No
formamos legión los historiadores que reivindicamos la
necesidad de estudiar con seriedad científica nuestro
pasado, primero y primario, de sociedad monárquica
colonial. Menos numerosos somos los que tomamos en
consideración el atavismo monárquico como uno de los
factores determinantes de nuestra conducta sociopolítica.
Y menos numerosos aún somos quienes reconocemos que
Fernando VII, “El Deseado”, como se le denominó en el
momento de la crisis de la sociedad colonial, ha sido el
único gobernante que los venezolanos hemos defendido con
una tenacidad rayana en el delirio, durante casi dos
décadas, sacrificando en ello bienestar, caudales e
incluso la vida.
En el caso de Fernando VII nos movió el muy respetable
acatamiento de la Voluntad divina, no el amor a la
deleznable figura del Rey, puesto que al constituir la
Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII,
defendíamos en realidad nuestra Corona, que era la máxima
expresión social y política de la Voluntad divina. Ésta,
por su naturaleza, hacía del desacato a la misma nada
menos que el máximo pecado en que pudiese incurrir un
genuino y fervoroso creyente. En suma: al defender nuestra
sagrada Corona y combatir la impía República velábamos por
la salvación del alma.
El 30 de marzo de 1845 fue reconocida nuestra condición de
Estado independiente por el sucesor de quien se había
cambiado en sólo Fernando, para los victoriosos
independentistas republicanos venezolanos, (porque los
hubo también independentistas monárquicos), desde que el
ejército de la República de Colombia, -creada ésta en
Angostura el 17 de diciembre de 1819 y constituida en
Cúcuta a partir del 6 de mayo de 1821,- venció las fuerzas
del Poder colonial formadas por los también patriotas
venezolanos leales a nuestra Corona y las fuerzas
expedicionarias metropolitanas.
La prolongada y cruenta lucha independentista había sido
librada, más que para asumir la soberanía, para
rescatarnos del despotismo de la monarquía absoluta, que
se había manifestado dispuesta a transferir sus súbditos a
un advenedizo emperador; y que se había revelado
tenazmente resuelta a no admitir limitaciones
constitucionales, hasta el punto de que no vaciló en
confiar el destino de sus súbditos peninsulares a la
confabulación de fuerzas históricamente reaccionarias
denominada Santa Alianza. En suma: la conjugación de la
prepotencia, la arrogancia y la confabulación de fuerzas
retrógradas para cerrarle el paso, también, a la República
moderna y liberal constituida en la Villa del Rosario de
Cúcuta el 6 de octubre de 1821, cuando Simón Bolívar
promulgó la que fue la Primera Constitución efectiva e
institucionalizada de la hasta entonces precaria República
de Venezuela.
Pasar de la Monarquía absoluta a la República, y todavía
más a la República moderna y liberal, no ha sido camino
fácil de recorrer para ninguna sociedad. Nada de extraño
hay, en consecuencia, en que el Derecho constitucional
liberal contemplase, -según creo recordar de las
enseñanzas de Manuel García Pelayo-, la figura de la
Dictadura comisoria, entendida como la delegación, por un
Cuerpo legislativo que reuniese la legal representación de
la soberanía nacional con la legítima esencia de la
soberanía popular, en un mandatario que agrupase
transitoriamente los poderes del Estado, con la finalidad
explícita de restablecer el orden necesario para el eficaz
funcionamiento de las instituciones constitucionales
republicanas. Lo que significaba, como quedaba
taxativamente establecido, que el mandatario en cuestión
no sólo habría de rendir cuentas de su actuación ante el
Poder soberano que lo invistió de autoridad, sino que le
estaba estrictamente prohibido introducir modificación
alguna en los fundamentos del ordenamiento constitucional.
En consecuencia, se concedía al Dictador comisorio un
ejercicio delegado de la soberanía, definido como
circunstancial, específico y limitado tanto en su posible
alcance como en el tiempo. En todo momento debía seguir
resplandeciendo el Sol de la República, en un cielo
despejado de los nubarrones del despotismo, para decirlo
remedando la retórica de los heroicos legisladores
reunidos en Cúcuta cuando conferían la innominada
dictadura comisoria al Presidente Libertador en campaña,
bajo la figura de facultades extraordinarias.
Por considerar que la Independencia corría peligro, y dado
que había sido el alcanzarla la motivación esencial de sus
trabajos de soldado y de constitucionalista, Simón Bolívar
creyó necesaria una adaptación de la figura constitucional
que había amparado su desempeño militar y político, desde
que le fuera conferida por el Congreso de Venezuela,
reunido en Angostura, al que consideraba peligroso
deterioro institucional, político y social de la República
de Colombia. Para el efecto contrarió la doctrina sentada
por su Congreso en el 4º Considerando de la Ley de 20 de
junio de 1827, “Suspendiendo el ejercicio de las
facultades extraordinarias y restableciendo el imperio de
la constitución y leyes de la República:
…”que aún en el caso de que la constitución y las leyes no
hayan sido suficientes para proporcionar al pueblo
colombiano los bienes á que justamente es acreedor,
mientras que ellas estén vigentes, ó no sean revocadas de
una manera legal y propia de las sociedades civilizadas,
deben ser exactamente obedecidas y guardadas, como que su
observancia y cumplimiento es el único vínculo de unión
entre los colombianos”…
En efecto, prevalido de un poder dictatorial que no
satisfacía plenamente, en su origen, los enunciados
requisitos de legalidad y de legitimidad, sobrepuso la
salvaguardia de la Independencia, mediante el
restablecimiento del orden público y de la eficiencia
institucional y administrativa, a los principios
constitucionales por él mismo proclamados. La
historiografía venezolana se halló así en un grave
predicamento, nacido de la circunstancia de ver asociadas
la Independencia con la conculcación de la
institucionalidad y la libertad.
Cuando los venezolanos de la porción fundamental del país,
bienhallados bajo la monarquía absoluta, restaurada por
José Tomás Boves y consolidada por Pablo Morillo, y
alegando el no haber participado en la formación de
Colombia, rompimos esa República moderna y liberal, -que
ha sido, históricamente, nuestra más osada y elevada
muestra de creatividad-, nos convertimos en continuadores
de la revisionista doctrina dictatorial bolivariana.
Posiblemente no nos faltaron del todo razones para ello
hasta que en 1845 nuestra Corona nos eximió del cargo de
súbditos rebeldes, y nos puso en camino de convertirnos en
ciudadanos, no ya de hecho sino de derecho.
¿Se reanudó entonces la vigencia del inicial propósito de
sustraernos del ejercicio del despotismo? Con la falaz
identificación entre Independencia y Libertad, dictadores
y dictadorzuelos nos privaron de los valores republicanos
so pretexto de defender la perversa mezcla de esos
valores, de suyo soberanos, y nos privaron de la Libertad
alegando defender la Independencia contra enemigos por lo
general fabulados. Tal ha sido el credo de la República
liberal autocrática, siempre más cercana de la Monarquía
absoluta que de la República, que estuvo vigente, de
manera poco menos que incontestada, hasta 1945; que
rebrotó disfrazada de desarrollismo nacionalista en
1948-1958, y que actualmente cambia de máscara pasando del
militarismo-bolivarianismo a un indefinible socialismo que
encubre un cruda autocracia militar-militarista.
Durante más de un siglo permaneció secuestrada la
soberanía popular, pues si bien se convocaba un universo
electoral formado sólo por los varones, mayores de 21
años, que supieran leer y escribir, en los hechos el
déspota gobernante era no ya el gran elector sino el
elector. En 1946 se amplió al máximo el universo
electoral, reconociéndole sus derechos políticos a la
mujer y extendiendo el ejercicio del voto a los
analfabetos y a los mayores de 18 años. Completada así la
sociedad venezolana, su voluntad se expresó masivamente en
esa etapa fundacional de la República liberal democrática,
y con ello se sentaron precedentes que nadie se ha
atrevido a desconocer.
Alarmados por su inexorable condena al desván de la
historia, militares y civiles militaristas de diverso
pelaje no cejaron en sus trabajos orientados a
desnaturalizar la democracia. No ha habido recurso,
solapado o abierto, al que no hayan acudido,
particularmente a partir de 1958. Tras abrumadores
fracasos han optado por una táctica perversa que podría
resumirse como la utilización de los procedimientos
democráticos, desvirtuados en su razón y propósito, para
minar la República liberal democrática, y devolverla a la
condición esencial de su predecesora, la República liberal
autocrática, es decir restaurando su comportamiento
monárquico.
No para prueba de que la historia se repite, sino para la
de una grosera mistificación de la historia, y también de
la palmaria demostración de esterilidad ideológica, de
nuevo se conjugan la prepotencia, la arrogancia y la
confabulación de las más oscuras fuerzas nacionales e
internacionales, para demoler la República mediante la
restauración encubierta de una monarquía de pacotilla,
configurándose así la revancha de Fernando VII, que
consiste en la entronización de una suerte de Fernando
VIII, al amparo de la extrapolación, en sentido, alcance y
duración, de la denominada Ley Habilitante, entendida como
la dejación de todos los poderes del Estado en manos de un
soberano absoluto, y por lo mismo, practicada como el
secuestro de la soberanía popular.