Parece
que la guerra fría, que en el resto del mundo es cosa del
pasado, sigue entre nosotros. Al decir entre nosotros quiero
decir en América Latina, en la región nuestra, en el
complicado barrio que nos tocó en suerte. Claro está, sólo
es una guerra de insultos, pero la historia nos demuestra
que las guerras de insultos tienden a convertirse en guerras
verdaderas. Y en el caso de ahora existe un elemento
adicional, inquietante, propio, precisamente, de la guerra
fría: el país que lleva la iniciativa, el que maneja los
látigos verbales, se encuentra en un proceso evidente de
armamentismo. Más que eso, en un proceso de militarización
de la sociedad. Todo se justifica por la supuesta necesidad
de defenderse del imperialismo yanqui, ese viejo fantasma,
pero nadie cree en serio que los norteamericanos estén
dispuestos a invadir a Venezuela a la manera en que
invadieron a Irak. Si no lo han hecho con Cuba, ¿por qué
motivo van a proceder contra Venezuela? ¿Para apoderarse del
petróleo? Me parece que no, y me parece, por lo tanto, que
la agresividad venezolana, que tiene una cara internacional,
obedece sobre todo a temas de política interna. Hugo Chávez
tiene una clara intención de convertirse en gobernante
vitalicio, al estilo de Fidel Castro. Para eso tiene
necesidad de radicalizar su revolución y de militarizarla,
para transformarla, como ocurrió en Cuba, en un "militarismo
socializante". Fue la expresión exacta que utilizó en 1970
uno de los primeros críticos de izquierda de la revolución
cubana, el agrónomo francés René Dumont, y fue acusado de
inmediato de agente de la CIA. ¿De qué otra cosa podían
acusarlo? Ahora la acusación está demasiado gastada y Hugo
Chávez, con su mal gusto verbal exuberante, con su extraña
mezcla de facilidad oratoria y de lirismo barato, recurre a
improperios diferentes, callejeros, como dicen algunos. Y lo
hace con un sentido curioso de la aliteración, de la rima
interior: "el insulso Insulza". Tenemos a un Borges, a un
Juan Rulfo, a un Neruda, pero son la excepción a la regla.
Lo que domina es la poesía de segunda fila, palabrera,
superficial, y la tontería. Por mi parte, estoy curado de
espanto hace tiempo. Cada vez respeto más los lenguajes
rigurosos, castigados, dotados de acidez y de humor,
sustentados en una lógica sólida.
El episodio me ha llevado a recordar, quizá en forma
arbitraria, una escena que me tocó presenciar en los salones
de la embajada chilena, en el número dos de la avenida de la
Motte-Picquet, en París, a mediados del año 1972. Jacques
Duclos, senador francés comunista que en aquellos años ya se
podía considerar histórico, había viajado a Chile y había
llegado a contarle al embajador chileno, su amigo Pablo
Neruda, sus impresiones políticas de la visita. Dijo, para
comenzar, algo que me pareció una síntesis notable de la
situación: el problema esencial del gobierno de Salvador
Allende, a su juicio, consistía en impedir que la clase
media del país se convirtiera en una base adecuada para una
aventura fascista. Era una manera de decirlo, claro está, y
había muchas otras. Pero el problema de Allende, según
Duclos, consistía en impedir que la clase media, exasperada
por la falta de orden público, por la inflación, por el
crecimiento del mercado negro, favoreciera un golpe militar.
Ni más ni menos. Para ser hecho a mediados de agosto o a
comienzos de septiembre de 1972, era un diagnóstico
adelantado y notablemente lúcido. Sólo un político muy
experimentado podía hacerlo de esa manera.
Pero en aquella conversación de un verano o de un otoño
europeo, el senador Duclos agregó dos elementos que hoy día
vuelven a plantearse, que son esenciales en la polémica
política de estos días. Uno de ellos tenía relación directa
con el tema de la perpetuación en el poder; el otro, con la
libertad de expresión. Jacques Duclos se manifestó muy
preocupado por las normas constitucionales chilenas que iban
a impedir la reelección de Salvador Allende al final de su
mandato. Y dijo, en seguida, que la nacionalización del
diario El Mercurio era una de las prioridades de la Unidad
Popular. Era otro diagnóstico crudo, de guerra fría, y una
declaración de principios que no se enmascaraba. Hablé,
entonces, del antiguo principio de la no reelección, que se
remontaba a los primeros años de la independencia
republicana y que estaba destinado a impedir las dictaduras.
Duclos me miró con una mirada fría, impávida, y no hizo el
menor comentario. Supongo que ya me había clavado en el
insectario de los momios, de los burgueses recalcitrantes.
Me parece recordar que la conversación cambió de curso y que
la intervención mía sobre la no reelección había caído como
un balde de agua fría.
Ahora Hugo Chávez, en su nueva proclamación presidencial,
nos habla con toda claridad y creo que sin la menor
ingenuidad de su posible reelección presidencial indefinida.
Y emprende su guerra verbal contra José Miguel Insulza, el
secretario general chileno de la OEA, a propósito del cierre
anunciado de un canal venezolano de televisión. Todo es
evidente, todo exige mirar este episodio sin hacerse
ilusiones. Para conseguir su reelección indefinida, Chávez
tiene la necesidad absoluta de controlar los medios de
prensa. De este modo, la reelección pasará a ser un rito
periódico, una simple formalidad. Ganará por setenta por
ciento y quizá por noventa y tantos por ciento, como ganaba
sus elecciones José Stalin y como también las ganaba el
general Francisco Franco. Insulza, entonces, que tiene un
pasado de joven de izquierda, militante de un partido, el
Mapu, que se situaba en los años de Allende a la izquierda
de los comunistas, asumió ahora una posición de social
demócrata moderado y puso el dedo en la llaga del chavismo.
No hay que olvidar que suena en Chile como "presidenciable"
y en un momento en que los presidenciables auténticos, de
verdadero peso político, brillan más bien por su ausencia.
De manera que la guerra verbal que hemos presenciado en
estos días no es tan accidental ni tan inocente como podría
parecer a primera vista.
La América de origen español y portugués, nos guste o no nos
guste, es el continente de la fijación en el pasado, de la
parálisis histórica. Nuestras guerras del siglo XIX siguen
vigentes. Y la guerra fría del siglo XX, que ha terminado en
todas partes, todavía no termina entre nosotros. De ahí que
el "socialismo real", que fracasó en forma estrepitosa en
Rusia, en Europa del Este, en Albania, y al que los chinos
le han dado una vuelta inesperada, astuta, de tradición
oriental, sigue presente, en calidad de alternativa posible,
entre nosotros. En Chile hemos cantado victoria debido al
apoyo que tuvo el secretario general Insulza en la última
reunión del consejo de la OEA. Yo no sería tan optimista. No
tenía nada de especial que los Estados Unidos, Honduras o
Guatemala apoyaran a Insulza en su entredicho con el
presidente venezolano. El único apoyo interesante, digno de
ser destacado, altamente sintomático, fue el del embajador
del Brasil. Pero también tenemos que destacar algunos
silencios no tan positivos: entre ellos, los de Argentina,
Uruguay, Perú y Bolivia. Es decir, el vecindario, el
conjunto del Cono Sur, sigue siendo difícil para Chile. La
mentalidad del siglo XIX, con sus conflictos territoriales,
sigue penando. Basta un exabrupto de Hugo Chávez para que la
falta de integración real quede en evidencia.
En consecuencia, seguimos en el siglo pasado, el de la
guerra fría, cuando no seguimos en el siglo XIX, el de las
guerras nacionales y de territorio. El tema de la mirada
fija al pasado, de las estatuas de sal, es un tema siempre
de hoy entre nosotros. Por eso estamos rodeados de
partidarios del socialismo real, de las estatizaciones, del
control del pensamiento, aun cuando nadie confiese esto
último de un modo abierto. En el parlamento chileno se llegó
a decir que nadie puede criticar el cierre de un canal de
televisión en Caracas porque el contexto venezolano es otro.
Me pregunto cuál es el contexto que justifica un atentado
tan flagrante contra la prensa independiente: ¿que el canal
en cuestión representa el criterio de las empresas privadas,
el del imperialismo norteamericano? Fidel Castro, en su
lecho de enfermo, debe de sobarse las manos. Por mi parte,
veo una división nueva, destinada a durar en la guerra fría
latinoamericana: los socialismos reales, confiscatorios,
retóricos, censores y militarizados, enfrentados a una
social democracia que a veces no se atreve a decir su
nombre, pero que aspira, eso sí, a construir sociedades
modernas, abiertas. Es una lucha de fondo, y ninguno de
nosotros podría tener la menor certeza sobre los resultados.
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Escritor chileno - Artículo publicado originalmente en
el diario español, El País |