar. Lo que sí es evidente que desestabiliza al
Presidente de la República y en especial a los chavistas
duros que no creen en la alternabilidad en el poder, es la
proximidad de un inevitable golpe electoral que el 23 de
noviembre le propinará la mayoría de los venezolanos en las
principales gobernaciones y alcaldías del país.
El
golpe electoral parece ineludible porque después de 10 años
de gobierno del Presidente Chávez y en particular de sus
gobernadores y alcaldes, a quienes la opinión pública en
cada una de sus respectivas jurisdicciones va enjuiciar
mediante el voto universal, directo y secreto, según todas
las encuestas conocidas, son repudiados por su ineptitud
para administrar los dineros públicos y por su corrupción
inocultable y en muchos casos ostentosa.
E
incluso, aunque el Comandante en Jefe logre convertir las
elecciones regionales y municipales en un plebiscito, el
golpe electoral tendrá una contundencia similar, porque la
administración central también ha sido y es cuestionada por
la incapacidad y la corrupción que se eleva a la enésima
potencia, al extremo de quedar al desnudo hasta fuera de
nuestras fronteras. Esa misma administración centralista
ocupa uno de los últimos lugares en el mundo en materia de
eficacia y transparencia, y uno de los primeros en el manejo
inescrupuloso de más de 700 mil millones de dólares durante
los diez años de gobierno. No hay mayores posibilidades de
que los estrategas electorales del chavismo logren ocultar
el fracaso de una revolución de papel sustentada en un
discurso demagógico y populista, que consiguió engañar por
varios años a un buen sector depauperado de la población,
asustar a la clase media dirigente con el exterminio y a los
productores con la confiscación o expropiación de sus
bienes.
Ese
discurso incendiario, “antiimperialista” del Comandante
Chávez ha perdido gran parte de su conexión con los sectores
populares, que en poco tiempo descubrieron la manipulación
de que eran objeto y hoy protestan casi todos los días en
diferentes ciudades del país, por el incumplimiento de sus
promesas. El discurso nacionalista se ha agotado con el
empobrecimiento de la clase media, víctima de la inflación y
los bajos sueldos, y por la quiebra de más de la mitad de
las industrias que existían para 1998 cuando asciende al
poder. Todo el país ha observado con perplejidad cómo se
gastan miles de millones de dólares en armamento, mientras
el territorio nacional es ocupado por el hampa, el
narcotráfico y el sicariato, haciendo del robo y el
asesinato la gran tragedia de los venezolanos en esta última
década.
Y por
si no fueran suficientes los trágicos males que estrangulan
la vida de los venezolanos en nuestras fronteras, los
boliburgueses nacidos y enriquecidos ilícitamente en los
intríngulis del gabinete del Comandante en Jefe, mediante el
cobro de comisiones, la compra de los bonos basura, el
contrabando de dólares para financiar campañas electores en
otros países con dinero de PDVSA, y detenidos en los Estados
Unidos, cuentan cómo se hicieron ricos en pocos meses y con
quienes compartieron el dinero producto del tráfico ilegal.
En síntesis, la delincuencia organizada desde las alturas
del poder y la acusación, aún por probar desde luego, de
tráfico de drogas de los más altos jefes de inteligencia del
régimen, hacen indetenible el GOLPE ELECTORAL del 32 de
noviembre.