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La voz del NO
Gonzalo Himiob Santomé
lunes, 1 diciembre 2008


Los últimos sucesos lo confirman. Hugo Chávez no se visualiza a sí mismo fuera del poder, y si los venezolanos no nos percatamos ahora de esto poco podremos luego oponer cuando corresponda. Ni siquiera se ve nuestro presidente tejiendo sus marañas “desde afuera” o tras telones. No se ve “titereando” –séame perdonado el término- a nadie, ni siquiera a algún delfín ungido por él para ocupar la silla presidencial a su conveniencia y para su protección futura. De hecho, no es difícil intuir que nuestro presidente teme que, en caso de verse forzado a hacerlo –como pareciera estar a cuatro años de ocurrir- se haga potencial víctima de una traición que le desplace. Es lógico, Chávez no sólo no puede sino medir a los demás por su propia vara. Quien traiciona sólo puede ver traidores en todos lados, y quien sabe lo fácil que es aficionarse al poder cuando se tiene no puede sino pensar que los demás le emularán si tienen oportunidad de hacerlo. Y él también sabe que su deuda con los desposeídos, a los que infló de expectativas que no ha podido ni podrá satisfacer jamás, es inmensa. Y sería en verdad orate si creyera que, en su momento –desprovisto de la relativa protección del cargo presidencial- no se le va a pasar la factura legal, social y política correspondiente. El saldo en “rojo rojito” de su balance social y político ya le ha pedido en pago algunos adelantos. El primero fue el 2D. El segundo el 23N. Ello le atormenta. 

Pero aún así Chávez insiste en lo imposible: sustentar su poder en la negación permanente de la realidad. Y sería muy grave e imprudente que la oposición hiciese lo mismo. 

Chávez se ha hecho la “voz del no”. Niega que el país ya, aunque aún con cierta timidez y con algunos toques regresivos muy poco felices –como la convalidación opositora de una fórmula electoral que llevó a votar por imposiciones de encuestas y cogollos plenas de aspirantes de los que hasta el nombre se desconocía- ha salido de la cómoda y aletargada molicie para oponerse democráticamente a la verdad de sus casi diez años de falta de atención y de confrontaciones estériles. Niega el presidente -embutida su muy oligarca obesidad en apretados trajes que cuestan cada uno muchos salarios mínimos y montado en un avión que vale lo que muchas escuelas y hospitales- haberle perdido la vena a un pueblo que sí sabe de limitaciones y de carencias y que tributa a la barbarie semanalmente altas cuotas en muertos por los que nadie responde. Niega también haber sido derrotado definitivamente y de manera jurídicamente irreversible -digo, si viviésemos en un país en el que las instituciones respetaran la Constitución- en la batalla por su reelección “indefinida” y ahora propone el fácil pero evidente engaño de que la misma sea replanteada no como “reforma” constitucional sino como una “enmienda”. Niega que la oposición política sea hoy mucho más consistente y eficaz que aquella a la que, por incoherente y desarticulada, le resultaba tan fácil subyugar en otros tiempos. Niega igualmente la finitud de su mandato y, lo que es más grave –para él- se niega a sí mismo haber perdido importantes lealtades no sólo entre sus cercanos –que ya demuestran que en mucho le acompañaban por mera conveniencia- sino entre quienes en el pueblo llano le dieron esperanzados hace diez años la oportunidad, que desperdició y desperdicia, de curar las heridas que muchas décadas de exclusión habían dejado y de enrumbar a Venezuela hacia un mejor derrotero. 

Y a este cúmulo de negaciones se aferra nuestro presidente con tozudez mientras pretende hacer ellas la médula de su nueva arremetida contra los valores democráticos que tan caros son a los venezolanos. Y nos demuestra con ello su verdad: lo de él es él. O escrito de modo menos cacofónico: lo único que a Chávez le interesa es él mismo, y su “proyecto” no aspira más que a mantenerle en el poder la mayor cantidad de tiempo posible. Si ya es un hecho que no le preocupan ni siquiera los más acuciantes problemas sociales –y la prueba es la absoluta ausencia de medidas efectivas contra la inflación, el desempleo o la inseguridad, o su inveterado irrespeto a los DDHH- también lo es que menos le atribula la suerte política de sus adláteres, sobre todo si en algún momento mostraron tener la capacidad suficiente como para hacerle sombra y mostrarse como alternativas políticas. Poco le importan –y hasta parece disfrutarlos- el estruendoso fracaso de Jesse Chacón, el brutal golpe electoral a Diosdado Cabello o la devastadora “muerte política” de Aristóbulo Istúriz. Y si había alguna duda de ello, y de su egoísmo político, basta retomar el desprecio a sus aliados de su afirmación en una de sus cadenas recientes: no hay posibilidad de chavismo sin Chávez. 

Eso demuestra además que no hay trasfondo ideológico –más allá del que pudiera asimilarle en sus modos a la radicalidad personalista de Fidel, Stalin o de Mao- en su “revolución”. O, siendo más benévolos, que si alguna vez lo hubo éste siempre fue subsidiario a la preservación de sí mismo en el poder. La patria sólo aparece en su verbo como recurso retórico, si es que aparece, y su importancia está siempre en un muy lejano segundo o tercer plano cuando de su permanencia en la presidencia se trata. 

Lo más peligroso es el continuo recurso presidencial al divisionismo como política. Y a la violencia –generalizada y sistemática, en términos del Estatuto de Roma- como mecanismo sustentador de su hegemonía. Petare, por ejemplo, es ahora una “zona oligarca”. Saca Chávez numeritos en cadena y se consuela en que sus seguidores obtuvieron –dice el CNE- 17 gobernaciones, pero no ve los dígitos “chiquitos” que demuestran que ciertamente las fuerzas políticas en pugna se están igualando, éstas si, “a paso de vencedores”. El colectivo “La Piedrita” –y otros grupúsculos radicales- siguen haciendo de las suyas –y la FAN y la Fiscalía juegan, como Shakira, a ser “brutas, ciegas y sordomudas”- declarando a políticos y a comunicadores “objetivos de guerra” y Chávez, que no se da por enterado del daño que ello le hace –y de la responsabilidad que luego le será reclamada por ello- guarda sobre esto cómplice silencio. Los antes gobernadores y alcaldes oficialistas, y sus seguidores, saquean impunes el erario público, privando a los nuevos liderazgos opositores de los recursos e infraestructura necesarios para trabajar por la ciudadanía. Y Chávez, de nuevo, calla. 

Mientras tanto la oposición –casi toda, aunque no falta algún “gringolado” que no ve más allá de su nariz- está haciendo su trabajo. Mostrando –caso paradigmático el de Ledezma- que “sube cerro” y también “terrazas”, hermanando con ello a los diferentes estratos sociales, y que sí se comprende al país desde adentro, que no desde distancias personalistas que los poderosos mantienen cerradas a toda posibilidad de diálogo. Lo que nos falta, quizás, es trabajar en un proyecto alternativo de país que, aún respetando la indispensable pluralidad, y teniendo como norte la tolerancia a las diferentes visiones, nos unifique en posturas e ideología a mediano y a largo plazo. Chávez al volver a poner sobre la mesa el tema de su reelección, se equivoca en cuanto al debate necesario. Si alguna discusión social y política debe darse ahora es aquella, no la que legitime la permanencia ad infinitum de Chávez –o de cualquier otro- en la presidencia. Es necesario, por supuesto, “apagar las llamas” de la sinrazón. Sin dejar de prestar atención a los desaguisados presidenciales pero, a la vez, sin permitir que sea la voz desafinada de Chávez –o la de cualquier otro personalista aprendiz de brujo, aunque sea opositor- la que marque la pauta de acción a los ciudadanos impidiendo que se estructure un nuevo discurso político y social verdaderamente progresista e incluyente que se nutra de una serie bien pensada de acuerdos mínimos de convivencia –social y política- y se ofrezca como alternativa real frente a las radicalidades de bando y bando. Si el liderazgo opositor no quiere correr la misma suerte política de Chávez –que, en mi criterio, ya está echada, lo cual no es necesariamente auspicioso, sobre todo tomando en cuenta su propensión al uso de la violencia como herramienta de predominio- es necesario que empiece la reconstrucción de la nación desde la afirmación de lo que une o identifica a la ciudadanía, que no desde la negación de la verdad de nuestra ciega división “en bandos” –que no son irreconciliables, pese a los discursos de intolerancia- o de las realidades sociales que a todos nos afectan.


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