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Ya va! ¿Cómo es la cosa?
Gonzalo Himiob Santomé
domingo, 5 julio 2009


“…La hipocresía es el homenaje que el vicio tributa a la virtud…”
François de la Rochefoucauld

Ya era bastante sorprendente oír a un militar (si, a ese que se dice “pacífico” pero que no duda en recordarnos continuamente que “está armado”) que cedió en dos oportunidades a la tentación golpista y violenta, contra otros presidentes tan legítimamente electos como Zelaya, condenar “golpes de Estado” en otras naciones como medios para llegar al poder. Ni hablar, por supuesto, del asombro que despertaba escucharle hablar de los “otros militares” de “otros países” llamándoles, por hacer lo que él mismo quiso hacer –repito, no una, sino dos veces- “gorilas” y “fascistas”. Después tuve que escucharle cantar loas a la OEA, a la ONU y hasta al “imperio” mismo, aunque antes en varias oportunidades, los había atacado con la inusual ferocidad y estulticia del que se siente fuerte cuando sabe que no lo es. Además lo he visto meter con descaro sus peludas narices en los “asuntos internos” de otro país aunque para ello hubiera tenido que utilizar como papel higiénico todos los libracos que le abonan sus tesis decimonónicas sobre la “soberanía de los pueblos” y también, lo que sin embargo no fue tan imprevisto –de hecho no cabía esperar menos del “héroe del museo militar”- “recular” sin el menor decoro castrense cuando había afirmado a voz en cuello que “acompañaría a Zelaya” a Honduras para que fuera repuesto en el poder.

Ya habíamos visto todo eso cuando nuestro gobierno y sus instituciones nos salieron con una nueva sorpresa. Ahora –y es que lo que pasa en nuestra nación es verdaderamente surrealista- primero el Tribunal Supremo y después todos los demás poderes públicos se han sumado a la hipócrita perorata (la hipocresía es, según el DRAE, el “…Fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan…”) dejando bien claro que, en primer término, no están allí para cumplir las funciones que se supone deben cumplir sino para servir de órganos de consolidación política al servicio de Hugo Chávez y, en segundo lugar, que también son tan fingidores como nuestro primer mandatario cuando de entrometerse en los asuntos de otros países se trata. Es decir, más allá de que el comunicado, por ejemplo, del Tribunal Supremo de Justicia venezolano no sirve para absolutamente nada a nivel internacional –fijémonos en cómo los máximos entes judiciales de otras naciones han guardado, como corresponde, un prudente silencio sobre la situación de Honduras- lo realmente sorprendente es el mensaje que se lee tras las inútiles líneas del mismo: “No se preocupe presidente, dejaremos claro al país, y especialmente a los militares –esos que ya están hasta la coronilla de la ‘revolución’- que acá no se les avalará, como ocurrió en Honduras, ninguna intentona contra usted”. 

Mayor ejemplo de sumisión, y de esquizofrénica disociación con respecto a cuáles son las verdaderas funciones de las instituciones en un país democrático es, sencillamente, imposible.

Y no es que quien suscribe esté de acuerdo con los evidentes abusos en que el régimen de Micheletti ha incurrido contra los “escuálidos” hondureños –léase, los muy pocos, al parecer, ciudadanos que no apoyan la salida de Zelaya del poder- o con el nefasto “blackout” mediático que, con todo lo que supone, ha servido de apoyo a esa transición entre un gobernante y otro en aquél país. De una revisión a vuelo de pájaro de la Constitución hondureña nos quedan claras dos cosas: La primera, que Zelaya estaba por hacer con la Carta Magna de esa nación lo mismo que ha tenido que hacer Chávez con sus libros sobre la “autodeterminación de los pueblos” frente a lo que ha sido la postura internacional –de la OEA, la ONU, etc.- sobre los hechos; la segunda, que lo que correspondía era abrirle a Zelaya una investigación penal por sus abusos y someterlo a un juicio justo en el que se decidiera, con respeto a todas las garantías constitucionales y legales, si es o no un criminal. Ya Micheletti y los militares tendrán que rendir cuentas de sus abusos, y que eso ocurra corresponderá a quienes allá, como acá, nos hemos entregado a la causa de los derechos humanos. De lo que se trata es de revelar la inmensa hipocresía que subyace en todo el tinglado mediático y político que ha montado nuestro gobierno ante los hechos de Honduras.

Ni al TSJ, ni a la Fiscalía, ni a la Defensoría del Pueblo, ni a ninguna otra institución venezolana le corresponde estar haciendo pronunciamientos sobre situaciones internacionales o sobre lo que pasa en otros países. La conducción de éstos temas, y de las relaciones internacionales en general, corresponde exclusivamente –claro, esto lo dice nuestra Constitución, que para éstas instituciones es “letra muerta”- al Presidente de la República por órgano de la Cancillería. A nadie más. Y aún en estos casos, una cosa es pronunciarse, o tener una propia opinión, con respecto a hechos como el que nos ocupa y otra, muy diferente, es pretender influir descaradamente en ellos como si se tratase de algo propio.

No puedo estar de acuerdo con que unos militares se hagan arbitrariamente del control de una nación, ni siquiera con el apoyo de las demás instituciones o aún cuando su presidente sea un criminal. ¿O es que acaso en Venezuela no tenemos ya diez años padeciendo los rigores que se sufren cuando a un militar se le mete entre ceja y ceja que es “el llamado” a enderezar los entuertos sociales y políticos y así se le permite proceder? Los militares no son, y nunca han sido, buenos árbitros políticos, y ni en Honduras ni en otros países les está encomendado tal papel a las Fuerzas Armadas como misión en las normas respectivas, normas que hay que respetar porque normalmente todas son de rango constitucional. Por ello creo –y esta es mi modesta opinión, siempre discutible- que la salida de Zelaya de la forma en que se produjo no fue la más adecuada. No lo fue porque la deposición de un presidente en esos términos, y hasta la expulsión de un ciudadano hondureño de su propio territorio, no son aceptables ni desde el punto de vista de su derecho interno ni desde el punto de vista del derecho internacional. Y, además, porque tal forma de actuar sembró la espina de la duda sobre si cualquier reclamo penal que se le haga a Zelaya por sus arbitrariedades tiene validez o no a futuro. Creo que se está perdiendo una importante oportunidad de demostrarle al mundo que los presidentes, en el ejercicio de sus funciones, tienen límites y están sujetos a responsabilidades personales y directas por lo que hacen.

Pero me parece absolutamente aberrante que nuestro presidente, y su corro de instituciones sumisas, se rasguen ahora las vestiduras mostrándose, una vez más, como lo que no son: demócratas, respetuosos de los derechos humanos y promotores de la no intervención foránea en los asuntos internos de otros pueblos. No puedo estar de acuerdo con que nuestro gobierno siga burlando conceptos y posturas a conveniencia, mucho menos cuando tal conveniencia no lo es sino para quienes detentan el poder, que no para el país en general al que se deben, aunque se les haya olvidado. Eso, como se supone que nos representan a todos, nos deja a todos los venezolanos y venezolanas muy mal parados. Y refleja que muchas de las palabras y posturas de nuestro presidente son veleidosas, acomodaticias y, en algunos casos, francamente carentes de toda lógica o sentido ideológico coherente.


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