Ya casi llega
a la mayoría de edad esa historia que para muchos empezó
contarse luego de aquella asonada golpista que en Febrero de
1992 conmocionó a Venezuela y al mundo. El tristemente
famoso “por ahora” de nuestro presidente tiene ya 17 años.
En aquellas fechas, sólo para hablar de las cifras oficiales
–las extraoficiales hablan de muchas más, al menos 50-
fallecieron a manos nada más y nada menos que de sus
hermanos de armas 17 soldados; hubo aproximadamente una
centena de heridos, se causaron importantísimos daños a
propiedades privadas y públicas y fueron sometidas a
investigación y proceso 1089 personas como subversivas.
Los muertos
siguen en sus tumbas. Los heridos sanaron –o no, dependiendo
de si la herida la fue en el cuerpo o en el alma- y los
daños materiales se repararon. Y todos, absolutamente todos,
los involucrados en aquél orgiástico y premonitorio
aquelarre de violencia –es decir, los que no tuvieron la
oportunidad de huir en su cobardía- y fueron sujetos a la
autoridad judicial fueron, de una u otra forma, absueltos,
sobreseídos o perdonados. Y ello por un régimen político
“nefasto”, por una “Cuarta República” que, con todo y sus
bemoles, sí entendía de las responsabilidades y compromisos
que apareja, con respecto a quienes se le oponían -en
algunos aspectos con justa y sobrada razón- llamarse
“demócrata” y serlo de verdad. Que no sólo, como ahora, de
la boca para afuera.
Para variar,
nuestros oficialistas disociados –en el sentido verdadero
del término- pretenden convertir toda aquella tragedia en
algo que no fue. Cultores de la intolerancia y de la
violencia como son quieren conmemorar la muerte y el
salvajismo de aquellos días luctuosos. Tratan de hacer creer
al pueblo que el que unos soldados hayan tomado las armas
contra sus hermanos y les hayan matado, al menos a 17 de
ellos a traición –nadie salvo que tenga complejo de Abel
espera del hermano que le de una puñalada- es algo que
merece festejarse. Se quiere hacer pensar a propios y a
ajenos, usando los recursos comunicacionales de todos para
ello además, que el hecho de que algunos exaltados hayan
salido en febrero del 1992 a la calle a destruir cosas y a
herir a sus coterráneos no fue sinónimo de barbarie y de
irracionalidad sino una “sana expresión popular de
descontento”.
Y esto es una
burla a la historia y a la verdad.
A diferencia
de lo que muchos de los que hoy gozan de las mieles del
poder decían aquel febrero de 1992 se pretende hoy, desde el
gobierno y desde la cómoda distancia del tiempo
transcurrido, mostrar que nuestro presidente no era un
militar alzado y golpista que ordenó y causó –él mismo lo ha
reconocido- la muerte de otros venezolanos, sino una especie
de “iluminado” ungido por la historia para “encarnar” los
anhelos populares que -en aquél entonces “por ahora”, según
Chávez- no se verían “satisfechos” sino hasta algunos años
después. Pero sólo cuando –la ironía es una cosa seria- el
sujeto en cuestión, pasados su quince minutos de fama que le
catapultaron al escenario público, entendiese tras las rejas
–o fingiese entender- que no son las balas ni los cadáveres,
sino los votos, los que deben contarse en el mundo
civilizado para interpretar y hacer valer el sentir de los
pueblos.
La verdad es
que para Febrero de 1992 nuestro presidente se mostraba
delgado y sobrio. Severo, pero a la vez violento y
peligroso. Y al que lo dude le invito a volver a ver las
imágenes de aquella muy poco amistosa tanqueta llamando a
golpes a las puertas de Miraflores u otras más
esclarecedoras sobre cómo ocurrieron las cosas en esos días.
Y es que no era Chávez –y no sería algo distinto jamás- más
que un uniformado que creía fervientemente en que el fusil
puede más que la palabra. Y sus hechos lo demostraban y lo
ratificarían después. Para 1998 Hugo Chávez ya no era el
mismo. Ya lo dijimos antes, su paso por la cárcel le había
“hecho entender” –y así lo hizo creer a todo incauto que no
le leyó correctamente- que las urnas que interesan a la
democracia son las electorales, no las que albergan cuerpos
inertes de compatriotas masacrados. Pero para el 2009 –y
mucho antes, ya desde el 2002- ya obeso y sin la austeridad
de palabra y actitudes que tanto afecto y respeto le ganó en
algunos hace 17 años, volvería Chávez por sus fueros y
demostraría que nunca dejó de ser lo que era en 1992 ni de
tener a la violencia contra el opuesto como la siempre
primera y la siempre única y mejor opción. Y que goza más
del “gas del bueno” que de “la buena paz”.
Pero a la
muerte no le gustan las fiestas. Y esto no lo entiende el
poder en Venezuela. Por eso, y porque el gobierno abusa de
ella, la ensalza, la proclama como valor “soberano”, la
incluye en los lemas de los uniformados y la convoca con
insistencia a sus festines éstos siempre se quedan vacíos de
creyentes verdaderos y le resultan contraproducentes en la
estima popular. A lo sumo, acuden a éstos oscuros
“infaustos”, y le bailan la necrofílica gracia al
presidente, los tarifados y sisadores de siempre y uno que
otro desmemoriado que no tiene nada mejor que hacer. Pero
nadie más.
Así que hoy
04 de Febrero de 2009 no hay nada que celebrar. Y, como el
que calla otorga y la muerte ilustra, preguntemos al
silencio impune y sepulcral de los 17 soldados oficialmente
fallecidos en esas fechas si me concede, en cuanto a esto,
la razón.