La crisis
alimentaria de 2008 plantea con toda claridad las
recurrentes interrogantes sobre el papel del Estado y del
mercado en el mundo globalizado en que vivimos.
Las causas de
la crisis revelan fallas tanto en los mecanismos de mercado
como en la intervención de los estados. El resultado es el
funcionamiento insatisfactorio de los mercados
internacionales y un alza generalizada de precios de los
alimentos, creando riesgos de hambrunas. La crisis puede ser
descrita como un desfase entre la demanda en alza y una
oferta que no responde satisfactoriamente, bien porque no
existe suficiente capacidad productiva o porque la
distribución de alimentos encuentra obstáculos. Tal desfase
es en gran medida la consecuencia de fallas de mercado y de
Estado.
Analicemos
los factores que originan la crisis y las distorsiones que
desde el mercado y desde el Estado contribuyen a agravarla.
El conjunto de medidas necesarias para enfrentarla pasan
necesariamente por la corrección de esas distorsiones.
Las
causas
La crisis
alimentaria de 2008 es el resultado de un aumento
pronunciado, a escala mundial, de los precios de los
alimentos de consumo masivo. De acuerdo con las cifras del
Banco Mundial, el precio de los alimentos básicos se
incrementó 80 por ciento entre 2005 y 2008. El programa de
alimentos y agricultura de las Naciones Unidas (FAO) informa
que solamente entre agosto de 2007 y abril de 2008 los
precios mundiales de los alimentos aumentaron 45 por
ciento. Entre marzo 2007 y marzo 2008, el maíz aumentó 31
por ciento, el arroz 74 por ciento, la soya 83 por ciento y
el trigo 130 por ciento.
Los efectos
de la inflación en el sector de los alimentos son obvios. Al
menos 100 millones de personas, según estimación del Banco
Mundial, corren el riesgo de caer en pobreza extrema si
continúa la actual tendencia de los precios. La desnutrición
y el alto número de enfermedades relacionadas alcanzarían
niveles no vistos desde hace varias décadas. Al mismo
tiempo, la turbulencia política se agudizaría debido a la
agitación social que generan productos inaccesibles para
amplios contingentes de la población. Esto ya lo hemos visto
en Haití y en varios países africanos.
Los altos
precios de los alimentos son la consecuencia de una amplia
gama de factores convergentes. El más citado por los
analistas es el creciente ingreso que impulsa la demanda por
toda clase de productos. Durante los últimos cinco años el
PIB mundial ha crecido en promedio 4,5 por ciento al año. Un
mayor ingreso per cápita, por ejemplo, se traduce en un
mayor consumo de carne y lácteos. Sobresale aquí el
desempeño de varios países en desarrollo como Brasil, China,
India y Rusia. El espectacular desarrollo de China, en
particular, ha convertido a ese país en un consumidor voraz
de todo tipo de materias primas. China consume en 2008 más
de la mitad de la carne de cerdo, la mitad del cemento, un
tercio del acero y un cuarto del aluminio que se produce en
el mundo. Además gasta 35 veces más en soya y petróleo crudo
que en 1999 y 23 veces más en cobre (The Economist,
15 de marzo de 2008). Ello ha revertido, tal vez de manera
permanente, la tendencia declinante que durante los años
ochenta y noventa mostraron los llamados
commodities
(alimentos, minerales e hidrocarburos).
Ahora, los países menos desarrollados disfrutan términos de
intercambios positivos, gracias al creciente valor de las
materias primas que exportan. Ello les permite acumular
reservas internacionales y al mismo tiempo mejorar sus
capacidades fiscales.
Igualmente, a
la lista de factores contribuyentes a la inflación en
alimentos hay que agregar los siguientes: subsidios a los
biocombustibles, hecho que aumenta la demanda de productos
como el maíz para un usos distintos al del consumo humano;
altos precios del petróleo lo que aumenta el costo de
insumos indispensables para la producción de alimentos
(fertilizantes, por ejemplo); alteraciones climáticas
vinculadas al calentamiento global; especulación financiera
que se ha concentrado en los
commodities ante las turbulencias
de los mercados de bonos y acciones, la depreciación del
dólar, la disminución de las tasas de interés y las mayores
posibilidades de transacciones electrónicas; el avance de la
urbanización que estimula el apetito consumista de la
población especialmente por alimentos y bebidas procesadas;
subsidios agrícolas en los países desarrollados lo que
desestimula la producción de alimentos en los más pobres;
prohibición de exportar o aumento de impuestos a las
exportaciones (es el caso reciente de Argentina para su
amplia gama de productos exportables y donde destaca la soya
cuyos impuestos pasaron de 27 por ciento al 40 por ciento)
como forma de controlar la inflación interna, lo que agudiza
la escasez en los mercados internacionales; entro otros
factores.
Fallas de
mercado y fallas de Estado
Los mercados
internacionales de alimentos sufren en la actualidad un
shock de
demanda. Esto es un hecho frecuente en el desarrollo
económico de los pueblos. En algunas coyunturas, la buena
marcha económica eleva el poder adquisitivo de la población
por encima del promedio de los años anteriores. El
crecimiento económico internacional de los últimos años es
un hecho de mercado en el sentido de que no es el resultado
de una acción coordinada. Tiene sus bases, es verdad, en las
prudentes políticas macroeconómicas internas de los países
desarrollados y de muchos en vías de desarrollo (el problema
con las hipotecas subprime
en los Estados Unidos es un serio
tropiezo). Incluso el espectacular desarrollo chino le debe
mucho a las fuerzas del mercado. El poderoso empuje de la
economía china creó condiciones favorables para los países
productores de materias primas que han visto aumentar el
valor de sus exportaciones y con ello el ingreso de sus
ciudadanos.
Pero también
el crecimiento y la globalización crean serias distorsiones.
Si bien es cierto que el mercado es el más formidable
mecanismo social para crear bienestar, el crecimiento
económico que genera es en muchos casos desigual, dejando
amplios sectores de la población al margen del progreso; es
contaminante; no incentiva suficiente investigación
científica, innovación o acumulación de capital humano; crea
poder de mercado y agentes monopólicos. Hoy comprobamos que
la riqueza creciente beneficia a una parte de la humanidad,
pero falla en alcanzar a un gran sector de la misma que
continúa sumido en la pobreza extrema. Es lo que
Paul Collier llama
the bottom billion,
o los mil millones de pobres sin esperanza, concentrados
mayormente África y Asia Central, victimas de las trampas
de la guerra, el mal gobierno, el encierro geográfico y la
“maldición” de los recursos naturales.
Son los
pobres del bottom billion los que sufren el mayor
impacto de la inflación en alimentos. El problema se
complica por políticas públicas que tal vez tengan sentido
al interior de los países, pero que agravan el problema en
los mercados internacionales al limitar la oferta de
productos disponibles. Son los efectos no deseados que
originan los mecanismos de intervención de los gobiernos.
Arriba mencionamos la prohibición de exportar para controlar
precios y evitar el desabastecimiento en los mercados
internos. Hay que mencionar también el más importante
obstáculo enfrentado por los países en desarrollo para
aumentar su producción: los distorsionantes subsidios
agrícolas de los países desarrollados. Los subsidios cierran
de facto el intercambio con los mercados de consumo más
grandes del planeta. Los productores de los países en
desarrollo no pueden competir con costos tan
(artificialmente) bajos. Si tomamos en cuenta que la
agricultura representa en estos países el 40 por ciento del
su PIB, el 25 por ciento de sus exportaciones, el 70 por
ciento del empleo (Stiglitz y
Charlton, 2005) y que además, como
dice el presidente del Banco Mundial, 75 por ciento de los
pobres vive en zonas rurales, entonces los subsidios
representan una barrera formidable para vencer a la
pobreza.
Un buen
ejemplo de estas distorsiones es el subsidio a la producción
de etanol. Estados Unidos y Brasil producen el 70 por ciento
de este biocombustible. De acuerdo con Joseph Stiglitz
(2006), el gobierno estadounidense otorga incentivos
arancelarios y subsidios directos a los productores de
etanol que alcanzan $1.05 por galón. Ante esa situación, a
los productores brasileños les resulte imposible competir en
los Estados Unidos. El resultado es una falla de mercado por
una política pública deficiente: los consumidores
estadounidenses pagan precios más altos puesto que el etanol
brasileño, que utiliza a la caña de azúcar como insumo, es
más barato; falla el intento de diversificar las fuentes de
energía que el gobierno estadounidense tiene como prioridad
de política pública; el precio del maíz aumenta por la mayor
demanda y una gran proporción de su producción se destina a
la generación de energía en lugar de destinarse al consumo
humano; los brasileños pierden una gran oportunidad para
aumentar la producción de caña y etanol y el bienestar
colectivo de ambos países se mantiene por debajo de su
potencial. Los subsidios agrícolas de los países
desarrollados constituyen de esta manera un poderoso
desincentivo a la producción de alimentos en los países
menos desarrollados, que no encuentran estímulos en sus
deprimidos mercados locales.
La escasez y
la inflación de los precios de los alimentos no son sólo el
resultado de un patrón desigual de desarrollo internacional.
Otros factores limitantes de la oferta mundial de alimentos
se relacionan con las capacidades productivas de los países.
Los excedentes de producción disminuyen porque la demanda es
mayor. En este sentido, el mercado ofrece la mejor señal
posible para orientar la producción: el precio. Los altos
precios de los alimentos en la actualidad señalan a un
aumento de la oferta disponible en los próximos años. De
hecho, la FAO reporta que la producción mundial de cereales
alcanzará niveles record en 2008 y la producción agrícola de
la Unión Europea aumentará 13 por ciento, mientras la
siembra de trigo en los Estados Unidos aumentó 4 por ciento
durante la actual temporada (The
Economist,
19 de abril de 2008). La pregunta clave es si la coyuntura
terminará favoreciendo exclusivamente a los productores de
los países desarrollados o si, por el contrario, servirá
para aliviar la pobreza en los países menos desarrollados
mediante el aumento de la producción y las exportaciones.
Las
reformas necesarias
La respuesta
a la pregunta anterior estará determinada por la forma como
la comunidad internacional admita y maneje las fallas de
mercado y de Estado arriba reseñadas.
Se presenta
así una oportunidad de oro para reanimar las negociaciones
comerciales y en particular la alicaída Ronda de Doha. El
acceso a los mercados desarrollados sería una excelente
medida para estimular la oferta de alimentos por parte de
los países menos desarrollados. Los países ricos deberían
hacer un esfuerzo y eliminar la amplia gama de subsidios
agrícolas. Se requiere una gran voluntad política para
vencer la resistencia de los intereses sectoriales y grupos
de presión que se benefician de las subvenciones
gubernamentales. Al final, los consumidores de estos países
se beneficiarían al contar con productos más baratos,
mientras que los países productores más pobres verían
aumentar sus niveles de vida al lograr acceso a nuevos
mercados de exportación.
Las reformas
comerciales requieren, aunque suene contradictorio,
mecanismos compensatorios que alivien los desajustes que el
levantamiento de las barreras comerciales causarían tanto en
los países ricos como en los menos desarrollados, sobre todo
cuando estos últimos deban hacer concesiones entre ellos
mimos. Tales mecanismos son responsabilidad de los
gobiernos: reentrenamiento de los trabajadores que
eventualmente queden desempleados, seguros al desempleo,
incentivos para la reconversión de los sectores, etc. Los
beneficios de un mayor comercio entre los países serán
mayores que los costos, si las distorsiones son eliminadas y
se implementan las salvaguardas respectivas.
Los controles
de precios deberían ser flexibilizados y eventualmente
eliminados. En el ambiente inflacionario mundial de 2008,
los gobiernos tienden a usarlos ampliamente. Se trata de
políticas recomendables en el corto plazo y bajo
circunstancias muy particulares: perturbaciones externas,
desastres naturales, empresas que abusan de su poder de
mercado. Sin embargo, en el mediano y largo plazo terminan
destruyendo la capacidad productiva de los países porque la
distorsión de los precios elimina los incentivos para
producir. Venezuela ofrece un buen ejemplo es este sentido.
Luego de cinco años de precios controlados, el país ha visto
mermada su capacidad productiva y es más dependiente que
nunca de la importación de alimentos, justo en el momento
que los precios internacionales están en ascenso.
El estímulo a
la oferta de alimentos requiere más infraestructura e
investigación científica. Los mercados no son eficientes en
la provisión de estos bienes (se les llama bienes públicos)
porque requieren altas inversiones o un régimen de
protección de derechos de propiedad que los agentes
económicos privados, por sí mismos, no pueden desarrollar.
La producción de alimentos requiere sistemas de riego,
caminos para llegar a los centros de consumo, fertilizantes
y apoyo técnico. Los gobiernos y los donantes
internacionales deben hacer esfuerzos para construir la
infraestructura básica que soporta el proceso de producción.
De igual forma, una nueva “revolución verde” es necesaria.
Los gobiernos y las corporaciones deben trabajar juntos para
crear nuevas técnicas, así como generalizar el uso de las
existentes, que eleven el rendimiento de los productores de
los países menos desarrollados. Existen exitosos precedentes
en esta materia. Ante la perspectiva de hambrunas producto
del aumento poblacional posterior a la Segunda Guerra
Mundial, se hicieron importantes esfuerzos científicos para
introducir semillas baratas, resistentes a las plagas y de
alto rendimiento por hectárea. El resultado fue un aumento
impresionante de la producción de alimentos a escala mundial
(especialmente en el sudeste asiático) gracias al apoyo de
gobiernos, instituciones privadas e institutos de
investigación. Los esfuerzos deben redoblarse en este campo
puesto que los resultados sólo se verán en el mediano y
largo plazo.
Son
necesarias medidas de emergencia que hagan frente a la
amplia gama de daños colaterales que ocasiona la inflación
de los alimentos. En la actual coyuntura, la acción de los
gobiernos es más importante que nunca. Medidas de efecto
inmediato son: la distribución directa de alimentos, para lo
cual la FAO necesita mayores recursos financieros; la
implementación de programas sociales eficientes que tomen en
cuenta la totalidad de las necesidades familiares desde la
educación hasta la salud (en esta área hay que mirar a
programas exitosos como Oportunidades en México y Bolsa
Familia en Brasil); el otorgamiento de créditos y asesoría
técnica; y la eliminación de obstáculos al comercio de
alimentos como altos aranceles, prohibiciones de exportación
u otras barreras para-arancelarias.
Más
mercado y mejor Estado
Es posible
que la presión sobre los precios de los alimentos perdure
por varios años. La inflación es el resultado del
crecimiento económico y de varias distorsiones que generan
los mercados y la intervención deficiente de los gobiernos.
Eliminar esas distorsiones tomará tiempo, si es que los
países deciden actuar conjuntamente y de inmediato. La
reacción de la oferta se dará con rezago mientras los
productores aprovechan los potenciales incentivos como son
los altos precios, el apoyo técnico y financiero, y el
acceso a mercados desarrollados. Los gobiernos y donantes
internacionales deben actuar de forma apropiada levantando
restricciones al buen funcionamiento de los mercados como
son los subsidios y otras formas de proteccionismo. Los
donantes internacionales deben evaluar los efectos de su
ayuda de forma que, por ejemplo, los aporte en especie no
terminen dañando o haciendo inviable la producción local.
Ante los
peligros de la crisis alimentaria, las visiones excluyentes
del Estado y el mercado quedan nuevamente negadas. La
respuesta efectiva a la crisis debería surgir de una
combinación balanceada de ambas esferas. Esta afirmación no
parece tan obvia, cuando se observa en América Latina
posiciones extremas, de amplio alcance en los países, que
niegan las potencialidades del mercado y buscan concentrar
el poder en el Estado. O cuando se observa en los países
desarrollados el inmenso poder de
lobbies económicos o intereses
sectoriales que bloquean las necesarias reformas al comercio
internacional.
En 1981 los
países en desarrollo, y América Latina en particular,
comenzaron a sufrir los embates del deterioro de los
términos de intercambio. Alimentos, minerales e
hidrocarburos atravesaron por un largo período de depresión.
Inflación y deuda externa se sumaron a la grave situación
para generar lo que se llamó la década perdida. Hoy,
con los precios en alza, surgen nuevas oportunidades para la
diversificación económica y la creación de valor en las
exportaciones si los países invierten sabiamente el ingreso
creciente.
Pero también
surgen nuevos peligros como lo demuestra la preocupante
inflación en alimentos. Políticas públicas que faciliten el
funcionamiento de los mercados, corrijan las distorsiones
que producen el crecimiento y la globalización y protejan a
los más pobres, son necesarias en la coyuntura para no
repetir los errores del pasado.
La agenda de
reformas pendientes requiere acciones conjuntas de la
comunidad internacional, especialmente por parte de los
países desarrollados, donantes y organismos multilaterales.
Una oportunidad dorada se presentará en la cumbre de jefes
de Estado y de gobierno, que convocada por la FAO, se
realizará en Roma entre el 3 y 5 de junio para discutir los
problemas de la inflación de los alimentos y los retos del
cambio climático, bioenergía y seguridad alimentaria. Ojalá
que de esa reunión se emprendan acciones que vayan a la raíz
misma del problema.
Un sano
equilibrio entre más mercado y mejor Estado es la respuesta.
Referencias
Collier, David: The Bottom Billion.
Oxford University Press. New York, 2007.
Stiglitz, Joseph y Charlton, Andrew:
Fair Trade for All. Oxford University Press. New York,
2005.
Stiglitz, Joseph: La muerte de
la ronda de desarrollo. El
Nacional, 13 de agosto de 2006.
The Economist. Varios números.
fspiri@gmail.com