Cada vez se
hace más evidente que la economía venezolana ha entrado en
un nuevo ciclo caracterizado por la lentitud del crecimiento
y la aceleración de la inflación. La fase de expansión
acelerada está llegando a su final y cada vez más al gasto
público le cuesta impulsar una economía cuya principal
restricción para su crecimiento no es la falta de demanda
sino principalmente restricciones de oferta. Éstas se
manifiestan en una declinación de la inversión privada no
obstante la ausencia de cifras oficiales que evidencien lo
que ya es una realidad visible. Similarmente, está
influyendo en la baja capacidad de generar oferta una
política cambiaria suicida basada equivocadamente en el
abaratamiento del precio del dólar oficial para contribuir a
la disminución de la inflación, cuando tal medida lo que
propicia es la destrucción del plantel productivo nacional
al tiempo que deteriora al sector externo debido al exceso
de importaciones y las salidas de capital que promueve la
expectativa de devaluación futura. Un factor adicional que
en Venezuela se añade para achicar el crecimiento de la
economía tiene que ver con las estatizaciones y la amenaza a
los derechos de propiedad, todo lo cual inhibe la inversión
venezolana que se está trasladando a otras latitudes en
busca de mejor trato y un ambiente más propicio para hacer
negocios.
Las cifras
del BCV hablan suficientemente claro para que todo el mundo
entienda lo que sucede. En el primer semestre de 2007 la
actividad económica (PIB) creció 8,2% en tanto que en el
primer semestre de 2008 esa tasa de crecimiento se redujo a
6,0%, con un peligro rezago de la industria y la
agricultura, justamente los sectores productores de bienes
alimenticios. Por su parte, la inflación que en los
primeros seis meses de 2007 alcanzó 19,3% en el mismo lapso
de 2008 trepó hasta 28,6%, como se aprecia en el gráfico.
Acá no hay atenuantes: la economía crece menos con más
inflación: el peor de los mundos. Cuando una economía
comienza a perder el ímpetu del crecimiento por una
conducción errada de la política económica después cuesta
mucho reanudarlo. La historia reciente de Venezuela está
llena de esos episodios de auges petroleros que acabaron en
un fracaso estrepitoso y devaluaciones abruptas de la moneda
cuando se intentó fijar el tipo de cambio de forma
permanente para ilusoriamente reducir la inflación, como fue
manifiesto durante la presidencia de Luis Herrera Campíns
entre 1979 y 1983.
Con el menor
crecimiento ha aparecido una inflación elevada y pertinaz
que no cede y que no ha hecho otra cosa que acumularse en
virtud de los controles de precio y de cambio que lo único
que han hecho es represar el aumento de los precios y crear
distorsiones que al intentar corregirse parcialmente se
expresan en un rebrote de la tasa de inflación. Esta es una
de las lecciones de historia económica no aprendida en
Venezuela: que los controles son un absurdo porque no
contribuyen a bajar la inflación. Claro está, quien aplica
un control de precios y de cambio imaginan que él si lo hará
bien y que los anteriores fallaron por falta de voluntad. La
inflación tiene una fuerza destructiva sobre los salarios,
los ahorros y las pensiones al tiempo que enturbia el
proceso de toma decisiones económicas y por esas razones es
que los bancos centrales hacen esfuerzo para contenerla,
menos el de Venezuela, cuyas autoridades parecieran no
entender ni calibrar adecuadamente el conjunto de políticas
básicas para detener el alza de precios. Es tan precaria la
situación del banco central que uno de sus directores dijo
que entre las medidas que han adoptado para bajar la
inflación se cuenta la disminución de las tasas de interés.
Si esa aceleración de la inflación convive con un
estancamiento o declinación de la economía el cuadro se hace
más peligros todavía porque ello se traduciría en el temido
fenómeno llamado la estanflación.
Es una
lástima que Venezuela no esté aprovechando adecuadamente
estas condiciones excepcionalmente favorables de los precios
del petróleo para modernizar su economía y catapultarla
hacia un sendero de crecimiento estable, diversificado y con
equidad en la distribución del ingreso. Todo lo contrario,
al estatizar la economía y gobernar por decreto, con leyes
primitivas como la que establece el trueque como política de
Estado o la que persigue a las empresas que manufacturan
alimentos, lo que se hace es ahuyentar la inversión y
propiciar la emigración de los trabajadores calificados. El
enorme capitalismo de Estado que está se conformando augura
mal presagio para Venezuela toda vez que ese conglomerado de
empresas públicas se está tragando recursos que podían
destinarse a las inversiones más rentables que puede hacer
un gobierno: la salud y la educación.