Soy
un hombre negro, nacido en una isla de blancos. Así responde Marius
Stakelborough cuando le preguntan quién es. No es fácil tener la piel oscura en
Saint Barth, la más nívea de todas las islas del Caribe, pero él es un hombre
que ha mostrado a sus congéneres una realidad más allá del color. En esta isla
que pareciera una réplica del paraíso, Marius ha logrado un gran cambio echando
mano a una botella de ron. Cajas y cajas de ellas, para decir la verdad.
En su segundo viaje, cuando todavía deliraba con
el título de Almirante de la Mar Océana, Cristóbal Colón honró a su hermano
Bartolomé dándole su nombre a esta pequeña isla de 25 kilómetros cuadrados y muy
cerca de otros santos: San Martín, San Eustaquio y San Cristóbal. Nunca pusieron
pie en tierra el descubridor o su hermano, el primer gobernador de Santo Domingo
y quien terminó arrastrado por el infortunio que hundió a su carnal. De haber
desembarcado hubiesen encontrado a unos Caribes dispuestos a merendárselos, tal
y como entendieron muy tarde otros marineros.
Hoy en día San Barth podrá ser el refugio del jet
set, pero en 1629 fue el árido escondite para un grupo de franceses que huía de
los sables ingleses en Saint Kitts. Normandos y bretones la mayoría de ellos, la
supervivencia fue asunto de tozudez e ingenio. Mientras en las islas vecinas los
colonos se endulzaban con la caña de azúcar, en Saint Barth se resolvían con en
el contrabando de armas y licor, además del tráfico de esclavos. Con las
plantaciones los negros se enraizaron en el Caribe, pero en Saint Barth, eran
mercancía de paso.
Para 1784 el rey de Francia decidió canjear la
isla pobretona con los suecos a cambio del puerto de Goteborg. El comercio
prosperó bajo la tutela permisiva del rey Gustav quien dio a sus súbitos un
regalo invalorable: declaró la isla como zona franca y abolió la esclavitud en
1847. Cuando los suecos devolvieron la isla a Francia en 1878 la promesa fue que
jamás pagarían impuestos, prebenda que aún se mantiene. Para ese entonces los
habitantes de Saint Barth eran blancos en su mayoría y los pocos negros eran
considerados seres inferiores. Todavía faltaban dos años para que la esclavitud
fuese abolida en Cuba y diez para que ocurriese lo mismo en Brasil. A pesar de
los decretos reales, la realidad era que blancos y mulatos no toleraban pieles
oscuras. De nuevo bajo dominio francés la economía se fue al piso y los negros
se marcharon a otras islas a probar suerte, mientras que los blancos, aferrados
a las piedras como ágaves, decidieron vivir de la pesca, el contrabando y de
arrancarle a la tierra lo que pudiese germinar.
Hace 50 años Marius Stakelborough abrió un
pequeño bar frente a la bahía de Gustavia. Desde entonces, Le Select se ha
convertido en el espacio público más concurrido de Saint Barth. Sus
especialidades son el Ti Punch, una explosiva combinación de ron blanco con
otras infusiones espirituosas, y las hamburguesas que preparan dos cocineros
negros maestros en el arte de las papas fritas. En su terraza, bajo frondosas
acacias, he visto a locales y turistas de toda índole mezclarse mientras beben a
placer, y a veces, a un Marius octogenario que se acerca para echar un ojo a su
negocio.
- Saint Barth es un caldero, un lugar donde todos
podemos y debemos aprender a entendernos- dice este hombre que ha recibido La
Orden Polar de manos del mismo rey de Suecia – es asunto de comunicarnos y
relacionarnos. Suena tan fácil como dejarse seducir por la luz impecable de esta
isla, más para Marius ha sido una labor de tolerancia e inteligencia. Hace pocos
años, muy cerca de Le Select, su hijo Eddie abrió un restaurante que lleva su
nombre y donde cada noche desfilan, bajo su palapa de inspiración tailandesa,
los turistas más adinerados del Caribe. Con sus dreadlocks rasta y en cholas de
playa, Eddie los recibe con una sonrisa sincera. Es el único negro entre todos
los mesoneros blancos.
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