Dos Destinos Contrapuestos

Por
Carlos Alberto Montaner

El comercio libre tiene muchos enemigos en América Latina. Sus principales adversarios, como los jinetes del Apocalipsis, son cuatro: la izquierda bananera empeñada en la resistencia heroica contra el imperialismo yanqui, la derecha proteccionista que quiere salvaguardar sus privilegios a cualquier costo, los sindicatos supuestamente comprometidos con el destino laboral de sus afiliados, y algunos religiosos legendariamente ignorantes en materia de economía. Los argumentos que emplean van desde el cuidado sofisma hasta la pedrada contra la inocente cristalera de un McDonald's.

En general, esos mismos grupos, auténticos fabricantes de miseria, son los que exigen un mayor ''gasto social'' sin tener en cuenta los ingresos reales de la hacienda pública ni reparar en los desequilibrios fiscales o en la presión inflacionaria que generan. Simultáneamente, se oponen a la competencia y a las inversiones extranjeras, rechazan la privatización de las empresas estatales, defienden conceptos disparatados como la ''soberanía alimentaria'', y se empeñan en mantener o ampliar unas llamadas ''conquistas sociales'' desconectadas de la realidad del mercado, del valor de la producción o del aumento de la productividad. Convenientemente, cuentan con dos perfectos punching bags para golpear de campana a campana: el llamado Consenso de Washington --una lista de sensatas recomendaciones macroeconómicas extraídas de la experiencia de las naciones punteras del planeta-- y el Tratado de Libre Comercio propiciado por Estados Unidos.

Frente a este comportamiento un tanto irracional está el adoptado por casi todas las naciones que a partir de 1989 abandonaron el comunismo. Las diez que hace pocas semanas ingresaron en la Unión Europea, pese a que tenían por delante la inmensa tarea de reinventar el capitalismo y la democracia, y pese a que partían del desabastecimiento, la pobreza y el atraso relativo en que las dejó el colectivismo marxista, lograron superar las dificultades iniciales y comenzaron a crecer con cierto grado de eficiencia, orden y equidad. Hoy todas ellas superan el per cápita promedio de América Latina medido en capacidad de compra. Eslovenia, la más exitosa del grupo, con 19,000 dólares de purchasing power parity, muy cerca del de España, ya es un país del primer mundo que dona una parte de su riqueza a los estados más pobres.

¿Cómo lo lograron? En general, privatizando activos en manos del estado, abriendo sus economías a la competencia y a las inversiones extranjeras, con una presión fiscal simple y aceptable --incluso baja en el caso de los países bálticos--, con moderación en el gasto público y fijando como objetivo principal la integración en el gran mercado europeo. En otras palabras, Bruselas --capital burocrática de la Unión--, como condición para su admisión al selecto club, les impuso a estas nuevas democracias unas normas de comportamiento similares a las recogidas en el Consenso de Washington al otro lado del Atlántico. Los europeos que provenían del totalitarismo aceptaron las reglas sin demasiada resistencia y tuvieron éxito. Hoy da gusto viajar por Praga, Budapest o Varsovia: son capitales limpias y prósperas en las que se respira un aire de modernidad y esperanza. Ya apenas quedan vestigios de la miserable era soviética, caracterizada por las filas de consumidores siempre temerosos de la policía e insatisfechos de la raquítica oferta de bienes y servicios.

Esta comparación entre los destinos divergentes de América Latina y Europa Oriental no es nada caprichosa. Hasta la década de los noventa del siglo XX ambos segmentos eran los más pobres y atrasados de Occidente: a partir de ese momento comenzó un proceso de cambios que en América Latina recibió el equívoco nombre de ''reforma neoliberal'' mientras en Europa occidental se hablaba, simplemente, de transición hacia la democracia y la economía de mercado. Al cabo de 15 años los resultados son evidentes: Europa Oriental, en general, ha tenido éxito. América Latina, con la clara excepción de Chile, ha fracasado o los resultados obtenidos son notablemente mediocres.

¿Por qué? Una probable respuesta es que la clase política dirigente en Europa Oriental --incluso los ex comunistas reciclados, como sucede en Polonia o en Eslovenia-- se movió resueltamente en la dirección del mercado y la democracia, con la contundente firmeza de quien sabe que sólo tiene una salida del laberinto: imitar las formas de gobierno y las políticas públicas de la Unión Europea con el objeto, eventualmente, de integrarse en esa formidable federación de estados.

En América Latina, lamentablemente, no existe una visión compartida sobre el mejor modelo económico para la región ni la voluntad de integrarse a un gran espacio económico occidental. La tradición populista, en la que se perdió casi todo el siglo XX, continúa viva en el discurso de las desorientadas clases dirigentes y en las percepciones del pueblo llano. Así nos va.

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 Artículo publicado en el diario El Nuevo Herald, domingo 24 abril 2005

 

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