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A la muerte no le gustan las fiestas
Gonzalo Himiob Santomé
sábado, 7 febrero 2009


Ya casi llega a la mayoría de edad esa historia que para muchos empezó contarse luego de aquella asonada golpista que en Febrero de 1992 conmocionó a Venezuela y al mundo. El tristemente famoso “por ahora” de nuestro presidente tiene ya 17 años. En aquellas fechas, sólo para hablar de las cifras oficiales –las extraoficiales hablan de muchas más, al menos 50- fallecieron a manos nada más y nada menos que de sus hermanos de armas 17 soldados; hubo aproximadamente una centena de heridos, se causaron importantísimos daños a propiedades privadas y públicas y fueron sometidas a investigación y proceso 1089 personas como subversivas.  

Los muertos siguen en sus tumbas. Los heridos sanaron –o no, dependiendo de si la herida la fue en el cuerpo o en el alma- y los daños materiales se repararon. Y todos, absolutamente todos, los involucrados en aquél orgiástico y premonitorio aquelarre de violencia –es decir, los que no tuvieron la oportunidad de huir en su cobardía- y fueron sujetos a la autoridad judicial fueron, de una u otra forma, absueltos, sobreseídos o perdonados. Y ello por un régimen político “nefasto”, por una “Cuarta República” que, con todo y sus bemoles, sí entendía de las responsabilidades y compromisos que apareja, con respecto a quienes se le oponían -en algunos aspectos con justa y sobrada razón- llamarse “demócrata” y serlo de verdad. Que no sólo, como ahora, de la boca para afuera. 

Para variar, nuestros oficialistas disociados –en el sentido verdadero del término- pretenden convertir toda aquella tragedia en algo que no fue. Cultores de la intolerancia y de la violencia como son quieren conmemorar la muerte y el salvajismo de aquellos días luctuosos. Tratan de hacer creer al pueblo que el que unos soldados hayan tomado las armas contra sus hermanos y les hayan matado, al menos a 17 de ellos a traición –nadie salvo que tenga complejo de Abel espera del hermano que le de una puñalada- es algo que merece festejarse. Se quiere hacer pensar a propios y a ajenos, usando los recursos comunicacionales de todos para ello además, que el hecho de que algunos exaltados hayan salido en febrero del 1992 a la calle a destruir cosas y a herir a sus coterráneos no fue sinónimo de barbarie y de irracionalidad sino una “sana expresión popular de descontento”. 

Y esto es una burla a la historia y a la verdad.  

A diferencia de lo que muchos de los que hoy gozan de las mieles del poder decían aquel febrero de 1992 se pretende hoy, desde el gobierno  y desde la cómoda distancia del tiempo transcurrido, mostrar que nuestro presidente no era un militar alzado y golpista que ordenó y causó –él mismo lo ha reconocido- la muerte de otros venezolanos, sino una especie de “iluminado” ungido por la historia para “encarnar” los anhelos populares que -en aquél entonces “por ahora”, según Chávez- no se verían “satisfechos” sino hasta algunos años después. Pero sólo cuando –la ironía es una cosa seria- el sujeto en cuestión, pasados su quince minutos de fama que le catapultaron al escenario público, entendiese tras las rejas –o fingiese entender- que no son las balas ni los cadáveres, sino los votos, los que deben contarse en el mundo civilizado para interpretar y hacer valer el sentir de los pueblos.  

La verdad es que para Febrero de 1992 nuestro presidente se mostraba delgado y sobrio. Severo, pero a la vez violento y peligroso. Y al que lo dude le invito a volver a ver las imágenes de aquella muy poco amistosa tanqueta llamando a golpes a las puertas de Miraflores u otras más esclarecedoras sobre cómo ocurrieron las cosas en esos días. Y es que no era Chávez –y no sería algo distinto jamás- más que un uniformado que creía fervientemente en que el fusil puede más que la palabra. Y sus hechos lo demostraban y lo ratificarían después. Para 1998 Hugo Chávez ya no era el mismo. Ya lo dijimos antes, su paso por la cárcel le había “hecho entender” –y así lo hizo creer a todo incauto que no le leyó correctamente- que las urnas que interesan a la democracia son las electorales, no las que albergan cuerpos inertes de compatriotas masacrados. Pero para el 2009 –y mucho antes, ya desde el 2002- ya obeso y sin la austeridad de palabra y actitudes que tanto afecto y respeto le ganó en algunos hace 17 años, volvería Chávez por sus fueros y demostraría que nunca dejó de ser lo que era en 1992 ni de tener a la violencia contra el opuesto como la siempre primera y la siempre única y mejor opción. Y que goza más del “gas del bueno” que de “la buena paz”. 

Pero a la muerte no le gustan las fiestas. Y esto no lo entiende el poder en Venezuela. Por eso, y porque el gobierno abusa de ella, la ensalza, la proclama como valor “soberano”, la incluye en los lemas de los uniformados y la convoca con insistencia a sus festines éstos siempre se quedan vacíos de creyentes verdaderos y le resultan contraproducentes en la estima popular. A lo sumo, acuden a éstos oscuros “infaustos”, y le bailan la necrofílica gracia al presidente, los tarifados y sisadores de siempre y  uno que otro desmemoriado que no tiene nada mejor que hacer. Pero nadie más. 

Así que hoy 04 de Febrero de 2009 no hay nada que celebrar. Y, como el que calla otorga y la muerte ilustra, preguntemos al silencio impune y sepulcral de los 17 soldados oficialmente fallecidos en esas fechas si me concede, en cuanto a esto, la razón.


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