Venezuela empieza el 2009 con la
herida de los presos políticos, los exiliados, los
desterrados y los perseguidos por razones de conciencia y
opinión. Es la antihistoria del siglo XXI.
Una de las grandes conquistas
nacionales del siglo XX fue la convivencia democrática. Que
fue difícil de alcanzar pero que hizo de nuestro país un
ejemplo para América Latina y más allá.
Mientras campeaban las dictaduras
militares y las guerras civiles a lo largo y ancho del
continente, desde Guatemala hasta Uruguay, en Venezuela se
adelantaban procesos de pacificación política que abrieron
oportunidades de participación cívica y legal a todas las
opciones ideológicas.
La pacificación de finales de los
años 60 y comienzos de los 70, activada por Leoni y
consolidada por Caldera, dejó atrás la época de la
insurrección guerrillera y permitió la ampliación y
estabilidad del sistema político venezolano.
La última pacificación, la
castrense de los años 90, fue iniciada por el propio
gobernante a quien pretendieron derrocar las asonadas de
1992, Carlos Andrés Pérez, continuada así mismo por
Velásquez y culminada por Caldera.
Durante décadas, Venezuela se
convirtió en el destino natural de los exiliados
latinoamericanos. Tanto de los que huían de dictaduras de
izquierda, como la cubana o la peruano-velasquista, y
también de los perseguidos por las tradicionales de derecha,
como la chilena de Pinochet o todas las demás del Cono Sur.
¿Cuántos exiliados albergó la
democracia venezolana? Decenas de miles que fueron recibidos
con los brazos abiertos y con esa generosa hospitalidad que
nos llegó a caracterizar como pueblo y como Estado.
Cuando el señor Chávez ganó la
presidencia por la vía electoral, en Venezuela no había ni
un solo preso político y ni un solo ciudadano perseguido por
sus ideas y convicciones. Ciertamente que se vivía en la
crisis de una democracia insatisfecha y protestataria, pero
se vivía en una democracia.
Con el paso del tiempo, la
convivencia política se fue deteriorando por obra de los
abusos y la intolerancia del poder, y regresó por sus fueros
el decimonónico primitivismo de considerar --y tratar-- al
adversario como un enemigo, con el que no se puede coexistir
sino aplastar.
Ahora, Venezuela no es un refugio
del exilio sino una fuente de exiliados. En las cárceles
nacionales sobreviven decenas de presos políticos a quienes
se les niega el acceso a la justicia. Se multiplica el
inventario de los perseguidos por oponerse al régimen
imperante, y a muchos se les llega a calificar públicamente
como "objetivo militar de la revolución".
¿Este presente es el futuro que
merecen los venezolanos? La respuesta es un "No" acaso más
rotundo que el que deberá resonar el próximo 15 de febrero.
Y es que por encima de las preferencias proselitistas y de
las duras controversias de la lucha, la abrumadora mayoría
desea una patria en la que se pueda vivir y disentir sin el
temor de la amenaza, la prisión, el exilio y el acoso por
motivaciones políticas.
Se trata de un derecho que se fue
construyendo en la trayectoria histórica y que esta
antihistoria del siglo XXI no podrá destruir.