Muchas
veces he escuchado expresar a la inteligencia de izquierda,
no sin crisparme del asombro y la rabia, “no chico, esto no
es una verdadera revolución, es una parodia, una bufonada”.
En ese momento me provoca recurrir al refranero popular y
responder como lo hacía Sancho Panza: tanto saben que saben
a mierda.
Entonces ¿Qué es una revolución? No voy a recurrir, como el
erudito de esquina, al Pequeño Larousse Ilustrado ni al Drae,
voy a revisar los paradigmas para sacar algo en limpio. La
revolución francesa y la revolución rusa, por ejemplo,
fueron movimientos devastadores dirigidos por vanguardias
que se creían poseedoras de la verdad y la razón histórica,
que echaron al piso a la institucionalidad existente y
gobernaron un tiempo a la anarquía de un estado sin patas
hasta imponer mediante el terror, una implacable, opresiva y
retrógrada, diría yo, institucionalidad revolucionaria.
Muera Rusia, nazca la madrecita Rusia: Stalin. Toda
revolución lleva en sí misma el germen de la reacción, la
reacción no está fuera, está sembrada y crece junto al
proceso que subvierte un orden -¡Recuerdo tanto al
Gatopardo!-. De esta reflexión podemos sacar algunas cosas
en claro, los padres de las revoluciones terminan quejándose
de sus criaturas, y en la mayoría de los casos son devorados
por el temporal que propician; Simón Bolívar decía en una de
sus últimas cartas, escrita con amargura y desengaño al
General Flores en el Ecuador, que hacer una revolución era
como arar en el mar y que la América viviría, luego de ésa,
un estado anterior al caos. Basta enterarse de los últimos
años de un Lenin enfermo y paralizado, de su lucha contra el
desánimo y del monstruo que le crecía frente a sus narices:
Josef Stalin; o leer la correspondencia de su esposa y
ponderar el destino León Trotski, el padre de la
insurrección de octubre.
La revolución, más que un hecho real, es un estado de ánimo,
una emoción. La revolución es vesánica y hormonal, es la
histeria. Todo el mundo tiene sueños. Y el sueño
“trascendental” del hombre siempre ha sido regresar a la
inocencia original, al paraíso, a una libertad irracional,
animal, anterior a los estados tribales. Hay una nostalgia
por una realidad intuida, la edad de oro, el Edén, un sitio
donde vivamos libres de la responsabilidad individual o del
pecado original, eso está aquí, en el interior, en las
entretelas de nuestra conciencia, es un virus latente, una
enfermedad recesiva que se activa de tiempo en tiempo, como
bien dijo el poeta Pablo Neruda, pero no cuando despiertan
los pueblos sino cuando despierta la irracional angustia y
la necesidad de hacer real lo imposible. Pidamos lo
imposible, rezaba una consigna en las paredes de La Sorbona
en los años sesenta. Y en esos momentos, todo exceso era
tolerado y bien visto. No sólo Robespierre, Dantón o Mao se
llevan las glorias de una condición romántica. También
Hitler fue un romántico y un revolucionario.
Pareciera que nuestra América ha sido destinada a ser el
reservorio, el lugar donde deben habitar los sueños y la
nostalgia del mundo perfecto. Un lugar en el que los
profetas se han multiplicado, y los Mesías no se dan tiempo
entre sí, para lanzar sus cruzadas salvadoras. Sucede desde
los tiempos en que se buscaba el Dorado y la fuente de la
Eterna Juventud hasta el presente, cuando renace el mito de
la patria grande y generosa, de la raza cósmica y la
reinvención del socialismo. El mundo ha lanzado sobre
nuestras tierras y nuestros pueblos una maldición: la
promesa de lo imposible. Estos legados suman otra miseria a
nuestra realidad, la de las sectas y el fanatismo: la
miseria intelectual. Por eso no debe extrañarnos que en
otras latitudes se refrenden los proyectos totalitarios
exiliados ya de sus paisajes reales luego de experiencias
dolorosas y traumáticas, y se aplauda desde lejos lo que no
están dispuestos a vivir nuevamente sino en un simulador
virtual.
Ni la revolución rusa ni la revolución francesa dieron nunca
bienestar inmediato a sus pueblos, el estado de ánimo
celebraba en las calles la promesa, el futuro, el derrumbe
de un orden anciano, y no hubo receso en el festín, a veces
cruento, de las ilusiones hasta que se impuso la hegemonía
de la nueva institucionalidad. Se vivió la anarquía, el
desatino, la confusión, la incapacidad, la improvisación, la
corrupción; marchas y contramarchas, hasta que se suprimió
la euforia por voluntad suprema de un líder y se impuso una
realidad, el cinismo, la tristeza y la depresión.
No debemos llamarnos a engaño, no debemos seguir clamando
por la verdadera revolución, por el estado originario de la
especie; ya hemos asistido a un proceso de
desinstutucionalización, de anarquía, de euforia; los
poderes se han disuelto y ahora yacen en las manos de un
solo hombre; el Termidor militarista ha comenzado e impone
un nuevo orden, el culto a la personalidad y la sumisión; la
profesión de fe hacia el líder que conducirá la construcción
del paraíso.
No nos llamemos a engaño, el sueño se hace realidad, no
tomemos pastillas contra la tristeza.