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La otra lectura
Gonzalo Himiob Santomé
viernes, 28 noviembre 2008


Los resultados del pasado 23N han sido objeto de todo tipo de análisis. Tanto desde el oficialismo como desde la oposición se formulan todo tipo de ideas sobre la propia victoria y la supuesta derrota del opuesto. Se habla de números, de cantidades, de alcaldías y gobernaciones “recuperadas” o “perdidas”, de las caras de alegría, rabia o de frustración de los unos o de los otros y de lo que éstas significan –ahora todos somos neuropsicólogos- y los partidos políticos se aprestan a demandar a los electos, de bando y bando, sus “cuotas” de poder local sobre la base del número de votos que tal o cual tarjeta haya aportado a las respectivas victorias. Los alcaldes y gobernadores ya en tránsito a asumir plenamente sus cargos se mueven entre las solicitudes de reconocimiento a los favores y apoyos recibidos que, seguramente, ya han empezado a llegarles, y comenzar a trabajar. Digo, si es que los saqueos de quienes fueron derrotados –una nueva “moda” política- les dejan con los equipos e infraestructura suficientes para ello. En fin, nada muy diferente de lo esperado. 

Pero poco se escucha o se lee, más allá de las proverbiales manifestaciones retóricas de algunos, sobre los verdaderos ganadores de la contienda: los ciudadanos y ciudadanas. O sobre cómo colmar de ahora en adelante sus expectativas sin discriminaciones o exclusiones. Rogando se me excuse la franqueza, tengo la impresión de que no había transcurrido un segundo desde que se anunciaron los primeros resultados cuando ya muchos de los favorecidos quitaban la mirada de los electores –que al parecer ya habían dejado de ser necesarios- para posarla golosos sobre las sillas y despachos que les esperaban. Y es que algunos no se dan cuenta de que si resultaron favorecidos por el voto popular no lo fueron necesariamente porque la ciudadanía les tuviera en particular estima, o porque tuvieran más o menos capacidades que quienes sus contrarios, sino porque fueron colocados en la cómoda posición de la candidatura “unitaria” por decisiones partidistas que, con todo y lo loable de sus propósitos originarios, en muchos casos no tomaban en cuenta el sentir de las localidades. Lamento ser la contravoz, pero no he visto hasta el momento mucho que me permita pensar algo distinto a que el proceso de “unidad” opositora, con todo y sus ventajas, fue a la vez un juego de imposiciones que, visto con objetividad, costó mucho más de lo que supuso en réditos electorales. 

De éstos políticos que parecieran estarse ya olvidando qué fue o quiénes fueron los que los llevaron a los cargos que ahora se preparan para asumir, resalta como notable excepción Antonio Ledezma, único de los elegidos que en sus primeras palabras se atrevió a mencionar el delicado tema –el más complejo entre los otros, igualmente “escabrosos”, a los que muchos les sacan el cuerpo y sólo tocan cuando les conviene- de los presos y perseguidos políticos demostrando consecuencia y responsabilidad en su lucha por acabar con la discriminación y la intolerancia política en el país. Y evidenciando también que no le ha perdido la vena a la ciudadanía. Ni a la oficialista, a la que reconoce su importancia e invita a participar con él en su gestión; ni a la opositora, de la que no se deshace ni desdice sólo porque su cercanía pudiera resultar “incómoda” a los rojos con los que va a tener que lidiar durante su mandato. 

Y eso es lo que demanda, en mi humilde criterio, el país. Líderes que no se olviden de los temas nacionales y que no los afronten con miedo o sólo de soslayo únicamente porque de “eso” o de “aquello” es inconveniente hablar por el momento. Líderes que comprendan que los grandes vencedores del 23N no son ellos mismos ni los partidos que les apoyaron, sino los millones de ciudadanos y ciudadanas que, en una elección que tradicionalmente había estado marcada por una elevada abstención, concurrieron a demostrar –de bando y bando- que en Venezuela se sigue creyendo, a despecho de los delirios de nuestro caudillo tropical, más en el voto y en las herramientas de la democracia que en las armas, los tanques, los muchos solcitos en las charreteras o en las asonadas o peroratas violentas.  

Líderes que, sin descuidar los temas locales, los afronten también con visión nacional tomando en cuenta que de los resultados del 23N, además de la que denota el inocultable avance como fuerza electoral de la oposición política –al punto de haber llegado a una correlación casi exacta con el oficialismo- también hay que rescatar otra verdad indiscutible: Del otro lado, millones de personas siguen viendo a Hugo Chávez como una opción válida, sin que les importe su talante beligerante, divisionista y totalitario o sin que su manifiesta incapacidad para gobernar les haya alejado de tal preferencia. 

¿No habría que pensar también en el por qué de ello?. Evidentemente si. Y debemos hacerlo sin responder a la pregunta solamente –lo cual, cuando se hace, evidencia no sólo una intolerancia muy similar a la oficialista, sino además un verdadero desconocimiento de la realidad- que todo chavista lo es sólo por conveniencia o por ignorancia. Yo creo que las respuestas a la pregunta de por qué aún muchos siguen creyendo en este pseudo proyecto oficialista, que no tiene más fin claro que el de mantener a un solo hombre la mayor cantidad de tiempo posible en el poder, debemos buscarlas, más que en la estatolatría clientelar tan venezolana y paradigmática, en la inveterada incapacidad de la oposición, o de la mayoría de sus representantes, para articular desde una ideología coherente un proyecto de país alternativo, distinto, ciertamente, del que ya no se vende ni se compra desde el oficialismo; pero también del que, desde la oposición, sólo alcanza a proponer que se “salga” de Chávez, a costa de lo que sea, “Pa´ luego ver qué se hace”.


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