Sigue nuestro país a la deriva.
Nos asemejamos a un navío en el que la cuadra de estribor y
la central se empeñan en organizarse sin éxito mientras que
la radical de babor se aferra al timón para mantenernos
dando vueltas en ese sentido sin darse cuenta de que
siempre, al andar en círculos, se llega al mismo sitio, que
no a puerto seguro. ¿Y el capitán? ¡Bien gracias! Pendiente
de otros barcos, oteando ilusorios y utópicos horizontes
–cuando no muy oscuros horizontes- mientras las ratas
terminan en el nuestro con todas nuestras provisiones y
matan a los más desvalidos tripulantes que nunca tienen voz
ni voto en lo que refiere a sus destinos.
Es la consecuencia de no
asumirnos como una democracia constitucional, que no es lo
mismo que una democracia plebiscitaria. En la primera
existen, como lo ha destacado con meridiana claridad Luigi
Ferrajoli, espacios de indecidibilidad que son la base de la
más elemental convivencia pacífica. En ésta, las
constituciones no son
“pret á porter”, establecen límites que no pueden
rebasarse no siquiera por consenso, de cara a los ciudadanos
y de cara al poder. En la segunda todo se somete a las
mayorías a las que, con base en el desconocimiento de sus
esenciales limitaciones y sin tomar en cuenta su carácter
manipulable, se asumen como “todopoderosas”. Incluso si
deciden contra lo que ellas mismas habían acordado era
inmodificable, casi siempre –como ocurre en nuestro país- de
la mano de un líder mesiánico y enfebrecido que no concibe
–y en eso hay un gran menosprecio a la gente, incluso a su
gente- que la sociedad pueda organizarse y progresar sino
bajo su égida.
El presidente, a mi humilde
entender, está en este momento, al igual que lo hizo en los
días previos a Abril de 2002, jugando a crear escenarios de
crisis. Los necesita, vive de ellos, espera que los
factores más radicales de la oposición, en incluso algunos
de éstos que le ayudan en sus bravatas, le sigan el juego. Y
recurran a las mismas herramientas suyas, a la intolerancia,
a la irreflexividad, a la violencia para (¡!) acabar con la
otra intolerancia, la otra irreflexividad, la otra
violencia, la oficialista. Hugo Chávez se apoya en que,
según sus cálculos, cuenta con el “apoyo mayoritario” de la
ciudadanía en Venezuela, y no se da cuenta en ello de que si
eso es así, con las observaciones que siempre hay que hacer
sobre la certeza –o mejor dicho, con la falta de certeza- de
esto es porque la oposición sólo ahora es que, por la acción
de algunos de sus representantes –que no de todos- es que ha
dado con la idea de que debe, además de cuestionar,
proponer.
Estoy absolutamente convencido
de que si todos los venezolanos, sin distinción política
alguna, hacemos de nuestra Carta Magna un baluarte
irreductible de espacios de indecidibilidad (sobre todo en
lo que atañe a nuestros derechos fundamentales, de primera,
segunda y hasta de tercera generación) y fijamos como regla
mínima de convivencia que hay principios y derechos a los
que no puede renunciarse –como el derecho a vivir en
democracia, el derecho a la vida, a la libertad, a la
igualdad, a la propiedad, a la intimidad y a la paz- ni
siquiera por decisión mayoritaria empezaremos a ver nuestros
destinos más claros. Para eso, asumámoslo, nos sirve más el
Art. 333 de la Constitución que el muy impreciso y difícil
Art. 350.
Y también estoy convencido de
que no se debe caer en las trampas cazabobos que se nos
están tendiendo desde el poder. Existen muchas formas,
pacíficas e imaginativas, y muy efectivas, de oponerse a los
despropósitos oficialistas sin recurrir a sus mismas armas
de violencia y de imposición. ¿La primera? Tomarse el tiempo
de hablar con quienes no comparten nuestro ideario, y
acercarles a nosotros desde la convicción, desde la palabra,
desde la razón. No desde la coacción, mucho menos desde la
negación de su existencia, como gusta de hacer nuestro
primer mandatario. La irracionalidad, está claro, no es
patrimonio exclusivo del chavismo radical. También campea en
algunos factores de la oposición radical. No tengo que
justificar a nadie mi oposición a Chávez, la he expresado
desde antes de que resultara electo en mis entonces
cotidianas entregas a los medios impresos nacionales, por
eso me tomo esta libertad de “llamarnos a botón” –y me
incluyo deliberadamente en el grupo, pues soy humano y me
afecta esta barbarie tanto como a los demás- y de hacer un
llamado, que estimo necesario, a la calma. La pregunta que
debemos hacernos es si queremos que a la vuelta de unos
meses, luego de alguna absurda aventura golpista, el
presidente nos pueda volver a decir, muy orondo y satisfecho
–reafirmado en el poder, pues de la improvisación y de la
violencia sólo surgen males mayores- que, como lo afirmó el
15 de Agosto de 2004 ante la Asamblea Nacional en relación a
la de Abril de 2002, esta “crisis” política era “necesaria”
y que “él mismo la promovió” para hacer de ella un nuevo
argumento que, de tantas veces repetido, pese a su falsedad,
para muchos torne en “verdad” que les mantenga atados a un
proyecto de país –el oficialista- que ni siquiera merece
llamarse tal.