El
hotel se hacia un poco opresivo. Ya en uno de esos pequeños
actos de rebeldía personal había decidido que, por mucho que
el compromiso -mediático, político, o lo que fuera- lo
ameritara no iba a someterme a la tortura de la corbata. El
pequeño abogado que llevo en mi -al final todos tenemos uno-
me miraba desde mis entrañas con el ceño fruncido. "Eso
no es serio, no está a la altura de la tarea encomendada"
-parecía sermonearme desde adentro- pero, en fin, los casi
40 grados de temperatura se sobrepusieron como argumento.
Es
más, no saldría a caminar por la vera de la bahía -la mar
merece más que eso, ¿no?- trajeado como si fuese un diputado
venezolano. No, esta vez no. Cero pantalones oscuros de tela
sobria, nada de zapatos de cuero con suela de goma ni de
camisas manga larga -normalmente azul claro- sin corbata.
Mucho menos una chaqueta azul oscuro de esas que por mucho
que los diseñadores se afanen en decirnos lo contrario, son
todas iguales.
Me
llevo, eso sí, mi pequeña computadora para ver si la brisa
marina me inspira algunas líneas de esa tercera novela cuyas
palabras desordenadas ya se amontonan irónicamente -aún no
he publicado las dos primeras- en mi cabeza. Pero son acá
las 10 de la noche. Mi "venezolanidad" sentada en un banco a
media luz se impone y activa esas lamentables alarmas contra
la inseguridad que, aunque yo se que no es enteramente
cierto, acá no encuentran el mismo eco, ni tienen el mismo
sentido que en nuestra patria.
Guardo el perol mirando ridículamente a los lados como si
Pedro Navaja me fuera a salir de alguna esquina sonriendo
con su diente de oro "pidiéndome amablemente" -cuchillo en
mano, por supuesto- mi laptop, y me encamino hacia un "market"
que, más que eso, parece un lujoso centro comercial. Y de
hecho lo es. Hasta sería uno de esos fríos "malls" de por
aquí si no estuviera, como en efecto lo está, lleno de ese
colorido y alegría que sólo sabemos brindar los latinos
cuando nos apretujamos en un mismo sitio, sea donde sea.
Sobre todo cuando sabemos que no estamos en casa.
Me
pierdo entre las tienditas tratando de buscar un café
bebible que no sea de "Starbucks". Y no es que éstos sean
malos, pero no tienen la naturalidad y el aroma de nuestro
humilde y mucho menos artificial guayoyo. Y eso, tras unos
días acá, pega.
Sin embargo algo me detiene en mi ansiedad cafeínica. El
sonido inconfundible de una banda en vivo captura de
inmediato mi atención. Pocos lo saben pero detrás de la
seria mirada de abogado que me sirve de disfraz a veces se
esconde un bajista de medio pelo y de dudoso nivel que ya no
toca como antes y que cuando era más joven se redondeaba una
platica perpetrando piezas de Soda y de U2 en sitios ya
desaparecidos de Caracas como "Underground", "Cliché" y "Weekends".
Recuerdo que yo mismo era diferente. Y no me refiero sólo a
la colita de un ya desaparecido pelo largo que ha sido
sustituido ahora por mis "muchos más de cuatro dedos de
frente" y que, en su momento, me parecía lo "último" en mi
arsenal de conquista de adolescente recién dejado de ser.
¿Más irresponsable? Quizás. El mundo giraba alrededor de
muchos de nosotros y no nos dábamos cuenta. Venezuela
lloraba y no la escuchábamos. Esa es la verdad. Y ahora,
desde los años pasados y desde las consecuencias de nuestra
juvenil apatía tal verdad se ve en estos predios más cruda
de lo que quizás es.
La
gente se acerca espontáneamente a la banda. Una bella
muchacha, acompañada de su banda (“Origen” se llama)
homenajea con su hermosa voz a Maná, a Soda Stereo y a otras
bandas latinas.
Mi
bolso de cuero, que sirve de precaria maleta a mi ordenador,
me entrega mi pipa. La enciendo temiendo que aunque estamos
al aire libre en esta a veces exagerada e intolerante
paranoia anti tabáquica que se ha hecho de muchos países del
mundo venga algún oficial de seguridad a reclamarme mi
"insalubre" osadía. Al cabo de unos minutos nada pasa y me
relajo.
Y
veo a la gente. Y escribo.
Son pocas las personas que están cerca de la banda
dedicándole, como yo, su atención exclusiva.
Pero lo que me da más duro en el alma no es estar solo y
lejos del terruño, es la paz que se respira en el ambiente.
No se parece el evento en nada a nuestros conciertos. Hay
bares cerca, pero no se ve a nadie desesperado por beber con
fruición y desespero cuanto brebaje mayor de edad se le
atraviese. Tampoco hay parejitas deambulando de las que los
machos andan viendo a todos lados buscando pelea para
afianzarse en sus inseguridades. Algunos infantes, incluso
algunos de menos de tres años, gozan de la música gratuita y
del momento con sus padres. Una niñita de no más de dos años
se escapa de su coche y se monta sin mayores ceremonias en
la tarima. En lugar de recibir una reprimenda, o un susto de
algún gigantón de "seguridad", obtiene del público una
modesta pero emocionada salva de aplausos. La cantante, con
gracia, hace suyo el momento y baila con ella mientras
vocaliza con una sonrisa en sus labios. El cuadro es
hermosísimo.
Pero mi autóctono sentir se impone de nuevo. De pronto
recuerdo que en mi gastado bolso llevo todavía algunos
ejemplares en inglés del "Libro Blanco" sobre la persecución
política en Venezuela que, precisamente, he venido a hacer
público por estos lares. Mi socio y hermano Antonio Rosich
está haciendo lo propio en Los Angeles, y Bob Amsterdam y
Emilio Berrizbeitia cuentan, como nosotros, nuestras
penurias en Europa.
Allí y aquí, donde hay oídos que sí escuchan, y no Fiscales
Generales que piensan, entre otros disparates, que la
"violencia de género" no es "inseguridad".
Los nombres de Eligio Cedeño, Henry Vivas, Lazaro Forero,
Ivan Simonovis, los de los PM, el de Francisco Usón, el de
Otto Gebauer, los de Antonio Ledezma, Leopoldo López y
Henrique Capriles, los de los hermanos Guevara, los de
Humberto Quintero y Angel Vivas, y los de tantos otros
–demasiados- parecen observarme con curiosidad desde las
sobrias hojas del documento. Son como invitados coleados a
una fiesta que, sorpresivamente, les da una esperanzada
bienvenida.
Y
es que, con los bemoles que cabe marcar en la partitura -no
podemos olvidar que estamos en EEUU, que en muchas cosas no
es modelo a seguir para ninguna nación civilizada- este
momento me recuerda que la felicidad, la tranquilidad y el
sencillo goce por la música y otras cosas buenas de la vida
son posibles.
Y
que a veces esto se nos olvida.
Me
da rabia que se me agüen los ojos. Pero me juro de nuevo
dejar la piel si es necesario en el intento de que en mi
país sean las cosas distintas. Alfredo Romero, Mohamad Merhi,
Malvina Pesate, Federico Black, Yon Goicoechea, Mónica
Fernández, Gustavo Tovar y muchos otros (anónimos o no)
están en este momento también apostando a la patria,
desafiándolo todo para que momentos como este, o mejores,
también vean la luz y se disfruten en nuestra orilla del
mundo.
Pensando en ello decido irme a descansar. Debo estar
reposado para los compromisos de la temprana mañana que me
esperan. La banda ya recoge sus aperos -sonrío, esta es la
parte que todo músico que se precie abomina de sus "toques"-
y el país, nuestro país, un poco más al sur, así lo
necesita.
Y
sabe que depende de su gente para superar el miedo
enseñoreado que nos trastorna la vida y la percepción.
Yo
no le voy a fallar.
Y
se que no estoy solo.