Los
casos más patéticos de corrupción durante la gestión de Hugo
Chávez son los de naturaleza financiera. Ciertamente, un
entramado de complicidades, silencio y falencias
institucionales han permitido la gestación e impunidad de
casos notorios de irregularidades administrativas que en
cualquier país civilizado hubieran concluido con la apertura
de investigaciones para luego dar lugar a los actos de
condena a los implicados. El primero de esos casos se
refiere a la confesión pública por parte del Presidente de
la República de que se habían utilizado los recursos
acumulados en el Fondo de Inversión para la Estabilidad
Macroeconómica (FIEM) para un propósito diferente al
establecido en la ley. A ello siguió en 2002 la asignación
de bonos de la deuda pública a una casa de bolsa, Cedel, en
un proceso absolutamente carente de transparencia, lo que
llevó a la defenestración del entonces presidente de Bandes,
Jorge Pérez Mancebo quien en su justificada defensa alegó
que la negociación la había realizado el Ministerio de
Finanzas de entonces.
Igualmente, en este despacho se fraguó el pago de unas notas
promisorias supuestamente emitidas por el desaparecido Banco
de Desarrollo Agropecuario (Bandagro) en 1981 por más de US$
600 millones que se intentaron cobrar cuando el 8 de agosto
de 2003 desde la Consultoría Jurídica del Ministerio de
Finanzas, salió un dictamen que aseguraba que esos títulos
valores (notas promisorias) debían ser cancelados una vez
que la Procuraduría General de la República lo ratificara,
tal como en efecto sucedió el 3 de octubre de 2003, según el
pronunciamiento atribuido a la oficina a cargo de Marisol
Plaza. Al abortarse la operación, por denuncias aparecidas
en Tal Cual, los reclamantes demandaron al Estado venezolano
y como consecuencia de ello, se ha tenido que pagar en
honorarios profesionales a bufetes relacionados a las altas
esferas del poder aproximadamente US$ 5 millones. Por este
daño al patrimonio público nadie responde ni responderá
debido a la confabulación y complicidad que existe en el
actual gobierno, al igual que durante los últimos años de la
denostada IV República. Súmese a ello la compra del antiguo
edificio sede del Citibank y el inmueble donde funciona la
Escuela Nacional de Hacienda en La Urbina, en operaciones
donde las edificaciones cambiaron de precios por varios
millones de dólares en pocas semanas.
Pero la operación favorita del
andamiaje de la corrupción roja en Venezuela ha sido con
bonos de la deuda pública, tanto interna como externa. A
partir de 2001 el Gobierno de Venezuela acelera el paso del
endeudamiento público y después de 2002 se generaliza una
modalidad denominada dación en pago, mediante la cual a
determinados entes se le asignaba recursos fiscales con
bonos de deuda pública. Muchos de esas instituciones para
disponer de efectivo, debían negociar los bonos y lo
hicieron con un número pequeño de determinados bancos, los
cuales aplicaron un sustancial descuento a la transacción,
el cual muy probablemente repartieron con funcionarios
públicos, quienes sugerían los bancos a donde debían
concurrir los contratistas y proveedores afectados. A ello
se sumó el injustificado endeudamiento al cual fue sometida
Venezuela en 2005, lo que significó el pago de intereses
sobre una deuda que nunca ha debido contratarse en virtud de
los superávit de caja que mantenían las cuentas de la
Tesorería Nacional en el BCV y en el resto del sistema
bancario. Con esos fondos del Estado depositados en las
instituciones financieras, se le prestó dinero al mismo
Estado en una transacción bidireccional que seguramente
reportó jugosas utilidades a los involucrados.
La reina de las operaciones financieras fue, sin embargo, el
negocio de los bonos argentinos. Entre 2005 y 2006,
Venezuela compró aproximadamente US$ 3.850 millones de esos
papales con el objeto de apuntalar a las alicaídas finanzas
gauchas. Al principio esos bonos se vendieron a tres bancos
venezolanos que adquirieron los bonos al tipo de cambio
oficial con una pequeña prima para que la República de
Venezuela pudiese mostrar un beneficio en la transacción.
Posteriormente, esos bonos ahora en manos de esos bancos,
fueron negociados en la Bolsa de Valores de Nueva York y el
efectivo obtenido en dólares convertido a bolívares a la
tasa de cambio del mercado paralelo. Cuando el escándalo se
hizo público, el Ministerio de Finanzas optó por socializar
la asignación de los bonos a buena parte del sistema
financiero y todos quedaron contentos, con las alforjas
llenas y entones el presidente Chávez y José Vicente Rangel
justificaron la transacción y defendieron al ministro de
Finanzas. Pero las operaciones con títulos de deuda no se
quedan allí. A la largo de 2005, el Ministerio de Finanzas
asignó discrecionalmente “notas estructuradas” y bonos de la
deuda pública por US$ 1.385 millones a ciertos bancos, para
que fuesen empleados en el mercado paralelo para estabilizar
su cotización. Ese monto se amplió durante 2006 a más de US$
7.500 millones, con lo cual se dieron un banquete al comprar
títulos al precio oficial de la divisa y venderlos al del
mercado de “permuta”. Hubo para todos, pero especialmente
para los prestidigitadores del dinero en Venezuela.
Una actividad que compite en rentabilidad con los bonos es
la colocación de fondos públicos. Esta ha sido una de las
presas predilectas de comisionistas y negociantes que han
visto en los depósitos del Gobierno en el sistema financiero
privado por más de US$ 5.000 millones, una oportunidad que
no se podía desperdiciar. La Oficina Nacional del Tesoro,
dependiente del Ministerio de Finanzas, no empleó un
criterio claro, expedito y transparente para colocar esas
enormes sumas de dinero, mientras se ejecutaba el gasto
público. Ello creó incentivos poderosos para que mercaderes
con estrechas vinculaciones con el poder político accedieran
a una porción de esos fondos para depositarlos en ciertos y
determinados bancos. De esta manera la caza de esos fondos
del tesoro se transformó en una carrera de audaces
velocistas para llegar antes que el posible competidor.
Cabe destacar que en casi todas las operaciones comentadas
anteriormente, existe un pequeño número de instituciones
bancarias, las cuales siempre se han beneficiado de esa
relación perniciosa, discrecional y nada transparente con
funcionarios del actual gobierno, constituyendo el reducido
grupo de “bancos bolivarianos”, así denominado en los medios
financieros por su gran facilidad para hacer negocios con la
República Bolivariana de Venezuela.
Esto sugiere que el poder político tenía forzosamente que
ser partícipe de estas operaciones y si no las promovió al
menos las avaló. Parte de las ganancias derivadas de estos
negocios están destinadas a la conformación de proyectos
políticos de largo plazo donde el rédito de hoy es el precio
de la espera paciente. En un país como la actual Venezuela,
donde nada se mueve sin el consentimiento del jefe del
Estado, es muy difícil suponer que el presidente Hugo Chávez
desconozca la roja rojita corrupción financiera de
Venezuela. Por ello, el porcentaje corruptor tasado en 10%
en los gobiernos blancos y verdes se enrojeció hasta trepar
al 20%.