Los resultados
del pasado 23N han sido objeto de todo tipo de análisis.
Tanto desde el oficialismo como desde la oposición se
formulan todo tipo de ideas sobre la propia victoria y la
supuesta derrota del opuesto. Se habla de números, de
cantidades, de alcaldías y gobernaciones “recuperadas” o
“perdidas”, de las caras de alegría, rabia o de frustración
de los unos o de los otros y de lo que éstas significan
–ahora todos somos neuropsicólogos- y los partidos políticos
se aprestan a demandar a los electos, de bando y bando, sus
“cuotas” de poder local sobre la base del número de votos
que tal o cual tarjeta haya aportado a las respectivas
victorias. Los alcaldes y gobernadores ya en tránsito a
asumir plenamente sus cargos se mueven entre las solicitudes
de reconocimiento a los favores y apoyos recibidos que,
seguramente, ya han empezado a llegarles, y comenzar a
trabajar. Digo, si es que los saqueos de quienes fueron
derrotados –una nueva “moda” política- les dejan con los
equipos e infraestructura suficientes para ello. En fin,
nada muy diferente de lo esperado.
Pero poco se
escucha o se lee, más allá de las proverbiales
manifestaciones retóricas de algunos, sobre los verdaderos
ganadores de la contienda: los ciudadanos y ciudadanas. O
sobre cómo colmar de ahora en adelante sus expectativas sin
discriminaciones o exclusiones. Rogando se me excuse la
franqueza, tengo la impresión de que no había transcurrido
un segundo desde que se anunciaron los primeros resultados
cuando ya muchos de los favorecidos quitaban la mirada de
los electores –que al parecer ya habían dejado de ser
necesarios- para posarla golosos sobre las sillas y
despachos que les esperaban. Y es que algunos no se dan
cuenta de que si resultaron favorecidos por el voto popular
no lo fueron necesariamente porque la ciudadanía les tuviera
en particular estima, o porque tuvieran más o menos
capacidades que quienes sus contrarios, sino porque fueron
colocados en la cómoda posición de la candidatura “unitaria”
por decisiones partidistas que, con todo y lo loable de sus
propósitos originarios, en muchos casos no tomaban en cuenta
el sentir de las localidades. Lamento ser la
contravoz, pero
no he visto hasta el momento mucho que me permita pensar
algo distinto a que el proceso de “unidad” opositora, con
todo y sus ventajas, fue a la vez un juego de imposiciones
que, visto con objetividad, costó mucho más de lo que supuso
en réditos electorales.
De éstos
políticos que parecieran estarse ya olvidando qué fue o
quiénes fueron los que los llevaron a los cargos que ahora
se preparan para asumir, resalta como notable excepción
Antonio Ledezma, único de los elegidos que en sus primeras
palabras se atrevió a mencionar el delicado tema –el más
complejo entre los otros, igualmente “escabrosos”, a los que
muchos les sacan el cuerpo y sólo tocan cuando les conviene-
de los presos y perseguidos políticos demostrando
consecuencia y responsabilidad en su lucha por acabar con la
discriminación y la intolerancia política en el país. Y
evidenciando también que no le ha perdido la vena a la
ciudadanía. Ni a la oficialista, a la que reconoce su
importancia e invita a participar con él en su gestión; ni a
la opositora, de la que no se deshace ni desdice sólo porque
su cercanía pudiera resultar “incómoda” a los rojos con los
que va a tener que lidiar durante su mandato.
Y eso es lo que
demanda, en mi humilde criterio, el país. Líderes que no se
olviden de los temas nacionales y que no los afronten con
miedo o sólo de soslayo únicamente porque de “eso” o de
“aquello” es inconveniente hablar por el momento. Líderes
que comprendan que los grandes vencedores del 23N no son
ellos mismos ni los partidos que les apoyaron, sino los
millones de ciudadanos y ciudadanas que, en una elección que
tradicionalmente había estado marcada por una elevada
abstención, concurrieron a demostrar –de bando y bando- que
en Venezuela se sigue creyendo, a despecho de los delirios
de nuestro caudillo tropical, más en el voto y en las
herramientas de la democracia que en las armas, los tanques,
los muchos solcitos en las charreteras o en las asonadas o
peroratas violentas.
Líderes que,
sin descuidar los temas locales, los afronten también con
visión nacional tomando en cuenta que de los resultados del
23N, además de la que denota el inocultable avance como
fuerza electoral de la oposición política –al punto de haber
llegado a una correlación casi exacta con el oficialismo-
también hay que rescatar otra verdad indiscutible:
Del otro lado, millones de
personas siguen viendo a Hugo Chávez como una opción válida,
sin que les importe su talante beligerante, divisionista y
totalitario o sin que su manifiesta incapacidad para
gobernar les haya alejado de tal preferencia.
¿No habría que
pensar también en el por qué de ello?. Evidentemente si. Y
debemos hacerlo sin responder a la pregunta solamente –lo
cual, cuando se hace, evidencia no sólo una intolerancia muy
similar a la oficialista, sino además un verdadero
desconocimiento de la realidad- que todo chavista lo es sólo
por conveniencia o por ignorancia. Yo creo que las
respuestas a la pregunta de por qué aún muchos siguen
creyendo en este pseudo proyecto oficialista, que no tiene
más fin claro que el de mantener a un solo hombre la mayor
cantidad de tiempo posible en el poder, debemos buscarlas,
más que en la estatolatría clientelar tan venezolana y
paradigmática, en la inveterada incapacidad de la oposición,
o de la mayoría de sus representantes, para articular desde
una ideología coherente un proyecto de país alternativo,
distinto, ciertamente, del que ya no se vende ni se compra
desde el oficialismo; pero también del que, desde la
oposición, sólo alcanza a proponer que se “salga” de Chávez,
a costa de lo que sea,
“Pa´ luego ver qué se hace”.