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Las cazabobos
Gonzalo Himiob Santomé
domingo, 22 marzo 2009


Sigue nuestro país a la deriva. Nos asemejamos a un navío en el que la cuadra de estribor y la central se empeñan en organizarse sin éxito mientras que la radical de babor se aferra al timón para mantenernos dando vueltas en ese sentido sin darse cuenta de que siempre, al andar en círculos, se llega al mismo sitio, que no a puerto seguro. ¿Y el capitán? ¡Bien gracias! Pendiente de otros barcos, oteando ilusorios y utópicos horizontes –cuando no muy oscuros horizontes- mientras las ratas terminan en el nuestro con todas nuestras provisiones y matan a los más desvalidos tripulantes que nunca tienen voz ni voto en lo que refiere a sus destinos.

Es la consecuencia de no asumirnos como una democracia constitucional, que no es lo mismo que una democracia plebiscitaria. En la primera existen, como lo ha destacado con meridiana claridad Luigi Ferrajoli, espacios de indecidibilidad que son la base de la más elemental convivencia pacífica. En ésta, las constituciones no son “pret á porter”, establecen límites que no pueden rebasarse no siquiera por consenso, de cara a los ciudadanos y de cara al poder. En la segunda todo se somete a las mayorías a las que, con base en el desconocimiento de sus esenciales limitaciones y sin tomar en cuenta su carácter manipulable, se asumen como “todopoderosas”. Incluso si deciden contra lo que ellas mismas habían acordado era inmodificable, casi siempre –como ocurre en nuestro país- de la mano de un líder mesiánico y enfebrecido que no concibe –y en eso hay un gran menosprecio a la gente, incluso a su gente- que la sociedad pueda organizarse y progresar sino bajo su égida.

El presidente, a mi humilde entender, está en este momento, al igual que lo hizo en los días previos a Abril de 2002, jugando a crear escenarios de crisis.  Los necesita, vive de ellos, espera que los factores más radicales de la oposición, en incluso algunos de éstos que le ayudan en sus bravatas, le sigan el juego. Y recurran a las mismas herramientas suyas, a la intolerancia, a la irreflexividad, a la violencia para (¡!) acabar con la otra intolerancia, la otra irreflexividad, la otra violencia, la oficialista. Hugo Chávez se apoya en que, según sus cálculos, cuenta con el “apoyo mayoritario” de la ciudadanía en Venezuela, y no se da cuenta en ello de que si eso es así, con las observaciones que siempre hay que hacer sobre la certeza –o mejor dicho, con la falta de certeza- de esto es porque la oposición sólo ahora es que, por la acción de algunos de sus representantes –que no de todos- es que ha dado con  la idea de que debe, además de cuestionar, proponer.

Estoy absolutamente convencido de que si todos los venezolanos, sin distinción política alguna, hacemos de nuestra Carta Magna un baluarte irreductible de espacios de indecidibilidad (sobre todo en lo que atañe a nuestros derechos fundamentales, de primera, segunda y hasta de tercera generación) y fijamos como regla mínima de convivencia que hay principios y derechos a los que no puede renunciarse –como el derecho a vivir en democracia, el derecho a la vida, a la libertad, a la igualdad, a la propiedad, a la intimidad y a la paz- ni siquiera por decisión mayoritaria empezaremos a ver nuestros destinos más claros. Para eso, asumámoslo, nos sirve más el Art. 333 de la Constitución que el muy impreciso y difícil Art. 350.

Y también estoy convencido de que no se debe caer en las trampas cazabobos que se nos están tendiendo desde el poder. Existen muchas formas, pacíficas e imaginativas, y muy efectivas, de oponerse a los despropósitos oficialistas sin recurrir a sus mismas armas de violencia y de imposición. ¿La primera? Tomarse el tiempo de hablar con quienes no comparten nuestro ideario, y acercarles a nosotros desde la convicción, desde la palabra, desde la razón. No desde la coacción, mucho menos desde la negación de su existencia, como gusta de hacer nuestro primer mandatario. La irracionalidad, está claro, no es patrimonio exclusivo del chavismo radical. También campea en algunos factores de la oposición radical. No tengo que justificar a nadie mi oposición a Chávez, la he expresado desde antes de que resultara electo en mis entonces cotidianas entregas a los medios impresos nacionales, por eso me tomo esta libertad de “llamarnos a botón” –y me incluyo deliberadamente en el grupo, pues soy humano y me afecta esta barbarie tanto como a los demás- y de hacer un llamado, que estimo necesario, a la calma. La pregunta que debemos hacernos es si queremos que a la vuelta de unos meses, luego de alguna absurda aventura golpista, el presidente nos pueda volver a decir, muy orondo y satisfecho –reafirmado en el poder, pues de la improvisación y de la violencia sólo surgen males mayores- que, como lo afirmó el 15 de Agosto de 2004 ante la Asamblea Nacional en relación a la de Abril de 2002, esta “crisis” política era “necesaria” y que “él mismo la promovió” para hacer de ella un nuevo argumento que, de tantas veces repetido, pese a su falsedad, para muchos torne en “verdad” que les mantenga atados a un proyecto de país –el oficialista- que ni siquiera merece llamarse tal.


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