Por no dejar,
y porque sigo y seguiré siendo –pese a la advertencia que
formularé al final- un hombre de palabra y de argumentos,
voy a tratar de explicarles esto de nuevo a los amigos y
amigas oficialistas, al menos a los que aún obran con buena
fe. Ello con miras a dejar constancia escrita, para cuando
la situación se les vaya de las manos, que se les trató de
explicar por las buenas por qué a los madres y padres de
esta nación libre y soberana no nos gusta y nos parece
contraproducente su Ley de Educación. Que no digan jamás,
cuando no se les deje aplicar el esperpento, que no se quiso
dialogar constructivamente sobre el tema.
O que no se
les dio la oportunidad de rectificar.
En primer
lugar les destaco que, según manda el Art. 3º de la
CRBV, el desarrollo de la persona (no “del gobierno”) y el
respeto a la dignidad humana (no “a la autoridad sobre los
humanos”) son los primeros fines esenciales de nuestro
modelo de Estado. Es decir, primero van el ser humano, el
respeto a sus derechos y a su dignidad, y después, bien
lejos y casi de último en la cola (aunque no se le saca pues
al final es necesario, cuando no se hace del mismo una ciega
religión) el “respeto a la autoridad”. También este mismo
artículo nos dice que el trabajo y la educación son los
medios para alcanzar estos fines de forma tal que un sistema
educativo que no les sirva y no se someta a éstas
finalidades no es constitucional.
También les recuerdo que, según
el Art. 2º de esta misma Carta Magna la libertad, la
preeminencia de los derechos humanos, la ética y el
pluralismo político son valores superiores de nuestro
ordenamiento jurídico, lo que quiere decir que ninguna norma
o ley puede ir contra éstos. Por último, les informo que
aunque el “comandante” crea otra cosa, es nuestra
Constitución la que consagra que es atribución de los padres
y madres, promover (Arts. 76, segundo párrafo y 102 CRBV)
conjuntamente con el
Estado (que no “bajo el mando” o “arbitrario control”
del gobierno) la educación de sus hijos, y que además les da
la posibilidad de elegir para ello a las instituciones
educativas públicas o privadas que prefieran, y los
programas educativos que a bien tengan, todo a los efectos
de garantizar, conforme al mandato constitucional, el mejor
desarrollo de nuestros infantes y adolescentes en una
sociedad, próspera, justa y amante de la paz.
Es decir, ese “derecho-deber” de
los padres a elegir el tipo o la forma de educación que le
quieren dar a sus hijos o a decidir cuál programa educativo
les parece mejor no lo inventó un “escuálido”, no es parte
de una campaña de terrorismo “mediático”, ni una imposición
invasora del “imperio”. Éste aparece recogido como uno de
nuestros derechos y deberes fundamentales en la Constitución
cuya vigencia fue ratificada en diciembre de 2007 por la
abrumadora mayoría de los venezolanos y venezolanas.
Dicho todo esto, les recuerdo también que
la Constitución que está vigente me ordena (léanse el Art.
333) defenderla y protegerla ante cualquier acto de fuerza o
ante cualquier intento ilegítimo de violentarla.
Así las
cosas, con el mejor ánimo, pero con firmeza, esperando no
tener que pasar a mayores voy a escribirles no como abogado,
sino como padre de una niña de dos años a la que quiero
ofrecerle una educación libre, pluralista y amplia. Una que
le enseñe que el mundo no esta hecho de juguetitos de
guerra, que a las ideas de los demás se les respeta y que se
puede dialogar sin ofender y para construir consensos y un
mejor país, solidario y libre, para todos. Así, como padre,
les exijo que dejen de jugar a complacer los caprichos
trasnochados de quienes lo ven todo sólo en rojo y que dejen
por fuera de las escuelas, liceos, colegios o universidades
a los que eventualmente decidiré enviar a mi pequeña a sus
“supervisores educativos”, a sus “consejos comunales” o a
sus “agentes educativos”.
Promulguen si
quieren –como siempre lo hacen- su Ley de Educación de
espaldas al sentir del pueblo. Háganlo –como siempre- sin
abrir el debate a otros factores distintos de ustedes
mismos. Ya de esos abusos rendirán cuentas algún día. Pero
les advierto, háganle caso a la exigencia previa. Se las
hace un ciudadano con pleno derecho a ello y armado sólo con
sus leyes y su Constitución. Háganle caso porque tras la
misma viene una advertencia sobre la que asumo total y
personal responsabilidad:
Si llego a ver
a alguno de esos impresentables representantes de la
“revolución educativa” tratando de hacer de mi hija o de sus
compañeros “mujeres u hombres nuevos” de esos que les gustan
sólo al “comandante” y a algunos de sus contertulios –o lo
que es lo mismo, tratando de llenarles la cabeza de
estupideces y convirtiéndolos en robots- voy a darle serio
contenido a la expresión “¡con mis hijos no te metas!” y lo
voy a sacar personalmente de allí. Si se presenta algún
“agente educativo” del gobierno en la escuela, liceo,
colegio o universidad de mi hija –cuando le toque- a hacer
de las suyas contra lo que dice nuestra Constitución, el o
la impresentable representante de la “revolución” será
removido o removida de allí con todos sus bártulos y
libracos rojos puestos de sombrero y quizás –si así debe
ser- con un buen puntapié en salva sea la parte.
Si los sacaré
de allí violentamente o no, no lo decido yo, lo decidirá el
nivel de intransigencia o de resistencia a respetar nuestra
Constitución del funcionarucho o de la “agente educativa” de
turno. Y no estaré solo. Ya lo verán. ¡Ojalá no sea
necesaria la violencia! Deseo con toda mi alma que se
imponga la razón, que se deje a nuestros hijas e hijas
elegir sus caminos, sus ideas y su futuro en libertad y que
se empiece a reconstruir el país desde el diálogo, que no
desde la imposición. Deseo fervientemente que se respete
nuestra Carta Magna y nuestro sagrado derecho y deber de
padres y madres a tomar, sin interferencias ideologizantes
del poder ejercido con abuso, las decisiones que
consideremos adecuadas con respecto a la educación a
nuestros hijos e hijas, y deseo que ese respeto se de por
las buenas.
Pero de nuevo
¡no se confundan! Hay cosas con las que no se juega.
La tienen
difícil, oficialistas. Al menos conmigo.
Y eso es un
hecho. No una amenaza.