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El que a hierro mata
por Eli Bravo

viernes, 1 octubre 2004


 

            Existe algo fascinante y macabro en las armas. Una atracción que sobrepasa la necesidad de defensa y trasciende la admiración por su potencia o diseño. Es algo entre la seguridad que inspiran, la amenaza que representan y cierto fetichismo de consecuencias letales cuando jalar el gatillo es la respuesta a los conflictos o los traumas. Más allá de que sirvan para atacar o defenderse, las armas son un símbolo de status, de poder, y por qué no, de nuestra condición humana. ¿Existe otra especie que invierta tanto tiempo y recursos en dispositivos para acabar con sus congéneres? Desde sacarle punta a una lanza hasta fusionar uranio, la carrera armamentista es un ejemplo de la evolución del ingenio humano. ¿O debería decir de su involución?

            Desde que nuestros antepasados tuvieron que luchar por su supervivencia, la principal amenaza a enfrentar no estuvo en los elementos o las fieras. El mayor enemigo ha sido el hombre. En la lucha por alimentación, cobijo, y posteriormente por la ambición de gestas épicas, riquezas y territorio, la guerra se fue transformando en una empresa nacional que degeneró en industria multinacional bajo la vista gorda e hipócrita de los gobiernos. Ningún negocio tan próspero como las armas, ninguna fascinación tan profunda como la que despiertan.

            Escribió Jorge Luis Borges a una espada en York Minister “En su hierro perdura el hombre fuerte, hoy polvo de planeta, que en las guerras de ásperos mares y arrasadas tierras lo esgrimió, vano al fin, hasta la muerte. Vana también la muerte...Y soy la sombra en la sombra ante el guerrero, cuya sombra está aquí. Soy un instante y el instante ceniza, no diamante. Y solo lo pasado es verdadero”. Cierto como el sol, más allá del tiempo de los hombres queda el hierro. De la sangre que bañó su hoja, apenas el óxido. Borges admiraba, por encima del objeto, la historia de sus dueños. Frente a otra hoja de metal afilada, el porteño escribió emocionado “Una espada que los poetas igualarán al hielo y al fuego... Una espada para la mano que regirá la hermosa batalla, el tejido de los hombres”.

            Por eso no debe sorprendernos que el Congreso Colombiano haya distribuido esta semana 150 pistolas 9 milímetros y 45 subametralladoras MP5 entre los 166 representantes del legislativo para su defensa personal. Amenazas de muerte aparte (reales y cumplidas), el gesto del congreso refleja la situación de un país rodeado, asediado y empapado en la cultura armamentista: vale tanto el metal enfundado como la tinta en las leyes. Algunos piensan que este es un mensaje errado a la población. El representante Luis Fernando Velazco considera que “en este país todos tenemos riesgos, no solo los congresistas. Con esta lógica seríamos 44 millones de colombianos armados”. Mucho más pragmático, Wilson Borja dice “Qué hacemos, si los que son de derecha están en la mira de la guerrilla y los que somos de izquierda estamos expuestos a los paramilitares.  Este es el país en el que vivimos”.

            Esta es la cultura en la que vivimos, donde las armas son necesarias porque nuestros congéneres son una amenaza. Y junto a esa necesidad, se cultiva la fascinación por ellas.

            Una tarde de mayo caminando por las calles de Okaiba, en el Líbano, entré a un cibercafé a revisar mis correos electrónicos. Me atendió una mujer de mediana edad quien me dio las tarifas mientras mantenía sus ojos fijos en la telenovela. En el salón contiguo, frente a los monitores decolorados, dos niños tecleaban con furia y lanzaban griticos de victoria. A balazos y con potentes granadas aniquilaban a soldados enemigos que salpicaban sangre al caer inertes. Ahí adentro era solo un video-juego. Afuera en las paredes todavía estaban al descubierto los agujeros que dejaron 15 años de guerra civil. Bang-Bang, te queda una vida menos.

            Culpar a las armas por tanta violencia y muerte es equivocarnos de chivo expiatorio. Por eso escribió Borges a un cuchillo en el norte, que fue de Saverio Suárez y ahora duerme en el fondo de un cajón:
 

            Cuántas veces habrá entrado

            En la carne de un cristiano

            Y ahora está arrumbado y solo,

            A la espera de una mano
 

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