En los últimos años la sociedad
venezolana se ha convertido en una de las más violentas no
ya de América Latina sino del planeta. Con un promedio de 14
mil muertes violentas por año, ya casi igualamos el número
anual de asesinatos en el vituperado Imperio que, por lo
demás, tiene más de 10 veces la población nacional.
Y es que en la Venezuela de la revolución bolivarista han
"florecido" las más diversas categorías de violencia
criminal. Comenzando por el hampa común, y siguiendo con la
narco-violencia, la violencia política y también la
institucional. El crimen organizado, tanto privado como
oficioso y de Estado, ha hecho de nuestro país un verdadero
santuario de lo ilícito.
En la actualidad, Venezuela concentra géneros de violencia
que de manera específica azotan a diversos países de la
región. Las bandas criminales o "Maras" de América Central
también campean en nuestras principales ciudades, y hasta
comparten el ejercicio de comandos policiales.
Los carteles del narcotráfico del norte de México y de
Colombia se reproducen en buena parte del territorio
venezolano. Desde la península de Paria hasta la región
zuliana, pasando por enclaves de centro-occidente, los
narcos foráneos y criollos se instalan y operan con relativa
impunidad, e incluso con denunciada complicidad oficial.
Hasta la conservadora Valencia se le empieza a denominar la
Medellín venezolana.
La vecina narcoguerrilla ha fortalecido sus redes
nacionales, y el paramilitarismo colombiano ya cuenta con
émulos propios como el llamado Frente Bolivariano de
Liberación (FBL) de amplio prontuario y documentada
imbricación gubernativa, sobre todo en Táchira y Apure.
En Caracas, grupos como el "colectivo" La Piedrita hacen las
veces de fuerzas de choque del oficialismo, y sus tropelías
son amparadas, si no dirigidas, desde las cúpulas del poder
estatal. Partidos políticos inscritos en el CNE, como UPV
tienen brazos armados y hacen de las suyas con protección
policial.
La violencia institucional de carácter retórico y material
son un santo y seña del desempeño miraflorino. Basta
escuchar cualquier discurso presidencial para percibir de
inmediato el ánimo agresivo y amenazante contra todo lo que
signifique disidencia y oposición.
Y encima, a los múltiples hechos de violencia física que se
materializan como efecto de las arengas del señor Chávez, se
les aplica el principio goebbeliano de la transposición, en
virtud del cual a las víctimas se las quiere presentar como
victimarios. Verbigracia, el ministro El Aissami acusando a
estudiantes de la posesión de armas y explosivos sembradas
por agentes del Estado.
La única violencia que aún no se despliega de forma
indiscriminada es la del poder de fuego militar en las
guerras intestinas. Pero ya se intentó hacerlo con los
tanques en la fallida activación del Plan Ávila durante la
aciaga tarde del 11 de abril del 2002.
Todas estas violencias tienen orígenes diversos y complejos,
pero también tienen, desde hace no pocos años, un
denominador común: el estímulo y uso de la intimidación y la
fuerza para tratar de imponer un proyecto de dominación que,
imposible de ser sellado por las buenas busca perpetuarse
como sea.
flegana@gmail.com
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Columnista,
profesor universitario y ex-Ministro de Información |