Existe algo fascinante y
macabro en las armas. Una atracción que sobrepasa la necesidad de
defensa y trasciende la admiración por su potencia o diseño. Es
algo entre la seguridad que inspiran, la amenaza que representan y
cierto fetichismo de consecuencias letales cuando jalar el gatillo
es la respuesta a los conflictos o los traumas. Más allá de que
sirvan para atacar o defenderse, las armas son un símbolo de
status, de poder, y por qué no, de nuestra condición humana.
¿Existe otra especie que invierta tanto tiempo y recursos en
dispositivos para acabar con sus congéneres? Desde sacarle punta a
una lanza hasta fusionar uranio, la carrera armamentista es un
ejemplo de la evolución del ingenio humano. ¿O debería decir de su
involución?
Desde que
nuestros antepasados tuvieron que luchar por su supervivencia, la
principal amenaza a enfrentar no estuvo en los elementos o las
fieras. El mayor enemigo ha sido el hombre. En la lucha por
alimentación, cobijo, y posteriormente por la ambición de gestas
épicas, riquezas y territorio, la guerra se fue transformando en
una empresa nacional que degeneró en industria multinacional bajo
la vista gorda e hipócrita de los gobiernos. Ningún negocio tan
próspero como las armas, ninguna fascinación tan profunda como la
que despiertan.
Escribió Jorge
Luis Borges a una espada en York Minister “En su hierro perdura
el hombre fuerte, hoy polvo de planeta, que en las guerras de
ásperos mares y arrasadas tierras lo esgrimió, vano al fin, hasta
la muerte. Vana también la muerte...Y soy la sombra en la sombra
ante el guerrero, cuya sombra está aquí. Soy un instante y el
instante ceniza, no diamante. Y solo lo pasado es verdadero”.
Cierto como el sol, más allá del tiempo de los hombres queda el
hierro. De la sangre que bañó su hoja, apenas el óxido. Borges
admiraba, por encima del objeto, la historia de sus dueños. Frente
a otra hoja de metal afilada, el porteño escribió emocionado “Una
espada que los poetas igualarán al hielo y al fuego... Una espada
para la mano que regirá la hermosa batalla, el tejido de los
hombres”.
Por eso no debe
sorprendernos que el Congreso Colombiano haya distribuido esta
semana 150 pistolas 9 milímetros y 45 subametralladoras MP5 entre
los 166 representantes del legislativo para su defensa personal.
Amenazas de muerte aparte (reales y cumplidas), el gesto del
congreso refleja la situación de un país rodeado, asediado y
empapado en la cultura armamentista: vale tanto el metal enfundado
como la tinta en las leyes. Algunos piensan que este es un mensaje
errado a la población. El representante Luis Fernando Velazco
considera que “en este país todos tenemos riesgos, no solo los
congresistas. Con esta lógica seríamos 44 millones de colombianos
armados”. Mucho más pragmático, Wilson Borja dice “Qué hacemos, si
los que son de derecha están en la mira de la guerrilla y los que
somos de izquierda estamos expuestos a los paramilitares. Este es
el país en el que vivimos”.
Esta es la
cultura en la que vivimos, donde las armas son necesarias porque
nuestros congéneres son una amenaza. Y junto a esa necesidad, se
cultiva la fascinación por ellas.
Una tarde de mayo
caminando por las calles de Okaiba, en el Líbano, entré a un
cibercafé a revisar mis correos electrónicos. Me atendió una mujer
de mediana edad quien me dio las tarifas mientras mantenía sus
ojos fijos en la telenovela. En el salón contiguo, frente a los
monitores decolorados, dos niños tecleaban con furia y lanzaban
griticos de victoria. A balazos y con potentes granadas
aniquilaban a soldados enemigos que salpicaban sangre al caer
inertes. Ahí adentro era solo un video-juego. Afuera en las
paredes todavía estaban al descubierto los agujeros que dejaron 15
años de guerra civil. Bang-Bang, te queda una vida menos.
Culpar a las
armas por tanta violencia y muerte es equivocarnos de chivo
expiatorio. Por eso escribió Borges a un cuchillo en el norte, que
fue de Saverio Suárez y ahora duerme en el fondo de un cajón:
Cuántas veces habrá entrado
En la carne de un cristiano
Y ahora está arrumbado y solo,
A la espera de una mano
