Con el aparente fracaso de las
conversaciones que debían sostener José Manuel Zelaya y
Roberto Micheletti en Costa Rica, dejamos atrás la
posibilidad de una salida negociada a la crisis que no solo
vive Honduras sino todo el continente. La insistencia de
Zelaya en que la única alternativa es su regreso a Honduras
como presidente está fuera de la realidad. Por mucho que él
insista en que la OEA, la ONU y la comunidad internacional
lo consideran el presidente legítimo, la verdad es que la
mayoría del pueblo hondureño le teme, no lo respeta y no lo
quiere. Su insistencia en este asunto parece absurda.
Hubiera sido mucho más conveniente para Zelaya, y mucho más
viable, que en lugar de insistir en las pretensiones
personales hubiera planteado en Costa Rica que a él lo que
le interesaba era el regreso a la constitucionalidad en su
patria y el compromiso de una agenda social a negociar por
todos los factores políticos de su país, incluidos los
partidos, las iglesias, los sindicatos, los empresarios,
Micheletti, el Congreso, etc.
Así se evitaría la violencia y se garantizaría el progreso y
la justicia social en Honduras. El gobierno de Micheletti
tendría que comprometerse a dar inicio al programa de esa
agenda social durante el tiempo que le quedara en el poder.
Es muy probable que con el propósito de no perder
legitimidad ante el electorado hondureño, ni perder la
oportunidad de exposición continental vía los medios de
información masivos, los distintos grupos hubiesen aceptado.
Zelaya también pudo haber propuesto una amnistía nacional,
con lo que eliminaría temores a represalias y garantizaría
su regreso a Honduras como ciudadano común, pero como el
promotor de una agenda social por la que sacrificaba seis
meses de una presidencia que pasará en el exilio sin ninguna
duda. Era cambiar lo intangible por un liderazgo ideológico
y moral que hoy no tiene.
Todos los factores de la ecuación hubieran ganado en el
arreglo.
Zelaya habría quedado como un hombre flexible, alejado de la
propuesta Chavista y promotor de la propia, más preocupado
por la pobreza del pueblo hondureño y por el progreso de su
país, que por su persona. Habría sido reconocido en el mundo
como un verdadero líder. Habría podido regresar a Honduras
como un hombre libre, como el padre de un programa con el
que seguramente la mayoría de los hondureños se habría
identificado.
Los partidos políticos hondureños habrían recibido una
publicidad que no tendrían dinero con qué pagar. Quedarían
ante su pueblo como auténticos participantes en el proceso
de consolidación constitucional del país e igualmente
identificados con la solución a los grandes problemas
nacionales.
Roberto Micheletti, el Congreso, la Corte Suprema Electoral
y todos los demás actores que sacaron a Zelaya del poder y
lo enviaron en pijamas a Costa Rica habrían logrado
legitimar sus actos y demostrar su apego a la constitución.
La imagen de quienes en la comunidad internacional han
tratado de presentarlos como golpistas al peor estilo
latinoamericano se habría desteñido.
El hecho de que Zelaya no hubiera tenido la oportunidad de
un debido proceso habría sido archivado como un asunto
superado.
Con un arreglo así, la OEA y su Secretario General, que han
quedado en este proceso como actores que, lejos de mediar en
una solución, lo que hicieron fue polarizar aun más la
crisis, habrían podido tener su parte en un arreglo pacífico
en Honduras.
Los únicos perdedores de una solución así serían Hugo Chávez
y su mentor Fidel Castro. Por esta razón, y por el exceso de
dependencia de Chávez - más su ego enfermizo - José Manuel
Zelaya insiste en su regreso a Honduras como presidente, o
de lo contrario se dará inicio a una insurrección en ese
país, que él llama “pacífica”, pero en que es más probable
que lo que sea es sangrienta.