¡Cómo duele la palabra a quien
la niega como herramienta de la paz! Chávez no sólo se
esfuerza en tratar de hacer ver al pueblo que el tema de la
enmienda constitucional es un tema de todos, cuando es por
el contrario un tema que sólo le atañe a él, a título
exclusivamente personal y que sólo guarda relación con su
miedo a eventualmente –como ocurrirá- someterse, desprovisto
de los velos de poder que ahora le protegen, a la justicia
nacional e internacional por sus abusos.
También, como todo el que sabe
que no tiene la razón, recurre el presidente a la violencia
como mecanismo para imponer su desaguisado histórico, y
ordena –o tolera- que todo debate que se convoque sobre la
enmienda sea boicoteado sin miramientos. Ha ocurrido en
varias universidades –destacan los casos de la Universidad
de Carabobo y de la UCV- y en casi todos los espacios en los
que públicamente se ha pretendido que las diferentes partes
en pugna defiendan sus posturas con argumentos o a través
del diálogo, como debería ser en democracia, que los
oficialistas, e incluso para nuestra decepción los
oficialistas honestos, se amparan en el discurso
presidencial, promotor de la violencia y de la
irracionalidad, para demostrar con sus agresiones e insultos
a propios y ajenos que la oposición tiene a la verdad de su
lado. Y que no se desea, en el mejor estilo autoritario, que
se diga ni una sola palabra que pueda convencer –o mejor
dicho, reforzar la convicción ya arraigada en el pueblo,
para dolor del comandante- a los venezolanos y venezolanas
de la ignominia que se avecina si se aprueba la reelección
indefinida.
Por eso también la desmesurada
premura avalada por la sumisión vergonzosa del CNE y de la
propia Asamblea Nacional. El poder sabe que si algo fue
especialmente provechoso para la oposición, y para
Venezuela, en los meses previos al 2D fue que se tuvo tiempo
más que de sobra para exponer al colectivo los argumentos
democráticos y racionales que al final se impusieron y
dieron al traste con la idea de convertir a nuestro país en
algo que no era, ni será, jamás.
Si algún argumento, más allá de
los legales o estrictamente políticos, debe convencernos de
la magnitud del daño que la reelección indefinida producirá
a nuestra nación es precisamente éste:
El gobierno no cree en la
palabra sino en el garrote. Chávez no es un
estadista sino un pendenciero militarista que no cree en la
paz, no escucha razones, es egoísta al punto de no
importarle nada más que él mismo y abusa de las fuerzas que
le acompañan, y que deberían protegernos a todos -o por lo
menos dar la apariencia de ser democráticas- para cerrar la
puerta a toda otra visión que no sea la suya.
Imagínese usted, señora, que su
esposo le diga que de ahora en adelante usted sólo podrá
vestir negras batolas holgadas y que le prohíba hablar por
teléfono o con alguien que no sea él mismo. Todo ello “por
amor” y porque sólo porque sólo eso es lo que a él
–paradigma de miedo e inseguridades, como nuestro
mandatario- le brindará cierta tranquilidad. Y que cuando
usted se oponga –con justa razón- a tales sinsentidos, y le
pida a su marido un espacio para expresar y discutir con él
sus motivos, éste le mande a miembros de “La Piedrita” para
acallar su voz y sus protestas a trancazos y con “gas del
bueno”. Y digo “a trancazos” para no usar las palabras,
mucho menos elegantes pero más esclarecedoras en cuanto a
las verdaderas maneras del régimen que utilizó, antes de las
elecciones del 2006, el Presidente de PDVSA para expresar de
qué manera se haría comprender a los petroleros
“contrarrevolucionarios” cuál sería su destino si osaban
votar por una opción distinta a la de Hugo Chávez como
presidente.
Imagínese usted, señor, que su
esposa le impusiera el silencio a golpes de amasador cuando
le exija que le apruebe que ella pueda decidir, sin
consultarle –o peor, desconociendo lo que ya había sido
objeto de discusión y de decisión previa- cuál será la
religión, la preferencia sexual, o el idioma que hablarán
sus hijos. Y que cuando usted tratase de hacerla entrar en
razón –por aquello de que esas decisiones no puede tomarlas
ella sola, mucho menos dejando de lado el parecer de sus
muchachos y cuando ya aquellos eran temas discutidos- se le
apareciese su dama acompañada nada más y nada menos que de
Lina Ron para que, con su proverbial “pero armada” y muy
poco femenina “ternura revolucionaria”, le enseñase a
culatazos, insultos y a bombazos que las razones y órdenes
de su mujer no están sujetas a debate.
Imaginemos entonces un futuro
cerrado al diálogo, negado a la palabra como medio para la
comprensión entre personas que tienen ideas distintas.
Imaginemos un futuro en el que a nuestros hijos no se les
enseñen las virtudes de la paz o la belleza de un mundo
plural y tolerante sino las “bondades” de imponer el propio
egoísmo y nuestros individuales anhelos a pedradas, a
balazos o en uso de la fuerza.
Esa es la realidad futura a la
que Chávez nos está forzando. Esa es la verdad irracional
que él profesa –el que “tenga oídos que oiga”’- y la que
siguen sus más radicales, los cada vez menos, valga decir,
acólitos. Pero la paz es insistente, y su voz es
ensordecedora ante los abusos. El garrote sirve –y sólo a
veces- para espantar a las fieras, pero es inútil cuando se
le enfrenta a las ideas. Es de nuestra naturaleza –la de los
verdaderos demócratas- buscar el entendimiento entre
opuestos por encima de las propias convicciones, mirando
siempre no hacia el propio beneficio sino hacia el bienestar
común. Está en nuestro futuro, que se representa en nuestra
irreductible juventud –esa que no logra dominar ni descifrar
el presidente en su agonía- el deseo de construir un mejor
país, no desde el desconocimiento del “otro” y de sus
sueños, sino desde el reconocimiento de que los anhelos del
contrario y los nuestros son igualmente legítimos, deben
poder expresarse en libertad y pueden encontrar, en la
palabra, canales que nos permitan ver que, al final, lo que
queremos para nuestros hijos e hijas -y por encima de todo,
lo que no queremos para
ellos- es lo mismo.