Los últimos
sucesos lo confirman. Hugo Chávez no se visualiza a sí mismo
fuera del poder, y si los venezolanos no nos percatamos
ahora de esto poco podremos luego oponer cuando corresponda.
Ni siquiera se ve nuestro presidente tejiendo sus marañas
“desde afuera” o tras telones. No se ve “titereando” –séame
perdonado el término- a nadie, ni siquiera a algún delfín
ungido por él para ocupar la silla presidencial a su
conveniencia y para su protección futura. De hecho, no es
difícil intuir que nuestro presidente teme que, en caso de
verse forzado a hacerlo –como pareciera estar a cuatro años
de ocurrir- se haga potencial víctima de una traición que le
desplace. Es lógico, Chávez no sólo no puede sino medir a
los demás por su propia vara. Quien traiciona sólo puede ver
traidores en todos lados, y quien sabe lo fácil que es
aficionarse al poder cuando se tiene no puede sino pensar
que los demás le emularán si tienen oportunidad de hacerlo.
Y él también sabe que su deuda con los desposeídos, a los
que infló de expectativas que no ha podido ni podrá
satisfacer jamás, es inmensa. Y sería en verdad orate si
creyera que, en su momento –desprovisto de la relativa
protección del cargo presidencial- no se le va a pasar la
factura legal, social y política correspondiente. El saldo
en “rojo rojito” de su balance social y político ya le ha
pedido en pago algunos adelantos. El primero fue el 2D. El
segundo el 23N. Ello le atormenta.
Pero aún así
Chávez insiste en lo imposible: sustentar su poder en la
negación permanente de la realidad.
Y sería muy grave e imprudente que la oposición hiciese lo
mismo.
Chávez se ha
hecho la “voz del no”. Niega que el país ya, aunque aún con
cierta timidez y con algunos toques regresivos muy poco
felices –como la convalidación opositora de una fórmula
electoral que llevó a votar por imposiciones de encuestas y
cogollos plenas de aspirantes de los que hasta el nombre se
desconocía- ha salido de la cómoda y aletargada molicie para
oponerse democráticamente a la verdad de sus casi diez años
de falta de atención y de confrontaciones estériles. Niega
el presidente -embutida su muy oligarca obesidad en
apretados trajes que cuestan cada uno muchos salarios
mínimos y montado en un avión que vale lo que muchas
escuelas y hospitales- haberle perdido la vena a un pueblo
que sí sabe de limitaciones y de carencias y que tributa a
la barbarie semanalmente altas cuotas en muertos por los que
nadie responde. Niega también haber sido derrotado
definitivamente y de manera jurídicamente irreversible
-digo, si viviésemos en un país en el que las instituciones
respetaran la Constitución- en la batalla por su reelección
“indefinida” y ahora propone el fácil pero evidente engaño
de que la misma sea replanteada no como “reforma”
constitucional sino como una “enmienda”. Niega que la
oposición política sea hoy mucho más consistente y eficaz
que aquella a la que, por incoherente y desarticulada, le
resultaba tan fácil subyugar en otros tiempos. Niega
igualmente la finitud de su mandato y, lo que es más grave
–para él- se niega a sí mismo haber perdido importantes
lealtades no sólo entre sus cercanos –que ya demuestran que
en mucho le acompañaban por mera conveniencia- sino entre
quienes en el pueblo llano le dieron esperanzados hace diez
años la oportunidad, que desperdició y desperdicia, de curar
las heridas que muchas décadas de exclusión habían dejado y
de enrumbar a Venezuela hacia un mejor derrotero.
Y a este cúmulo
de negaciones se aferra nuestro presidente con tozudez
mientras pretende hacer ellas la médula de su nueva
arremetida contra los valores democráticos que tan caros son
a los venezolanos. Y nos demuestra con ello su verdad:
lo de él es él.
O escrito de modo menos cacofónico:
lo único que a Chávez le
interesa es él mismo, y su “proyecto” no aspira más que a
mantenerle en el poder la mayor cantidad de tiempo posible.
Si ya es un hecho que no le preocupan ni siquiera los más
acuciantes problemas sociales –y la prueba es la absoluta
ausencia de medidas efectivas contra la inflación, el
desempleo o la inseguridad, o su inveterado irrespeto a los
DDHH- también lo es que menos le atribula la suerte política
de sus adláteres, sobre todo si en algún momento mostraron
tener la capacidad suficiente como para hacerle sombra y
mostrarse como alternativas políticas. Poco le importan –y
hasta parece disfrutarlos- el estruendoso fracaso de Jesse
Chacón, el brutal golpe electoral a Diosdado Cabello o la
devastadora “muerte política” de Aristóbulo Istúriz. Y si
había alguna duda de ello, y de su egoísmo político, basta
retomar el desprecio a sus aliados de su afirmación en una
de sus cadenas recientes:
no hay posibilidad de
chavismo sin Chávez.
Eso demuestra
además que no hay trasfondo ideológico –más allá del que
pudiera asimilarle en sus modos a la radicalidad
personalista de Fidel, Stalin o de Mao- en su “revolución”.
O, siendo más benévolos, que si alguna vez lo hubo éste
siempre fue subsidiario a la preservación de sí mismo en el
poder. La patria sólo aparece en su verbo como recurso
retórico, si es que aparece, y su importancia está siempre
en un muy lejano segundo o tercer plano cuando de su
permanencia en la presidencia se trata.
Lo más
peligroso es el continuo recurso presidencial al
divisionismo como política. Y a la violencia –generalizada y
sistemática, en términos del Estatuto de Roma- como
mecanismo sustentador de su hegemonía. Petare, por ejemplo,
es ahora una “zona oligarca”. Saca Chávez numeritos en
cadena y se consuela en que sus seguidores obtuvieron –dice
el CNE- 17
gobernaciones, pero no ve los dígitos “chiquitos” que
demuestran que ciertamente las fuerzas políticas en pugna se
están igualando, éstas si, “a paso de vencedores”. El
colectivo “La Piedrita” –y otros grupúsculos radicales-
siguen haciendo de las suyas –y la FAN y la Fiscalía juegan,
como Shakira, a ser “brutas, ciegas y sordomudas”-
declarando a políticos y a comunicadores “objetivos de
guerra” y Chávez, que no se da por enterado del daño que
ello le hace –y de la responsabilidad que luego le será
reclamada por ello- guarda sobre esto cómplice silencio. Los
antes gobernadores y alcaldes oficialistas, y sus
seguidores, saquean impunes el erario público, privando a
los nuevos liderazgos opositores de los recursos e
infraestructura necesarios para trabajar por la ciudadanía.
Y Chávez, de nuevo, calla.
Mientras tanto
la oposición –casi toda, aunque no falta algún “gringolado”
que no ve más allá de su nariz- está haciendo su trabajo.
Mostrando –caso paradigmático el de Ledezma- que “sube
cerro” y también “terrazas”, hermanando con ello a los
diferentes estratos sociales, y que sí se comprende al país
desde adentro, que no desde distancias personalistas que los
poderosos mantienen cerradas a toda posibilidad de diálogo.
Lo que nos falta, quizás, es trabajar en un proyecto
alternativo de país que, aún respetando la indispensable
pluralidad, y teniendo como norte la tolerancia a las
diferentes visiones, nos unifique en posturas e ideología a
mediano y a largo plazo. Chávez al volver a poner sobre la
mesa el tema de su reelección, se equivoca en cuanto al
debate necesario. Si alguna discusión social y política debe
darse ahora es aquella, no la que legitime la permanencia
ad infinitum de
Chávez –o de cualquier otro- en la presidencia. Es
necesario, por supuesto, “apagar las llamas” de la sinrazón.
Sin dejar de prestar atención a los desaguisados
presidenciales pero, a la vez, sin permitir que sea la voz
desafinada de Chávez –o la de cualquier otro personalista
aprendiz de brujo, aunque sea opositor- la que marque la
pauta de acción a los ciudadanos impidiendo que se
estructure un nuevo discurso político y social
verdaderamente progresista e incluyente que se nutra de una
serie bien pensada de acuerdos mínimos de convivencia
–social y política- y se ofrezca como alternativa real
frente a las radicalidades de bando y bando. Si el liderazgo
opositor no quiere correr la misma suerte política de Chávez
–que, en mi criterio, ya está echada, lo cual no es
necesariamente auspicioso, sobre todo tomando en cuenta su
propensión al uso de la violencia como herramienta de
predominio- es necesario que empiece la reconstrucción de la
nación desde la afirmación de lo que une o identifica a la
ciudadanía, que no desde la negación de la verdad de nuestra
ciega división “en bandos” –que no son irreconciliables,
pese a los discursos de intolerancia- o de las realidades
sociales que a todos nos afectan.