Después de más “planes integrales de seguridad” que los años
que lleva desgobernando, después de que todos fracasaran por
una mezcla de piratería con interesada negligencia, después
de haber degenerado a Venezuela en una de las sociedades más
violentas del mundo, después de tan trágica e imperdonable
realidad, el señor Chávez se encadena para pontificar sobre
la metafísica histórica de la inseguridad, y para anunciar
una misión correspondiente, denominada “A Toda Vida”, que en
verdad debería llamarse “A Toda Cachaza”.
Durante sus tres gobiernos consecutivos (1999-2012), el
número de asesinatos por año se ha incrementado de 4.500 a
20.000, o sea en casi 450%, y con el resto de los géneros y
categorías delictivas también ha ocurrido un fenómeno
similar, pero resulta que --según él-- eso se debe al
neoliberalismo del siglo pasado, o al influjo de los medios
de comunicación capitalistas, o a la infiltración de los
para-militares colombianos en las barriadas venezolanas. Si
eso no es cachaza, ¿qué es?
Y para colmo de la cachaza o descaro, lo que se presentó de
la referida misión no es más que un refrito de los
sopotocientos planes fallidos de sus tres gobiernos. De
acuerdo a las cuentas del candidato Capriles van 20, y todos
con nombres pomposos y empaques rebuscados. El de ahorita,
por ejemplo, se sustentaría en el “Plan Nacional de
Despliegue del Servicio de Policía Comunal” (PNDSPC), un
emprendimiento de power point que costará un platal y
que muy pronto pasará al olvido, en medio del auge de la
criminalidad.
Y he aquí el nudo del asunto: no es que la “revolución” no
haya podido con el hampa, es que la “revolución” es la causa
activa del desbordamiento del hampa, porque la “revolución”
y el hampa no son realidades separadas sino amalgamadas. Si
no lo comprendemos así, y en cambio insistimos que la
violencia delictiva es un problema técnico al margen del
contexto político, que además se resuelve con un cóctel
apropiado de medidas técnicas, entonces erraremos en el
diagnóstico del mal y por ende en su tratamiento.
Un régimen
político que encumbra y premia a personajes profusamente
denunciados como narco-generales, narco-ministros, narco-gobernadores
o narco-magistrados, se vuelve una especie de turbina
generadora de delincuencia organizada. Y el efecto
multiplicador que eso tiene en toda la estructura delictiva
es exponencial. ¿O acaso el malandro de esquina no se siente
alentado por esas mafias cenitales?
Las bandas
hamponiles que controlan populosos territorios urbanos, y
que por hacerlo en nombre de la “revolución socialista” se
ufanan de su impunidad, incluso en las propias adyacencias
de Miraflores, ¿qué reflejan si no la aleación entre hampa y
poder? Y ni hablar de las imbricaciones oficiales con el
narco-terrorismo colombiano y otras especies de lo ilícito
internacional.
Así mismo,
una satrapía que dispone del poder a sus anchas, sin
contrapesos efectivos y burlándose del estado de Derecho, es
también una molienda socio-cultural para la convivencia
cívica y el respeto de los derechos de los demás, comenzando
por la propiedad y terminando con la vida. La corrosión de
los valores básicos que cimentan la vida en común, siempre
es una consecuencia directa de los despotismos envilecidos.
Y en esas
profundidades se sigue sumiendo el país, mientras el jefe de
la satrapía se solaza con una “misión” cuyo objetivo sería
“disminuir la ocurrencia de situaciones vinculadas con el
delito”. Y es que esa cachaza sólo llegará a término con el
fin de la satrapía.