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Caminando por Bayside
Gonzalo Himiob Santomé
lunes, 29 junio 2009


El hotel se hacia un poco opresivo. Ya en uno de esos pequeños actos de rebeldía personal había decidido que, por mucho que el compromiso -mediático, político, o lo que fuera- lo ameritara no iba a someterme a la tortura de la corbata. El pequeño abogado que llevo en mi -al final todos tenemos uno- me miraba desde mis entrañas con el ceño fruncido. "Eso no es serio, no está a la altura de la tarea encomendada" -parecía sermonearme desde adentro- pero, en fin, los casi 40 grados de temperatura se sobrepusieron como argumento.

Es más, no saldría a caminar por la vera de la bahía -la mar merece más que eso, ¿no?- trajeado como si fuese un diputado venezolano. No, esta vez no. Cero pantalones oscuros de tela sobria, nada de zapatos de cuero con suela de goma ni de camisas manga larga -normalmente azul claro- sin corbata. Mucho menos una chaqueta azul oscuro de esas que por mucho que los diseñadores se afanen en decirnos lo contrario, son todas iguales.

Me llevo, eso sí, mi pequeña computadora para ver si la brisa marina me inspira algunas líneas de esa tercera novela cuyas palabras desordenadas ya se amontonan irónicamente -aún no he publicado las dos primeras- en mi cabeza. Pero son acá las 10 de la noche. Mi "venezolanidad" sentada en un banco a media luz se impone y activa esas lamentables alarmas contra la inseguridad que, aunque yo se que no es enteramente cierto, acá no encuentran el mismo eco, ni tienen el mismo sentido que en nuestra patria.

Guardo el perol mirando ridículamente a los lados como si Pedro Navaja me fuera a salir de alguna esquina sonriendo con su diente de oro "pidiéndome amablemente" -cuchillo en mano, por supuesto- mi laptop, y me encamino hacia un "market" que, más que eso, parece un lujoso centro comercial. Y de hecho lo es. Hasta sería uno de esos fríos "malls" de por aquí si no estuviera, como en efecto lo está, lleno de ese colorido y alegría que sólo sabemos brindar los latinos cuando nos apretujamos en un mismo sitio, sea donde sea. Sobre todo cuando sabemos que no estamos en casa.

Me pierdo entre las tienditas tratando de buscar un café bebible que no sea de "Starbucks". Y no es que éstos sean malos, pero no tienen la naturalidad y el aroma de nuestro humilde y mucho menos artificial guayoyo. Y eso, tras unos días acá, pega.

Sin embargo algo me detiene en mi ansiedad cafeínica. El sonido inconfundible de una banda en vivo captura de inmediato mi atención. Pocos lo saben pero detrás de la seria mirada de abogado que me sirve de disfraz a veces se esconde un bajista de medio pelo y de dudoso nivel que ya no toca como antes y que cuando era más joven se redondeaba una platica perpetrando piezas de Soda y de U2 en sitios ya desaparecidos de Caracas como "Underground", "Cliché" y "Weekends".

Recuerdo que yo mismo era diferente. Y no me refiero sólo a la colita de un ya desaparecido pelo largo que ha sido sustituido ahora por mis "muchos más de cuatro dedos de frente" y que, en su momento, me parecía lo "último" en mi arsenal de conquista de adolescente recién dejado de ser. ¿Más irresponsable? Quizás. El mundo giraba alrededor de muchos de nosotros y no nos dábamos cuenta. Venezuela lloraba y no la escuchábamos. Esa es la verdad. Y ahora, desde los años pasados y desde las consecuencias de nuestra juvenil apatía tal verdad se ve en estos predios más cruda de lo que quizás es.

La gente se acerca espontáneamente a la banda. Una bella muchacha, acompañada de su banda (“Origen” se llama) homenajea con su hermosa voz a Maná, a Soda Stereo y a otras bandas latinas.

Mi bolso de cuero, que sirve de precaria maleta a mi ordenador, me entrega mi pipa. La enciendo temiendo que aunque estamos al aire libre en esta a  veces exagerada e intolerante paranoia anti tabáquica que se ha hecho de muchos países del mundo venga algún oficial de seguridad a reclamarme mi "insalubre" osadía. Al cabo de unos minutos nada pasa y me relajo.

Y veo a la gente. Y escribo.

Son pocas las personas que están cerca de la banda dedicándole, como yo, su atención exclusiva.

Pero lo que me da más duro en el alma no es estar solo y lejos del terruño, es la paz que se respira en el ambiente. No se parece el evento en nada a nuestros conciertos. Hay bares cerca, pero no se ve a nadie desesperado por beber con fruición y desespero cuanto brebaje mayor de edad se le atraviese. Tampoco hay parejitas deambulando de las que los machos andan viendo a todos lados buscando pelea para afianzarse en sus inseguridades. Algunos infantes, incluso algunos de menos de tres años, gozan de la música gratuita y del momento con sus padres. Una niñita de no más de dos años se escapa de su coche y se monta sin mayores ceremonias en la tarima. En lugar de recibir una reprimenda, o un susto de algún gigantón de "seguridad", obtiene del público una modesta pero emocionada salva de aplausos. La cantante, con gracia, hace suyo el momento y baila con ella mientras vocaliza con una sonrisa en sus labios. El cuadro es hermosísimo.

Pero mi autóctono sentir se impone de nuevo. De pronto recuerdo que en mi gastado bolso llevo todavía algunos ejemplares en inglés del "Libro Blanco" sobre la persecución política en Venezuela que, precisamente, he venido a hacer público por estos lares. Mi socio y hermano Antonio Rosich está haciendo lo propio en Los Angeles, y Bob Amsterdam y Emilio Berrizbeitia cuentan, como nosotros, nuestras penurias en Europa.

Allí y aquí, donde hay oídos que sí escuchan, y no Fiscales Generales que piensan, entre otros disparates, que la "violencia de género" no es "inseguridad".

Los nombres de Eligio Cedeño, Henry Vivas, Lazaro Forero, Ivan Simonovis, los de los PM, el de Francisco Usón, el de Otto Gebauer, los de Antonio Ledezma, Leopoldo López y Henrique Capriles, los de los hermanos Guevara, los de Humberto Quintero y Angel Vivas, y los de tantos otros –demasiados- parecen observarme con curiosidad desde las sobrias hojas del documento. Son como invitados coleados a una fiesta que, sorpresivamente, les da una esperanzada bienvenida.

Y es que, con los bemoles que cabe marcar en la partitura -no podemos olvidar que estamos en EEUU, que en muchas cosas no es modelo a seguir para ninguna nación civilizada- este momento me recuerda que la felicidad, la tranquilidad y el sencillo goce por la música y otras cosas buenas de la vida son posibles.

Y que a veces esto se nos olvida.

Me da rabia que se me agüen los ojos. Pero me juro de nuevo dejar la piel si es necesario en el intento de que en mi país sean las cosas distintas. Alfredo Romero, Mohamad Merhi, Malvina Pesate, Federico  Black, Yon Goicoechea, Mónica Fernández, Gustavo Tovar y muchos otros (anónimos o no) están en este momento también apostando a la patria, desafiándolo todo para que momentos como este, o mejores, también vean la luz y se disfruten  en nuestra orilla del mundo.

Pensando en ello decido irme a descansar. Debo estar reposado para los compromisos de la temprana mañana que me esperan. La banda ya recoge sus aperos -sonrío, esta es la parte que todo músico que se precie abomina de sus "toques"- y el país, nuestro país, un poco más al sur, así lo necesita.

Y sabe que depende de su gente para superar el miedo enseñoreado que nos trastorna la vida y la percepción.

Yo no le voy a fallar.

Y se que no estoy solo.


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