Contrario
a la retórica presidencial, la historia muestra un
capitalismo renovado y vigoroso. El sistema económico
surgido con la revolución industrial, armado de la libertad
individual, los avances tecnológicos y la eficiencia del
mercado, no ha hecho otra cosa que florecer, sustituyendo el
socialismo fracasado de la URSS y sus satélites, China y
Vietnam. Hasta Cuba, emblema del estatismo asfixiante,
proclama la remuneración al trabajo según su productividad.
El éxito capitalista marcha con las
libertades económicas. Dónde estas se respetan, las
inversiones se multiplican generando riqueza y empleo
productivo, crece el poder adquisitivo y el bienestar
general.
En contraste el estatismo, cuyo principio es
sustraer recursos a los individuos para administrarlos,
termina gastándolos en burocracia y clientelismo, en
perjuicio de las mayorías. Cuando se analizan las cifras
recopiladas por el economista Maxim Ross se constata que
Venezuela creció sin inflación, por muchos años con el
petróleo a $3.00/barril. En esos años la clase media
representaba más del 33% de la población y la pobreza se
situaba por debajo del 15%.
En 1973 con la riqueza súbita producto de
factores geopolíticos, el estado se hizo poderoso,
nacionalizó los recursos naturales y el banco central;
inyectó fabulosos recursos a las empresas básicas
ineficientes; inició el desenfrenado gasto público
respaldado por un creciente endeudamiento y el país conoció
de primera mano lo que era inflación, el impuesto a los
pobres.
Desde entonces Venezuela no ha tenido paz con
la miseria. El estado falto de recursos por las inevitables
caídas del precio del petróleo, se aferró al expedito camino
de devaluar, generando mayor inflación y pobreza. A pesar de
las ricas lecciones, sobre lo que no debe hacerse,
este gobierno estatizador continúa creando dinero y
malversándolo con el propósito de perpetuarse en el poder,
olvidándose del pueblo.
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