Hoy, a través
de los ventanales de mi oficina que normalmente me reciben
con la majestuosa visión del Ávila veo otra de estas tardes
nubosas y algo frías que sorpresivamente nos ha deparado el
mes de febrero. No me amilana sin embargo el espectáculo.
Hay días en los que debemos dar la bienvenida a que, aunque
sea de esta forma un tanto melancólica, la naturaleza nos
invite a reflexionar y a mirar un poco hacia adentro de
nosotros mismos.
Por supuesto,
no puedo demorarme mucho en mis tanteos hacia mí mismo.
Tengo que lidiar con las mil y un cargas que la procura de
nuestra subsistencia nos impone en esta economía de locura y
con otras mil y una más con las que me han cargado los
últimos acontecimientos. El teléfono –sea a través de
llamadas o de mensajes- no para de llamarme a la realidad. A
las nubes que coronan nuestro normalmente luminoso cielo no
parece importarles mucho que tenga que ayudar a montar un
centro de recepción y atención de denuncias sobre eventuales
irregularidades y violaciones de derechos humanos para el
próximo referendo sobre la enmienda constitucional propuesta
por el presidente o que muchos líderes estudiantiles y
jóvenes en general necesiten de nuestro apoyo legal ante su
injusta criminalización desde el poder. Aún así a veces me
refugio en ellas por unos instantes entre consideraciones
que preparo sobre cómo lidiar legalmente con allanamientos y
detenciones arbitrarias y la atención de los mensajes y las
llamadas sobre rumores –ciertos o no- de nuevas y más
elaboradas formas persecutorias contra ciudadanos y
ciudadanas que sólo se limitan a hacer lo que la
constitución les permite hacer:
expresar su disconformidad
con el poder y manifestar que la visión de país que se
pretende imponer desde la presidencia no es la que ellos
comparten.
Justo cuando
iba a disfrutar de unos momentos alejado de tales
predicamentos mundanos colgado de alguna nube grisácea mi
teléfono –esta vez el de mi escritorio- vuelve a sonar con
esa melodía antipática que alguna vez le puse y que ahora no
se cómo cambiar. Me informa mi secretaria que dos jóvenes,
una muchacha y un muchacho de la Universidad Metropolitana,
han llegado a mi despacho y quieren hacerme una consulta.
Por supuesto de inmediato dejo de hacer lo que estaba
haciendo –o mejor dicho, lo que no estaba haciendo- y les
invito a pasar.
Ella es
hermosa cómo sólo saben serlo las venezolanas. Sobre todo
las de ahora. Conjuga en sus apenas veinte años esa
jovialidad propia de nuestro terruño y de su edad con una
verde mirada que demuestra, sólo de pasearse por ella unos
instantes, que hay en ella una prístina inteligencia y mucho
más que simples ganas de “pasarla bien” y de sólo ocuparse
de las cosas que –así lo recuerdo cuando yo era como ella-
ocupaban la mente y los empeños de todo joven que se precie
de serlo. Es mucho más “adulta” por así decirlo, de lo que
yo mismo lo era a esa edad. Las circunstancias la han
llevado a ser así y a enfrentarse a oprobios que no debieron
ser nunca parte de su experiencia vital. Y se le nota, aún
en su justa preocupación, orgullosa de ser parte de este
movimiento estudiantil que tanto está dando de qué hablar a
nivel mundial.
Él, por su
parte, tiene más o menos la misma edad de la muchacha. Es,
como nos corresponde a nuestra condición de varones, más
locuaz y un poco menos sereno que la joven. Es también buen
mozo a la manera en lo son los muchachos de ahora –me siento
como un anciano sólo de ponerlo de esta forma- y, en su
apresurado hablar y maneras enérgicas, se evidencian una
fuerza, un conocimiento de la realidad y una madurez en el
análisis de nuestra situación política verdaderamente
implacables. Digo, implacables contra aquello que percibe
como injusto y negativo, no sólo para él, sino para su
país.
Vienen a que
les cuente un poco de lo que cabe esperar –por lo menos
legalmente hablando- de la aberrante persecución que contra
los integrantes del movimiento estudiantil se ha disparado,
desde el poder, en las últimas semanas. Les preocupa no su
propio destino –están absolutamente conscientes de sus
responsabilidades como líderes estudiantiles y de las cargas
que vienen con ellas- sino el de los miles de sus compañeros
y compañeras que les acompañan, no sólo en su universidad
sino en muchas otras, en sus expresiones libertarias. Me
hablan también –no sin un dejo de desencanto- de cómo
perciben que los factores políticos han puesto, de manera
según ellos un tanto cómoda e irresponsable, sobre los
hombros del movimiento estudiantil la mayor parte del peso
de la responsabilidad de cuidar los votos el próximo domingo
y de hacer prevalecer con ello la voluntad popular.
Me llama la
atención que, pese a que son manifiestamente opositores –y
aunque Chávez se desgañita llamándoles “pitiyanquitos”,
“siervos de CIA” y otras sandeces similares- no me hablan de
“hacer ganar” a ultranza el “NO” o de “desconocer”
eventuales resultados adversos a sus propias posturas si es
el caso. Me hablan de
hacer que se respete la verdadera voluntad del pueblo, sea
ésta cual sea. Y de su preocupación ante la
apatía que ven en algunas personas -muchos mayores que ellos
mismos- que no saben, o no quieren saber, de la importancia
que en este momento histórico tiene el concurrir el próximo
domingo a las urnas a decidir, una vez más, el destino del
país.
Y es que son
verdaderos demócratas. Se les nota.
Trato de
disipar –dentro de mis limitadas posibilidades- sus dudas
legales y de brindarles algunos consejos sobre cómo actuar
ante eventuales acciones policiales desaforadas o ante
allanamientos y arrestos ilegítimos. Me comprometo a darles
toda la ayuda que sea necesaria de ser el caso y converso
con ellos, ya al final –pues su alegría natural siempre
busca un resquicio por el cual dejarse ver- de temas un poco
más luminosos. Luego de celebrar entre chanzas y sonrisas
nuestra victoria en la serie del Caribe me dejan inmerso en
mis ocupaciones y se van un poco –sólo un poco- más
tranquilos a seguir coordinando las actividades que les han
sido encomendadas por sus compañeros de cara al próximo
referendo.
Mientras
hablaba con ellos no podía dejar de contemplar la foto que
tengo en mi oficina de mi pequeña hija. Yo les llevo a éstos
muchachos más o menos veinte años. Ellos le llevan a mi niña
más o menos veinte años también. Me pregunto cuál será el
país en el que mi pequeña crecerá y si, alguna vez, cuando
ya esté en sus veintes, tendrá la necesidad de acudir a
alguien un poco mayor que ella a hacerle las mismas
preguntas que éstos jóvenes hoy me hacían a mi. A la primera
de mis inquietudes sólo puedo responderla desde el anhelo.
Espero que mi hija crezca en un país diferente, lo cual sólo
podrá ser, evidentemente,
si no lo está gobernando en
ese entonces la misma persona que ahora nos desgobierna a
nosotros. A la segunda pregunta me la respondo ya
no desde el anhelo sino desde la certeza. Y desde la
esperanza. Y lo hago así porque me siento orgulloso de éstos
jóvenes que, el día de mañana y pase lo que pase, estarán
aquí para seguir sembrando, más allá de las adversidades y
de las oscuridades que han aprendido a vencer desde sus años
mozos, su semilla cívica, humanista y democrática por donde
quiera que vayan.
Y para
guardar y proteger –aunque algunos hoy no les ayuden en
demasía en esto- entre sus manos blancas el futuro de mi
hija que, algún día -cuando para ella éstos muchachos sean
unos “viejos”, o “adultos contemporáneos” mejor- podrá
apoyarse con confianza en ellos y les reconocerá como los
héroes y las heroínas de una gesta que dejará huella. Y la
dejará pues sus adalides supieron ver hacia delante cuando
otros, los poderosos, se empeñaban en mirar sólo hacia
atrás.
Así lo
demostrará la historia.
Estos jóvenes
no lo saben, pero esta noche dormiré un poco más tranquilo
gracias a ellos.